MAYO Y LA UNIDAD LATINOAMERICANA
EN EL BICENTENARIO

Por:
Roberto Ferrero

Publicado el 01/07/2010

Córdoba - Es un lugar ya demasiado común –aunque verdadero- la afirmación de que la historia la escriben los vencedores.

En relación a la Revolución de Mayo, que pronto cumplirá doscientos años, cabe decir que no es una excepción: el relato de sus hechos y de su devenir, como de su sustancia central, fue formulado por quienes vencieron política y militarmente en 1810 y de nuevo en Caseros y en Pavón, vale decir: las fuerzas del liberalismo decimonónico, de Rivadavia a Mitre. La llamada Línea Mayo-Caseros.

Adelantado así el concepto, pareciera que los vencidos en ambas ocasiones fueron las fuerzas del conservadorismo porteño, primero el saavedrismo y luego el rosismo.

Sin embargo, éste es un error: los derrotados fueron Saavedra y Don Juan Manuel de Rosas, pero no el saavedrismo ni el rosismo en cuanto estructura del poder terrateniente y vacuno hegemónico en el Río de la Plata.

Tanto la Revolución de Mayo cuanto los triunfadores de Caseros y Pavón preservaron intactas las relaciones de producción basadas en el control del latifundio y los ganados.

Más aún: éstos fueron siempre quienes dieron, de forma directa o tras bambalinas, la orientación política de la mayoría de los gobiernos que administraron el país.

Por algo Sarmiento se refirió a ellos como -el gobierno de las vacas.

En realidad, los vencidos de Mayo y después, fueron otros: los jacobinos revolucionarios que -a diferencia de Saavedra, el Deán Funes o Rivadavia, partidarios de la mera Independencia- soñaron con unir la Independencia a la Revolución, como bien ha observado Osvaldo Soriano.

Fueron Moreno, Castelli, Belgrano, Güemes, Artigas y San Martín, que

planearon hacer de la emancipación americana no un reaseguro de la dominación de las aristocracias hispano-criollas, sino el punto de arranque de una evolución social y política que pusiera en primera línea los intereses de las grandes mayorías populares: mestizos, negros, indios, gauchos y paisanos pobres.

Derrotado fue Mariano Moreno y su genial Plan de Operaciones, que preveía la construcción de un Estado intervencionista propulsor de la industrialización y la autonomía económica de las Provincias Unidas del Río de la Plata (que después realizaron Gaspar Rodríguez de Francia y los López en el Paraguay); Juan José Castelli, que llevó la revolución al Alto Perú y proclamó en quechua y aymará la abolición de la servidumbre indígena; Belgrano, que desde antes de la independencia, desde las páginas del Correo de Comercio, bregaba por el proteccionismo y el desarrollo de

las manufacturas nacionales; Martín Miguel de Güemes, que estableció

el fuero gaucho y protegió los intereses de sus paisanos frente a la

aristocracia salteña; el general Artigas, que diseñó y puso en

práctica una original reforma agraria en las campañas uruguayas,

disponiendo que en el reparto de tierras se prefiriera a -los negros

libres, zambos de igual clase, los indios y los criollos pobres, con

la prevención de que -los más infelices serán los más privilegiados,

y José de San Martín, quien afirmó: -Yo soy un hombre del partido

americano y luchó no sólo por la Independencia, sino por la unidad

hispanoamericana.

Pero Mariano Moreno debió abandonar el gobierno y fue envenenado

por los ingleses en alta mar; Castelli, primer orador de la Revolución, fue una voz acallada por una injusta prisión y -¡Suprema ironía!- un cáncer de lengua; Güemes, asesinado por una patrulla española que penetró en su reducto con la complicidad de la gente decente de Salta; Artigas, traicionado por Francisco Ramírez e invadida su provincia por los portugueses, se vio confinado por 30 años en su exilio paraguayo, mientras la clase alta de Montevideo destruía su transformación de la campaña, apenas iniciada: Belgrano, después de los grandes triunfos de Salta y Tucumán, fue nuevamente puesto al frente del Ejército del Norte para reprimir a sus compatriotas embanderados en el federalismo provinciano, hasta que nuestro Juan Bautista Bustos hizo cesar la ignominia en la Sublevación de Arequito, mientras el creador de la bandera moría pobre y enfermo en el seno de su cruel ciudad natal sin comprender totalmente a qué causa estaba sirviendo.

Y finalmente San Martín, que tuvo la valentía de desobedecer las órdenes del centralismo porteño que Belgrano había aceptado, pero que pagó con la calumnia rivadaviana que lo injurió y con el destierro que forjó para no verse envuelto en las luchas civiles que el encono de Buenos Aires desataba contra las provincias.

Todos fueron derrotados, no por falta de inteligencia ni de fortaleza, que las poseían en grado sumo, sino por la inmadurez de la situación histórica:

Ni América Latina ni el Río de la Plata disponían aún de una poderosa burguesía nacional interesada en la unidad hispanoamericana, vale decir: en la construcción de un gran mercado interno, y dispuesta a apoyar a su representación política como el Tercer Estado había apoyado en Francia a Robespierre y los suyos.

Sin esa base social, los esfuerzos de los revolucionarios del Año X

giraron en el vacío.

Las aristocracias hispano-criollas no habían forjado la Independencia para las despreciadas castas del pueblo, sino para consolidar en su regazo la totalidad de la renta nacional.

No estaban dispuestas a compartirla ni con la monarquía española, ni

con los Grandes de España ni con la burocracia virreynal, y menos con

las masas oprimidas que la producían con su trabajo, por lo que

tampoco estaban dispuestas a dejarse robar la revolución por un ala

plebeya y jacobina sin respaldo en alguna clase propietaria.

Aquellos planes generosos de equidad y justicia social de los revolucionarios vencidos de 1810 son entonces el legado que debemos reivindicar en este 25 de Mayo.

Si no queremos que estas celebraciones anuales sean un mero torneo de discursos vacuos entre los politicastros acostumbrados a mentir e incumplir, debemos hacer de esta fecha un punto de partida de una reflexión encaminada a rescatar el verdadero sentido del Mayo revolucionario para actualizarlo y llevarlo a la práctica

II

Esas reflexiones, obviamente, deben tener como punto nodal el proceso de unificación de América Latina en la actualidad y su conexión con el fracaso bolivariano de hace doscientos años.

Porque hace doscientos años, nuestros grandes libertadores –Bolívar, Artigas, San Martín, OHiggins…- intentaron liberar estos países manteniendo la unidad de la antigua heredad hispánica, como lo declaró

el Congreso de Tucumán de 1816, pero factores estructurales –y no sólo

la acción balcanizadora de Inglaterra- lo impidieron.

Luego la idea fue olvidada y se construyeron veinte patrias desmedradas que se ignoraban entre sí, hasta que las tropelías del imperialismo yanky en

Centroamérica y el Caribe, a fines del siglo XIX y principios del XX,

volvieron a poner en el tapete la antigua concepción unionista a través de las grandes voces de Justo Rufino Barrios, de José Enrique Rodó, de Rubén Darío, de Manuel Ugarte, de José Ingenieros y de los hombres de la Reforma del 18, por mencionar a las más conocidas.

Pero entonces la gran idea de la unidad nacional se mantenía en la esfera

de la intelligentzia, sin descender todavía a una praxis diplomática y

política concreta de los Estados hermanos.

Perón, que lo intento en los 50 con el precursor ABC (Argentina, Brasil y Chile), no pudo vencer la resistencia de las clases hegemónicas de los dos últimos países, enfeudadas al imperialismo.

Ahora las cosas han cambiado favorablemente.

El desarrollo de las vías de transporte, ferroviarias y viales primero, aeronáuticas después; el progreso en las comunicaciones de todo tipo, desde el telégrafo a la televisión y la electrónica; los grandes emprendimientos binacionales o multinacionales; la mayor navegabilidad

de los cursos fluviales; el consiguiente incremento del intercambio

comercial entre nuestros países y la constitución de gobiernos populares en varios lugares del continente, han colocado el umbral mínimo a partir del cual es ya posible empezar a pensar en forma práctica la gran Nación Latinoamericana, que desde los acuerdos entre Alfonsín y Sarney no ha hecho más que aproximarse, a pesar de previsibles retrocesos parciales, ya que los obstáculos a superar son de gran magnitud.

Este proceso, iniciado de hecho con la aparición en el escenario hemisférico del MERCOSUR y de la Comunidad Latinoamericana de

Naciones, ha seguido vías distintas a las indicadas por la profecía de

Carlos Marx, según la cual -los países industrialmente más desarrollados no hacen más que poner delante de los países menos progresistas el espejo de su propio porvenir.

Efectivamente, el proceso de constitución de las naciones de Europa Occidental –España, Inglaterra y Francia primero, Alemania y España después y las demás siguiendo- se ha caracterizado por dos notas específicas.

Una de ellas, es que el desarrollo de las fuerzas productivas, desbordando

los marcos regionales primitivos en que se ahogaban, han exigido la unidad de las regiones que siendo contiguas tenían una lengua y una cultura comunes para lograr así un espacio más amplio que permitiera proseguir con su desenvolvimiento, proceso que a partir de la segunda mitad del siglo XX se repetiría a escala continental con la aparición consiguiente del Mercado Común Europeo y la Comunidad de Naciones Europeas.

La otra es que –salvo en esta segunda etapa- las naciones fueron cohesionadas estatalmente por la región de cada una de ellas que concentraba el potencial necesario para obligar al resto a plegarse a la unidad: Castilla en España, el norte parisiense en Francia, Prusia en Alemania, el Piamonte en Italia, etc.

Todo en un marco en el que el fenómeno imperialista aún no había hecho su ominosa aparición.

En cambio, entre nosotros, el problema se presenta en otros términos.

En primer lugar, no es el desarrollo de las fuerzas productivas -siempre mezquino y acotado por la presencia del imperialismo- el que conduce con energía a la unidad latinoamericana: ese desarrollo sólo pone el umbral mínimo y nada más.

En realidad, es la unidad nacional la que posibilitará el pleno desenvolvimiento de las fuerzas productivas que se ahogan en veinte estados producto de la balcanización, y no a la inversa.

La unidad es entre nosotros el prerrequisito de un mayor crecimiento del aparato productivo.

Y en segundo lugar, no obstante el deseo de Miguel de Unamuno de que en la América Española surgiera un equivalente de Prusia o del Piamonte, no

existe ningún país –ni siquiera Brasil- con el peso económico y político suficiente para realizar la unidad continental por la una vía coercitiva.

De manera tal, que la gran tarea inconclusa de los Libertadores no permite –al menos en esta etapa- otros medios que los de la diplomacia y la negociación, propios por otro lado de países que se reclaman hermanos y retoños de un ancestral tronco común de civilización.

Paralelamente, la estructura de la futura Nación Latinoamericana, en razón de estas diferencias y por el hecho evidente de que dos siglos de separación no transcurren sin dejar su marca en ellas, no puede ser sino de naturaleza federal.

En cuanto a la dimensión imperialista, estructuralmente integrada

en nuestras realidades, ella se presenta al menos en dos aspectos.

Uno de ellos es el siguiente: los mercados internos de nuestros países se

encuentran controlados por grandes empresas extranjeras radicadas localmente, por lo cual la mayor parte de ellas no verían con desagrado una unidad latinoamericana que las provea de un gigantesco coto de caza cerrado para sus negocios de todo tipo.

El Departamento de Estado y el Pentágono, como integrantes del estado mayor del capitalismo yanky, -que impone su ley hegemónica a los otros

colonialismos- no aceptará nunca de buen grado que su patio trasero

se organice como una gran Nación unificada e independiente, en razón

de que su visión más general de los intereses globales del imperialismo y una perspectiva alimentada a más largo plazo le permiten advertir la amenaza que un tal Estado implica para su supervivencia como potencia mundial depredadora y aún para el régimen mismo de la propiedad privada.

Pero los bussines, las empresas que han invertido en nuestros países, cuya visión es cortoplacista y no tienen otro horizonte que el de la maximización de sus beneficios en el más corto plazo posible, sí pueden dar un apoyo a los intentos de unificación para alzarse con las ventajas económicas de la misma.

De allí que la lucha por la unidad continental no tiene sentido sin la

lucha antiimperialista, sin la lucha por reapropiarnos de nuestros

recursos naturales, de nuestros servicios públicos privatizados y de

nuestras industrias malvendidas por necesidad.

De no dar esta lucha, simplemente estaríamos trabajando para el imperialismo, dándonos una base más amplia para una nueva esclavitud. Latinoamérica debe ser para los latinoamericanos.

Un segundo aspecto, ya no estratégico como el señalado, sino de

urgencia más inmediata, es la consideración de que el imperialismo no

aceptará tampoco la existencia de regímenes populares en constante

proceso de radicalización, como el de Chávez en Venezuela o Evo

Morales en Bolivia, como antes no pudo tolerar la existencia de Cuba

revolucionaria.

El anillo de fuego de las bases militares instaladas por el imperialismo alrededor de la patria de Bolívar en Colombia, Honduras y las Antillas holandesas así lo prueban.

Por manos propias o del régimen uribista, el Pentágono está dispuesto a acabar con la experiencia venezolana.

Las excusas no faltarán, como no faltaron cuando fue preciso invadir Irak para asegurarse el control del petróleo del Medio Oriente.

De producirse esta eventualidad ¿los gobiernos de la pequeña burguesía que administran los principales países del subcontinente serán capaces de enfrentar con decisión a tan poderosos enemigo?

¿Serán capaces, en un sentido más general, de proseguir con la histórica tarea de la unidad nacional latinoamericana hasta su culminación final?

¿O capitularán ante los -civilizadores que cierran el paso a quienes desean civilizarse ?

Porque los clásicos del marxismo contemporáneo que han abordado esta cuestión, desde Trotsky en Méjico hasta Jorge Abelardo Ramos en sus mejores épocas, han escrito mucho sobre la incapacidad congénita de la burguesía latinoamericana para llevar adelante el gigantesco emprendimiento que el destino ha puesto en sus manos, así como también mucho han escrito sobre la necesidad de que la clase obrera latinoamericana se haga cargo de estas tareas para que el proceso social y político en curso sea llevado a feliz término en los Estados Unidos Socialistas de América Latina.

Pero nada –o casi nada- se ha escrito sobre la pequeña burguesía de estos países, cuyos equipos dirigentes, con todas sus limitaciones, se han puesto sin embargo al frente del proceso de unidad ante la deserción o la inmadurez de las otras clases.

Sólo el tiempo revelará la incógnita, ya que los dioses no tienen clases

escogidas para realizar determinados emprendimientos sociales.

Es sólo la concreta situación histórica la que adjudica sus roles a los

grupos sociales y a los representantes de ellos.

Lo que sí es seguro porque es necesario, es que los sectores populares deben organizarse dejando de lado sus conveniencias sectoriales, tanto a nivel de cada país como a nivel continental, para dar lugar a la constitución de grandes movimientos que sirvan de sustento al esfuerzo de unificación,

por un lado, y por el otro, para que breguen para que la unidad no sea la incubadora de nuevas clases explotadoras o el fortalecimiento de las existentes, sino el escenario en donde se desplieguen todas las potencialidades del hombre latinoamericano y se erija una sociedad libre de la necesidad y libre de la opresión.

Para lograr este objetivo está la actividad política, que no es el arte de lo posible, rastrero y sin mérito, sino –aunque lo haya dicho Charles Maurras, ideólogo de la derecha francesa- el arte heroico y esforzado -de hacer posible lo necesario.