Cuando en el último
tercio del siglo xix las grandes potencias exploran el mundo en busca de
regiones ricas en materias primas necesarias a la segunda Revolución
industrial, el rey belga Leopoldo II, financia una nueva expedición del
explorador inglés Henry Stanley para que tome posesión de tierras en África
Central en nombre de una Asociación Internacional del Congo, en principio una
sociedad filantrópica pero, en fin de cuentas, dirigida por el monarca. El
inglés, como agente del rey belga, concluye dudosos tratados con varios jefes
africanos, en los que éstos se someten a la autoridad de la Asociación. Se
inicia así la colonización a lo largo del río Congo.
Poco después, en 1984, el canciller alemán Otto von Bismarck, invita a 14
potencias a reunirse para discutir del reparto de África en zonas de
colonización. Durante la
Conferencia de Berlín, los emisarios del Rey Leopoldo
consiguen reproducir, a gran escala, el tradicional papel de estado tampón jugado
por Bélgica en Europa. Los cuatro estados colonizadores mayores, Alemania,
Francia, Inglaterra y Portugal, optan por evitar las delicadas fronteras
comunes entre sus nuevos dominios y confirman la potestad de Leopoldo sobre
vastos territorios de África Central.
Sin embargo, el Estado belga se muestra reacio a emprender nuevas
colonizaciones, luego del fracaso del intento de implantarse de la región de
Santo Tomás, en Guatemala. El Rey se ve adjudicados los territorios de África
Central como un bien privado, administrados por su Asociación y bautizados como
“Estado Independiente del Congo”. Durante 13 años el Congo pertenecerá al Rey
de Bélgica, sin pertenecer al Estado belga.
Leopoldo II, definido por Stanley como un hombre “de una voracidad increíble”,
organiza su colonia en zonas, distritos y departamentos administrativos,
encomendados todos por europeos, dirigidos por un Consejo Superior. Una fuerza
pública, dirigida por 360 oficiales de varias nacionalidades europeas, se
encarga de conquistar y someter las regiones ricas en materias primas. La
intervención militar es presentada como una expedición civilizadora de pobladas
ignorantes y como guerra humanitaria contra los esclavistas árabes.
El Rey acuerda concesiones a la Unión
minera del alto Katanga y a la Sociedad Amberesina
de comercio con el Congo, que invierten en las infraestructuras para
explotar los minerales y organizar la explotación del caucho. Todo esto
requiere una importante mano de obra.
La población autóctona, que vivía en una economía precapitalista, esquiva el
trabajo en minas o plantaciones debido a las pagas irrisorias que por ello
ofrecen. Las compañías coloniales imponen, entonces, el trabajo forzado: cada
trabajador debe producir una cuota determinada diaria. Y si no la suministra,
se le castiga con encierro, látigo, y toma de rehenes entre los miembros de la
familia, a menudo sus hijos. Las poblaciones congolesas quedan a la merced de
los agentes de las sociedades coloniales y de sus grupos armados, sin ningún
marco jurídico ni contrapoder. Trabajos recientes de historiadores, como el
belga Marchal, que inspiró al estadounidense Hochschild, han sacado a la luz
ese período poco conocido del Estado independiente del Congo, como una era de
portadores de cargas, trabajos forzados, y masacres. Los muertos se cuentan por
centenas de miles, quizá millones.
Llegan a Bruselas noticias de la explotación inhumana, transmitidas por
diplomáticos y empleados ingleses que impactan a la opinión a tal punto que el
Rey debe aceptar una Comisión encargada de investigar las denuncias, en buena
parte confirmadas. Ante los abusos intolerables develados, los partidos
católico y liberal exigen nacionalizar la colonia. El Rey intenta, en vano,
conservar una parte de ella como patrimonio privado. En 1908, el Parlamento
belga vota las leyes que encomiendan al Estado la administración del Congo. Se
cierra el negro período de la colonia real y se abre otro, también difícil, de
la colonia de Estado.