LA CRISIS EN LAS ANTÍPODAS POR JOSEPH E. STIGLITZ

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Publicado el 01/09/2010

La gran recesión de 2008 llegó hasta los rincones más alejados de la Tierra.
Aquí, en Australia, se refieren a ella como la CFM: la crisis financiera
mundial.

Kevin Rudd, que era primer ministro cuando sobrevino la crisis, aplicó uno
de los planes de estímulo keynesiano mejor concebidos por país alguno del
mundo. Comprendió que era importante apresurarse a actuar, con dinero que se
gastaría rápidamente, pero que había riesgo de que la crisis no acabara
pronto. Por eso, la primera parte del estímulo consistió en subvenciones en
metálico, seguidas de inversiones, que tardarían más en ejecutarse.

El estímulo de Rudd dio resultado: Australia tuvo la más corta y más
superficial de las recesiones de los países industriales avanzados, pero,
irónicamente, se ha centrado la atención en que no se gastó parte del dinero
de las inversiones todo lo bien que debería haberlo hecho y en el déficit
fiscal que causaron la contracción y la reacción del Gobierno.

Naturalmente, debemos esforzarnos porque se gaste el dinero lo más
productivamente posible, pero los seres humanos y las instituciones humanas
son falibles y la tarea de velar por que se gaste el dinero bien entraña
costos. Dicho en la jerga económica, la eficiencia requiere equiparar el
costo marginal relacionado con la asignación (tanto obteniendo información
sobre los beneficios relativos de los diferentes proyectos, como
supervisando las inversiones) con los beneficios marginales. Dicho
brevemente: gastar demasiado dinero para prevenir el despilfarro resulta
despilfarrador.

Si bien de momento la atención está centrada en el despilfarro del sector
público, éste palidece en comparación con el despilfarro de recursos
resultante de un sector financiero privado que funciona mal y que en los
Estados Unidos asciende ya a billones de dólares. Asimismo, el despilfarro
resultante de no utilizar plenamente los recursos de la sociedad
—consecuencia inevitable de no haber dispuesto de un estímulo rápido y
cuantioso— supera el del sector público en un orden de magnitud.

Para un estadounidense, la preocupación australiana por el déficit y la
deuda resulta en cierto modo divertida: su déficit como porcentaje del PIB
es inferior a la mitad del de los EE.UU.; su deuda nacional bruta es
inferior a la tercera parte de la de éstos.

El fetichismo del déficit nunca tiene sentido: la deuda nacional es sólo un
aspecto del balance general de un país. Reducir inversiones muy rentables
(como la educación, la infraestructura y la tecnología) simplemente para
reducir el déficit es en verdad ridículo, pero en particular en el caso de
un país como Australia, cuya deuda es tan reducida. De hecho, si nos
preocupa, como debe preocuparnos, la deuda a largo plazo de un país,
semejante fetichismo del déficit es particularmente estúpido, ya que el
mayor crecimiento resultante de esas inversiones públicas producirá más
ingresos fiscales. *Pagina 17 de 21
*

Hay otra ironía: algunos de los mismos australianos que han criticado los
déficits han criticado también propuestas de aumento de los impuestos a las
minas. Australia tiene la suerte de estar dotada de una gran riqueza de
recursos naturales, incluido el hierro. Dichos recursos forman parte del
patrimonio del país. Pertenecen a toda la población. Sin embargo, en todos
los países las compañías mineras intentan obtener esos recursos
gratuitamente... o por el menor precio posible.

Naturalmente, las compañías mineras deben obtener una rentabilidad justa de
sus inversiones, pero las compañías extractoras de hierro han obtenido un
beneficio inesperado cuando sus precios han aumentado de manera espectacular
(hasta casi duplicarse desde 2007). El aumento de los beneficios no es el
resultado de su proeza minera, sino de la enorme demanda de acero por parte
de China.

No hay razón para que las compañías mineras recojan esa recompensa para sí
mismas. Deben compartir la bonanza de los elevados precios con los
ciudadanos de Australia y un impuesto a la minería apropiadamente concebido
es una forma de garantizar ese resultado.

Se debería reservar ese dinero para un fondo especial que se debería
utilizar para inversiones. El país se empobrecerá inevitablemente al
agotarse sus recursos naturales, a no ser que aumente el valor de su capital
humano y físico.

Otra cuestión que cuenta en las antípodas es el calentamiento planetario.
Aunque no era un negacionista del cambio climático, el anterior gobierno
australiano, encabezado por John Howard, se sumó a la irresponsabilidad del
presidente George W. Bush en relación con el cambio climático: otros
tendrían que hacerse cargo de velar por la supervivencia del planeta.

Fue particularmente extraño, en vista de que Australia ha sido uno de los
grandes beneficiarios del Convenio de Montreal, que prohibió los gases
destructores de la capa de ozono. Los agujeros en la capa de ozono
expusieron a los australianos a la radiación causante de cáncer. La
comunidad internacional se unió, prohibió esas substancias y ahora se están
cerrando los agujeros. No obstante, el gobierno de Howard, como el de Bush,
estuvo dispuesto a exponer a todo el planeta a los riesgos del calentamiento
planetario, que amenaza la propia existencia de muchos estados insulares.

Rudd prometió en su campaña invertir esa posición, pero el fracaso de las
negociaciones sobre el cambio climático en Copenhague el pasado mes de
diciembre, cuando el presidente Barack Obama se negó a formular en nombre de
los Estados Unidos el tipo de compromiso que hacía falta, dejó al gobierno
de Rudd en una posición embarazosa. El fallo del dirigente de los EE.UU.
tiene consecuencias planetarias.

Los ciudadanos deben pensar en la herencia que dejarán a sus hijos, parte de
la cual son las deudas financieras, pero otra parte de nuestra herencia es
medioambiental. Es hipócrita afirmar que se siente preocupación por el
futuro y después no velar porque el país sea compensado por el agotamiento
de sus recursos o pasar por alto la degradación del medio ambiente. Peor aún
es dejar a nuestros hijos sin infraestructuras adecuadas y las demás
inversiones públicas necesarias para ser competitivos en el siglo XXI.

Todos los países afrontan esas cuestiones. A veces podemos verlas con mayor
claridad al observar cómo las afrontan otros. La forma como voten los
australianos en sus elecciones (este fin de semana) puede ser un presagio de
lo que está por venir. Esperemos —por su bien y por el del mundo— que no se
dejen engañar por las florituras retóricas y las manías personales y vean
las cuestiones más amplias que están en juego.