
“Mataréis al Dios
del miedo, y sólo entonces seréis libres”. Es la profecía de Bayoán, de
inspiración hostosiana, que el escritor puertorriqueño René Marqués inmortaliza
en ese cuento suyo titulado Tres hombres junto al río. Con ese
imperativo perentorio encabeza su relato acerca del primer acto rebelde de los
originarios habitantes de Borikén. Invadidos por quiénes decían ser dioses, los
taínos quisieron poner a prueba tan dudosa afirmación de inmortalidad. No podía
ser que sus propios dioses permitiesen el naufragio permanente, sin destino, de
su pueblo. El soldado español Diego Salcedo fue el objeto del primer
“experimento político y jurídico” realizado por tres naborías rebeldes. Lo
ahogaron en un río y cuando luego de tres días y noches no resucitó, el pueblo
de esta Tierra del Altivo Señor celebró su gran descubrimiento: el conquistador
es mortal. No es un dios. El miedo fue sustituido de inmediato por el valor.
Tras esa fundamental transfiguración, se desató la rebelión decidida de un
pueblo: “Porque la vida libre es la luz. Y la luz ha de poner en fuga a las
tinieblas”. Y así hasta nuestros días, porque el destino es cosa de tiempos
largos.
Nadie como Juan Mari Bras vivió a la altura de la sentencia profética de
Hostos. Nadie contribuyó más a “matar al Dios del Miedo” luego de que otro
Imperio, con su feroz represión, quiso imponer la paz de los sepulcros y
condenarnos a habitar para siempre en medio de las tinieblas coloniales. Frente
a ello, Mari Bras encabezó la fundación de lo que sería un nuevo tiempo en ese
devenir nuestro de tiempos largos. Bautizada como “la nueva lucha por la
independencia” debía probar indefectiblemente la mortalidad también del yanqui
y de su orden torcido del universo.
Para despojarnos del miedo, nos armó la voluntad. Nos legitimó la rebelión
transgresora como derecho inalienable, cuyo ejercicio no estaba sujeto a la
voluntad de dioses impostores. La libertad no se mendiga, se proclama y se
practica. Es así como pasamos del “puertorriqueño dócil” construido por la
colonialidad de nuestras circunstancias, al “puertorriqueño militante” que
salió a las calles a protestar sin tregua. Entre los intersticios de las
tinieblas se fue fraguando también los comandos de la nueva insurgencia armada.
Nos rebelamos, luego somos, fue la idea motriz del nuevo discurso emancipador.
Mari Brás fue descendiente de esa emigración corsa que el escritor José Luis
González ubica integrando el segundo piso de los cinco (El país de cuatro
pisos, San Juan, 1980, y Nueva visita al país de cuatro pisos,
Madrid, 1986) que sirven de base a esa abigarrada sociedad de clases y plural
nacionalidad que incidieron en la formación histórica del Puerto Rico
contemporáneo. De sus circunstancias de clase heredó el signo nacionalista y a
partir de sus circunstancias históricas inmediatas se forjó al calor del
nacionalismo radical de Pedro Albizu Campos. Más adelante, quedará igualmente
marcado por las señeras influencias socialistas de la Revolución cubana.
En sus fueros íntimos cohabitaron dichas influencias, no sin ciertas
contradicciones, y aún éstas sólo daban fiel testimonio del más auténtico
peregrinaje existencial por redescubrirse y refundarse a sí mismo como aspiraba
que también lo hiciese su pueblo. En ese sentido, al igual que Hostos, Mari
Brás entendió que la refundación del país era un proyecto de regeneración no
sólo política sino también moral. La colonia era un mal multidimensional que
nos había corrompido el alma colectiva y había que rescatarla de su alienación.
Para ello había que educar para la libertad.
Mari Bras se encarnó así en el eje vital de una convergencia histórica entre
las aspiraciones libertarias de su generación y la mía. Se erigió en Maestro de
las nuevas generaciones en este tiempo de la nueva lucha. Mari Bras y sus
muchachos, así pretendían muchas veces despachar algunos el proyecto político
que se fue forjando a partir de la fundación del Movimiento Pro Independencia
(MPI) y la Federación
de Universitarios Pro Independencia (FUPI), así como más tarde el Partido
Socialista Puertorriqueño (PSP). Esta última se erigió en la organización
política más importante que parió la nueva lucha.
El PSP quiso promover un diálogo histórico para un reagrupamiento político de
fuerzas que permitiese la convergencia de distintos sectores ideológicos, más
allá del independentismo, en torno a un gran proyecto descolonizador. En su
excepcional visión estratégica, extendió su marco de acción a las propias
“entrañas del monstruo”. Incluso, propició una significativa
internacionalización de la causa puertorriqueña que retumbó en todos los foros
internacionales.
Con el PSP se fraguó ese reencuentro indispensable entre la cuestión nacional y
la cuestión social, luego de los torcidos acercamientos entre éstos efectuados
por los socialistas-anexionistas del anarcosindicalista español Santiago
Iglesias Pantín y el populismo autonomista de Luis Muñoz Marín. La razón de ser
de la independencia tenía que estar imbricada en ese buen vivir en plena
libertad, sobre todo para los que trabajan, que son la mayoría, que son la
espina dorsal de nuestra formación nacional.
Más recientemente, Mari Brás se lamentó en privado del “error” que constituyó
la liquidación en 1982 del PSP. Como resultado de su disolución, se vivió un
desgarrador desparramiento y desmovilización de su cantera impresionante de
cuadros revolucionarios, así como su neutralización por las lógicas devoradoras
de la necesidad impuesta por la cotidianeidad colonial-capitalista. Igual se
recriminará no haber sido en su momento “más arrojado”.
Nos preparamos para tomar el cielo por asalto y luego nos dejamos desarmar
espiritual y materialmente por los coyunturales fracasos propios y ajenos que
acaecieron durante esa década nefasta de los ochentas del pasado siglo XX.
Demostramos con ello nuestra profunda inconsciencia del tiempo largo, aquel del
que un Filiberto Ojeda Ríos o un Fidel Castro Ruz terminaron siendo intérpretes
más pacientes y esclarecidos.
Henos aquí ahora, celebrando la vida del que nos enseñó a siempre celebrarla
luchando. Dejó profundas huellas en todos los que bajo los rayos candentes del
sol y la siempre purificante lluvia mayagüezana, acudimos este pasado fin de
semana a tributar nuestro debido homenaje al cacique moderno que encabezó esta
quinta centuria de nuestra peregrinación como pueblo.
Sin embargo, no puedo dejar de manifestar mi convicción de que con la muerte de
Mari Bras –así como la de Ojeda Ríos en el 2005- se anuncia el fin de este
quinto tiempo. Que al igual que éste tuvo su semilla en la huelga universitaria
de 1948, el nuevo tiempo brota de los entresijos de otra huelga universitaria,
la del 2010. Y contrario a la valoración negativa de esta última como
insustancial y motivada por reclamos inmediatos, que pronunciara Rubén Berríos
Martínez, estoy convencido que de ella surgirá finalmente ese relevo
generacional que Mari Bras nunca dejó de valorar como imprescindible para la
esencial continuidad del tiempo largo de la lucha liberadora. De ésta emergen
las nuevas voces que alumbrarán la nueva tentativa de nuestro pueblo aguerrido
por poner en fuga las tinieblas que nos abruman y abrirle paso, de una vez y
por siempre, a la libertad común.
El que quiera escuchar el rumor de ese nuevo tiempo, que calle, escuche y
observé más allá del ensordecedor ruido de las ideologías vetustas de tiempos
pasados. Es que el tiempo fluye, como las aguas de aquel río que atestiguaron
la originaria transgresión del orden foráneo impuesto. Ya el espíritu de Juan
Mari Bras anida feliz en él. Y desde allí se le puede escuchar, igual a
nuestros primeros insurgentes, exclamando, como bien recoge el relato
ético-mítico de René Marqués: “Será libre mi pueblo. Será libre.”
El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho
Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y
colaborador permanente del semanario puertorriqueño “Claridad”.