EL ESTADO INTERVENCIONISTA EN AMÉRICA LATINA

Por:
Roberto A. Ferrero

Publicado el 01/10/2010

1. Introducción

 

    El Estado absentista, librempresista, desinteresado del bien común, que deja librado a los particulares dueños de la riqueza el desarrollo de las fuerzas productivas, no es -como quieren hacernos creer nuestros liberales- la forma “normal” y perpetua de existir de la maquinaria estatal. Por el contrario: el Estado del laisser faire, laisser paser, es un  producto tardío de la historia (siglos XVIII y XIX) y aparecido en un pequeño rincón del mundo: Europa Occidental. Hasta entonces, en ese lugar y siempre en el resto del planeta, el Estado estuvo presente y activo en la sociedad desde las épocas más remotas: Persia, Egipto, China, la India, Japón, Roma y, en América, en el Imperio Incaico, Azteca y Maya, por mencionar los casos mas notorios.

    En la Europa Moderna –la que nace según la cronología tradicional eurocéntrica con la caída de Constantinopla en 1453-(1) al establecerse las monarquías absolutas en varios países, el Estado interviene enérgicamente según la teoría y la práctica de lo que se ha dado en llamar el “Mercantilismo”. Especialmente decidida y constante fue la intervención en Francia e Inglaterra en el siglo XVII y en Suecia bajo los reinados de Cristina y Carlos XI: impulso a la marina mercante, concesiones de privilegios y monopolios, constitución de compañías reales (cerámica, textil, etc.), reglamentación de la actividad manufacturera, prohibición de vender al exterior materias primas indispensables para la industria local, impedimentos a la salida del metálico, obligación de utilizar materias primas nacionales, etc., fueron algunas medidas de la amplia panoplia del intervencionismo estatal francés, inglés y sueco, destinado a independizarse del dominio económico de Holanda y de las finanzas italianas, que eran por entonces dominantes.  En la Rusia de Pedro I, el intervencionismo tardío del Estado zarista es de tal calibre que, como explicaba Trotsky, hasta “forzaba y reglamentaba la formación” misma de las “clases pudientes” (2).

Es que, como escribe Pierre Deyón, “el Mercantilismo pertenece a la historia de los Estados en vías de emancipación económica. Es la política de aquellos que se liberaban…” y por ello el autor defiende “la legitimidad y la necesidad histórica del mercantilismo”(3).

   Retengamos estos conceptos, porque son de plena aplicación en nuestra América Latina, Aquí funcionan como antecedentes de un esfuerzo de desarrollo y emancipación económica, que cuando se trata de llevar a cabo, hace a sus sostenedores victimas de la absurda acusación de “marxistas”, siendo que Marx fue un duro adversario del Estado. Él y Engels eran -a diferencia del más pragmático Lasalle- enemigos acérrimos de la intervención del Estado “burgués”, porque lo consideraban sólo el “Consejo de Administración” del capitalismo en su conjunto (4). El único Estado intervencionista que admitían era el Estado obrero, la “Dictadura del Proletariado”, que era un aparato destinado a extinguirse paulatinamente a medida que la futura sociedad socialista fuera  alcanzando su madurez. Los publicistas o dirigentes del bloque antinacional en América Latina que lanzaban -y lanzan- tales acusaciones no hacían con ello más que demostrar su supina ignorancia más que su mala fe, ya que de querer imputar alguna influencia “extranjerizante” a quienes predicaban el proteccionismo y otras formas de intervención  antiliberal entre nosotros, tendrían que haberse referido a otros teóricos alemanes, pero no a los marxistas: a los economistas románticos (Adam Müller y Federico Gentz y otros), partidarios de un “Estado omnipotente” semi-feudal, pero más especialmente a J.C. Rodbertus y Friedrich List y su famoso e influyente libro “El Sistema de Economía Nacional”, pensado desde el punto de vista del Estado moderno y el proteccionismo industrialista. Más tardíamente,  a la influencia del británico John Maynard Keynes y su “The General Theory of  Employment, Interest ad Money”, publicado en 1936. Tales las fuentes  impecables y más modernas del Estado Intervencionista.

 

 

 

2. Teoría y práctica del Intervencionismo moreniano.

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    ¿Pero para qué remontarnos a lejanas sugestiones europeas para legitimar una necesaria intervención del Estado Nacional si tenemos ilustres antecedentes rioplatenses en nuestra Latinoamérica? Tales son los de la Teoría y Práctica del “Plan Secreto de Operaciones” de Mariano Moreno (l778-1811), el gran Secretario del primer gobierno patrio en la Argentina.

            Respecto al mismo, decía Norberto Galasso: “ante la inexistencia de una burguesía industrial capaz de impulsar nuestro desarrollo capitalista con sentido nacional, Moreno coloca al Estado como elemento director y centralizador del proceso. El fuerte intervencionismo del gobierno en todos los órdenes de la vida económica y la organización de empresas estatales son los soportes de esta política dirigida a crear e incrementar nuestra riqueza sin ingerencias foráneas deformadoras”(5). Mariano Moreno opinaba  que “las fortunas agigantadas en pocos individuos, en proporción a lo grande de un estado, no sólo son perniciosas, sino que sirven de ruina a la sociedad civil”, por lo que se debía democratizar la economía. Un papel fundamental en esto y en el crecimiento de las fuerzas productivas debía cumplir el Estado, que –contrariamente a la doctrina liberal- estaría encargado de “desarrollar “fábricas, artes, ingenios y demás establecimientos, como así agricultura, navegación, etc. […] y “procurar todos los  recursos que sea menester, tales como semillas, fabricantes, e instrumentos”. El Estado empresario así esbozado se capitalizaría expropiando a “5.000 o 6.000 mineros”, por un total de “cerca de 500 o 600 millones de pesos”, de los cuales –descontados los necesarios para el esfuerzo bélico emancipatorio- unos 200 o 300 millones quedarían “en el centro mismo del Estado” para impulsar el desarrollo nacional continental. Pensando en la riqueza minera del Alto Perú, el jacobino de Mayo plantea la nacionalización de la minería y su explotación  por el propio Estado: “se prohibe –escribe- absolutamente que ningún particular trabaje minas de plata u oro, quedando el arbitrio de beneficiarlas  y sacar sus tesoros por cuenta de la Nación […] Debe obligarse a todos los mineros a que se deshagan  de todos los instrumentos, vendiéndolos al Estado, por sus justas tasaciones; igualmente los repuestos de azogue y  demás utensilios... Después de lo cual el Estado, ya provisto de azogue por mano de alguna nación extranjera, debe asimismo tratar de la creación de las casas de ingenios, creando todas las oficinas que sean necesarias, como laboratorios, casas de moneda y demás...” Estando estatizada la minería y las demás incipientes sectores de la producción, deben designarse “Comisiones” para planificar “cada ramo separado”, hasta confluir en un “Tribunal” central que planifique “abarcando todos los ramos” o –como dice en el lenguaje de la época- “tenga conocimiento en su fomentación y recursos que deban adoptarse para gobernarlos y dirigirlos a la consecución de su grandeza y felicidad pública”. La “formación de comisiones en cada pueblo a los efectos de  levantar un censo de todos los caudales, bienes, fincas y demás establecimientos”, facilitaría una mejor planificación. Además, para evitar la descapitalización de la economía por la fuga de “grandes caudales” por parte de sus titulares, prevé la prohibición de exportarlos mediante diversas medidas que anulan la fuga abierta o disimulada de los mismos.   Finalmente, con certera anticipación, predica la nacionalización del sistema de seguros mediante la creación de “la Casa de seguros nacionales”, y  la limitación de la importación de artículos suntuarios (“manufacturas de un vicio corrompido, de un lujo excesivo e inútil”, dice), que endeudan al país sin proporcionarle beneficio alguno(6).

    Algunas de estas medidas de intervensionismo estatal serían aplicadas por los libertadores rioplatenses en el escenario de su actuación no quizá por haber leído el “Plan” de Moreno –aunque esta posibilidad no debe descartarse, dada su cercanía al poder- sino porque las circunstancias de la guerra contra España lo exigían imperiosamente. Así, por ejemplo, para formar de la nada el Ejército de los Andes, entre 1814 y 1817 en Cuyo, San Martín confiscó los capitales de los conventos y las congregaciones católicas, implementó empréstitos forzosos contra los vecinos más pudientes, liberó coactivamente centenares de esclavos para incorporarlos a  las filas, presionó a las famosas “Damas Mendocinas” para que “donaran” sus joyas a la Patria, hizo más riguroso el sistema impositivo en relación a la burguesía cuyana, impulsó la colonización de tierras incultas en San Juan y Mendoza para incrementar los cereales, los forrajes y los ganados, y dispuso para  fertilizarlas la realización  de obras de irrigación empleando mano de obra de prisioneros españoles. No sin un dejo de rencor escribiría décadas más tarde el cronista mendocino Damián Hudson: El general San Martín “recargó  inexorablemente la contribución de la clase capitalista”(7)  COMADRAN.

             El Estado artiguista en la Banda Oriental, por su parte, intervino activamente para expropiar sin indemnización las vastas propiedades de los “emigrados, malos europeos y peores americanos”, y repartirlas entre la población desposeída de la campaña uruguaya,  -“los negros libres, los zambos de igual condición, los indios y los criollos pobres”, dice el Reglamento de Campaña de 1815- “con la prevención de que los más infelices serán los más privilegiados”, con el propósito de promover desde las alturas del poder político la formación de una clase media rural conforme al medio. No menos activamente lo hizo para que la modesta industria oriental quedara en manos de “los hijos del país” y no de los extranjeros;  en el decomiso y venta de cueros de hacendados y comerciantes españoles o enemigos para financiar los gastos de guerra y de administración de la provincia; y en la administración estatal de las estancias abandonadas. También concedió patentes de corsos a marinos extranjeros para combatir al comercio español e incrementar los ingresos del tesoro oriental

       Pero habría de ser en el Paraguay donde el “Dictador Perpetuo” Dr. Gaspar Rodríguez de Francia y sus continuadores, Carlos Antonio López y Francisco Solano López, plasmarían en los hechos la concepción moreniana.

     Francia escribía en agosto de 1822, refiriéndose a la dependencia en que el pueblo guaraní se encontraba respecto de la yugulación del comercio internacional que realizaba Buenos Aires desde su puerto único, que “ahora que juzgo más proporcionadas las circunstancias, estoy tomando medidas y haciendo preparativos para librar al Paraguay de tan gravosa servidumbre” (8). Tal la fecha de inicio del feliz experimento social franciano, que culminó en el estado lopizta, el más moderno y civilizado de su época. En él, la gran propiedad privada latifundista prácticamente fue hecha desaparecer en beneficio de las parcelas de los “pinandys” (los campesinos) y de las “Estancias de la Patria” del Estado, respetándose en cambio la propiedad colectiva de las comunidades indígenas, que los liberales querían dividir y privatizar. Los bosques, las maderas y la producción de yerba mate y tabaco quedaron como propiedad exclusiva del Estado. El comercio exterior fue elevado también a la categoría de monopolio estatal y el proteccionismo francista impulsó el crecimiento de las artesanías y la pequeña industria local. Con maderas de los bosques fiscales, en astilleros propios, se construyeron entonces los buques de la mayor flota mercantil de la cuenca del Plata y hasta vapores de hierro, como el “Yporá” y diez más que le siguieron, los primeros de América latina; se levantaron los altos hornos de Ibicuy, con los últimos adelantos en la materia y un plantel de más de cien obreros; se explotaban minas de hierro estatales en Itacurubi y Valenzuela, y con ese insumo se fabricaban toda clase de armas –incluidos cañones de 12 pulgadas-, implementos agrícolas y enseres domésticos. Se estableció el primer telégrafo de todo el cono sur y el segundo ferrocarril de trocha ancha de Sudamérica, quince años antes de que los ingleses construyeran el Central Argentino de Rosario a Córdoba en la Argentina. Técnicos extranjeros, especialmente contratados, volcaban sus conocimientos al servicio de la nación, mientras se preparaban para reemplazarlos cientos de jóvenes guaraníes enviados a Europa para estudiar costeados por el gobierno paraguayo.  El historiado inglés Horton Box afirmaba al respecto: “Bajo el sistema de Francia y los López, la libertad es reemplazada por el control del Estado […] El resultado lógico de semejante control es el socialismo de Estado” (9).

     Semejante Estado, que inspiraba a los federales nacionalistas de la Argentina y el Uruguay, que privaba a la manufactura inglesa de un interesante mercado y que –sobre todo- servía de “mal ejemplo” de un desarrollo nacional autocentrado, no podía ser tolerado ni por Gran Bretaña ni por los gobernantes aliados a ella en Argentina, Brasil y Uruguay. El Paraguay debía ser destruido y lo fue con la infame Guerra de la Triple Alianza que de 1866 a 1870 asoló al Paraguay. Cuando los civilizadores acabaron su obra de “cultura”, sólo quedaban mujeres, niños y ancianos vagando por entre las ruinas, las tierras públicas repartidas entre un puñado de terratenientes, las industrias y las escuelas reducidas a polvo, el territorio paraguayo mutilado y la nación guaraní convertida en semicolonia de Inglaterra. La población, de 1.300.000 habitantes al comenzar la contienda, había quedado reducida a 350.000 personas.

 

 

 

 

3. Las experiencias intervencionistas y su teorización a principios del Siglo XX.

 

   Tras la destrucción del Estado lopizta, coincidentemente con la introducción de la hegemonía imperialista inglesa sobre nuestros pueblos, se impondrá en todos los países de América Latina una versión imitativa pero altamente dañina del Estado liberal europeo. Se construye así una entidad divorciada de los intereses de las masas latinoamericanas y solamente funcional al dominio extranjero expoliador y al de las oligarquías mineras, terratenientes y fazendeiras locales.

    Sólo a principios del Siglo XX esta máquina de servidumbre comienza a ser cuestionada de hecho por la intervención más o menos sistemática  de gobiernos que tratan de torcer la orientación habitual pro-imperialista del Estado y disminuir en alguna medida el drenaje de la riqueza nacional girada a los países centrales.  No es que faltaran –aunque fueron excepcionales- propuestas  proteccionistas o nacionalistas  durante el siglo XIX, pero no pasaron casi de eso: propuestas que no se podían llevar a la práctica o que intentadas fueron rápidamente conjuradas por las fuerzas estáticas del conservadurismo hegemónico. Eran prematuras, como las iniciativas proteccionistas de Vicente Fidel López y Pellegrini en la Argentina o el intervencionismo de Balmaceda en Chile y Belzú en Bolivia, sin mencionar la destrucción del Paraguay industrial.

    Habrá que esperar hasta principios del Siglo XX para encontrar las primeras experiencias importantes y parcialmente exitosas de intervencionismo estatal en América Latina. Examinaremos someramente algunas de ellas, dejando de lado las de Nicaragua por razones cronológicasa y las de Cuba y el Chile de SalvadorAllende, países en que los esfuerzos desplegados se orientaban conscientemente a un reemplazo total de la máquina del Estado capitalista por otra asentada en la filosofía y  la política del socialismo.

 

   La primera de esas experiencias históricas sería la de la Revolución Mejicana de 1910, que comenzaría a quebrantar parcialmente la situación de inequidad social y expolio oligárquico-imperialista mediante  la intervención del Estado, especialmente en la esfera de la tenencia de la tierra y la producción agrícola, a favor de las grandes masas de campesinos desposeídos y explotados. La Reforma Agraria mejicana fue lanzada por el “Primer Jefe” (Presidente) General Venustiano Carranza por ley del 6 de enero de 1915, completada por la del  22  de junio que abolía las infames “tiendas de raya”, ratificada por la Constitución de Querétaro de 1917, y ejecutada por el Presidente Alvaro Obregón. En esta constitución, por lo demás, se estableció que la propiedad de las aguas correspondía en principio a la Nación, quien creó en  1921 la  Dirección de Irrigación para administrarla, y se sancionó la educación pública llamada con exceso “socialista”.También intervino el Estado revolucionario en las relaciones sociales de producción entre obreros v patronos, sancionando una amplia gama de leyes protectoras

del trabajo, que saldaban en parte la deuda de sangre contraída por Carranza con los “batallones rojos” del proletariado mejicano que lo apoyaron armas en mano y que ya en abril de 1915 le habían arrancado el salario mínimo. En este mismo orden de cosas, se creó una institución novedosa de mediación estatal: las Juntas de Conciliación y Arbitraje. Se construyeron grandes dique para irrigación y miles de kilómetros de carreteras que unieron todos los extremos del país, se organizó la asistencia social y sanitaria como servicio público, se erigieron miles de escuelas rurales y colegios especializados y se fundaron bancos oficiales para apoyar la producción, como el Banco Ejidal y el  Banco de Crédito Agrícola (10).

 El intervencionismo estatal en las otras esferas de la vida social quedará incompleto por la inadecuación de su estructura a las necesidades de la nueva época, así como por las luchas civiles post-revolucionarias. Recién con el gobierno del general Lázaro Cárdenas (1938-1942), el Estado mejicano recobraría su rol intervencionista, relanzando la Reforma Agraria; legislando el “ejido colectivo”, que en número de 16.000 de ellos benefició a millones de campesinos con alrededor de 40 millones de hectáreas; creando el Departamento de Asuntos Indígenas para atender los problemas específicos de los pueblos aborígenes; nacionalizando los ferrocarriles y la electricidad, estatizando el petróleo y dando participación a la clase obrera en la administración de las empresas estatales. Fenómenos éstos de la época cardenista estudiados y apoyados por León Trotsky, que como refugiado residía en tierra azteca desde enero de 1937 .

 

   Simultáneamente, en el Uruguay, la experiencia batllista -llamada así por su inspirador, José Batlle y Ordóñez- cumplida entre 1903/07 y 1911/15, muestra la amplitud y profundidad de la intervención del Estado oriental en la economía y la vida toda del país: desarrollo de la educación y de la legislación tuitiva del trabajo (40 años antes del peronismo en Argentina); nacionalización y monopolio de la electricidad, del alcohol, el tabaco, el cemento y el sistema de seguros; construcción de ferrocarriles estatales y producción naval, estatización del Puerto de Montevideo; construcción de carreteras públicas paralelas al sistema ferroviario para competir con las empresas extranjeras: nacionalización  del Banco de la República, del Banco Hipotecario y de la emisión monetaria. Sobre estas grandes reformas pensaba Batlle y Ordóñez, como resume Benjamín Nahum, que “el Estado debía multiplicar su acción en campos hasta entonces  reservados sólo a la iniciativa privada. En países jóvenes, donde ésta fuera tímida o insuficiente o donde predominaran empresas extranjeras que extraían la riqueza de la nación para enviarla al exterior, no había nadie más que el Estado que pudiera llenar las carencias que sufría el cuerpo social y que defendiera el patrimonio nacional”(11). Ya en 1906, en su Mensaje al Parlamento en ocasión de la nacionalización del sistema eléctrico, había manifestado que “es el Estado, en salvaguardia del interés social, el que debe tomar su dirección y explotación”, para lograr “una amplia difusión y distribución a todas las clases de agentes, indispensables en la actualidad…” (12). Desgraciadamente, este intervencionismo no benefició por igual a todo el pueblo oriental, sino especialmente a los trabajadores y clases medias de la ciudad de Montevideo; las campañas rurales, que reunían el grueso de la población por más que la Capital fuera una gran -y única- metrópolis, quedaron al margen de las grandes reformas del batllismo, que dejó intacta la propiedad latifundista.

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    Asimilando críticamente las experiencias de la intervención empírica del Estado postrevolucionario mejicano y la del Estado reformista de José Batlle y Ordóñez, comparándolas con las del Capitalismo de Estado europeo y considerando las características propias de Indoamérica, Víctor Raúl Haya de la Torre realizó en 1928, en su gran libro “El Antiimperialismo y el APRA”, la primera y minuciosa formulación teórica del Estado Intervencionista latinoamericano, que el denominó ”El Estado Antiimperialista”. Sin caer en el menudeo de proponer “temas” o “puntos” específicos de un Programa electoral, Haya se preguntaba en su libro: “¿Cuál sería el tipo de Estado que ya hemos llamado “Estado Antiimperialista?” (p.105), y contestaba en otras páginas que él debía ser “ante todo, Estado de defensa, que oponga al sistema capitalista que determina el imperialismo, un sistema nuevo, distinto, propio…” (p.117). Este sistema “propio” sería el “Capitalismo de Estado” (p.119), cuyas “fuerzas sociales normativas” y beneficiarias serían “las tres clases oprimidas por el imperialismo: nuestro joven proletariado industrial, nuestro vasto e ignaro campesinado y nuestras empobrecidas clases medias” (p.21). Este Estado Antiimperialista “debe dirigir la economía nacional” y “negar derechos individuales o colectivos de orden económico cuyo uso implique un peligro imperialista” (p.118). El intervencionismo de este nuevo tipo estatal realizaría “una organizada difusión del cooperativismo” (p.130) y asumiría “el contralor de la producción y del comercio, progresivamente” (p.119). Admitiría, empero, la inversión de “capitales necesarios y buenos” (p.31), que ayudarían a desarrollar la necesaria “etapa capitalista” de nuestras economías, pero siempre “bajo la égida del Estado Antiimperialista, que debe controlar las inversiones de capitales bajo estrictas condiciones, afirmadas en la necesidad que obliga al capital excedente de los grandes centros industriales a emigrar” (p(31). Por este planteamiento de Haya se ve que, como él dice, tal Estado no es una estructura alcanzada definitivamente, sino “un sistema de transición hacia una nueva organización social, no en beneficio del imperialismo –que supone la vuelta al sistema capitalista, del que es una modalidad-, sino en beneficio de las clases productoras, a las que irá capacitando gradualmente para el propio dominio y usufructo de la riqueza que producen” (p.119). En el primer Haya de la Torre, esta fase final tenía un nombre: era el socialismo (13).

 “Obvio es agregar –completa Haya en otro texto- que la organización del Estado aprista antiimperialista impone la unión política de la América Latina. La resistencia al imperialismo no puede cumplirse por un país aislado de la América Latina” (14).

    Como es sabido, la fortaleza relativa del régimen oligárquico en el Perú, fundado en el Ejército como ultima ratio, y las vicisitudes de la trayectoria personal y política de Haya culminadas en su capitulación final ante el imperialismo yanqui, no le permitieron aplicar sus revolucionarias concepciones sobre el Estado.

 

 

 

 

 

4.  El “ Estado Cartorial” en el Brasil.  Ibáñez del Campo en Chile

 

.     En Brasil, en la campaña electoral de 1930 por la Presidencia, el riograndense Getulio Vargas expone en la Esplanada Do Castello un programa nacionalista modernizador y “anuncia la intervención del Estado en la regulación de la economía brasileña”(15). Despojado de su triunfo, poco después llega al poder por la vía revolucionaria con la ayuda de un sector del “tenentismo”(16). Instala entonces el “Estado Cartorial”, un régimen semi-bonapartista, burocrático e intervencionista con el que introduce a su país en la modernidad: da comienzo a la industrialización, reconoce los derechos sociales de los trabajadores, cuya sindicalización apoya y controla a la vez; aún sin destruirla, recorta el poder de la oligarquía terrateniente vacuno-fazendeira; convierte en real la unidad formal del Brasil, hasta entonces fracturado en tantas pequeñas soberanías como estados había, e impulsa, en fin, el crecimiento de un empresariado nacional. “Vargas –detalla Vivian Trías- incorporó al patrimonio nacional las riquezas mineras con los Códigos de Aguas y de Minas, creó la Cia Siderúrgica Nacional, la Cia Vale del Rio Doce (explotación y exportación de minerales de hierro), la  Cia Nacional de Alcalis, La Fábrica Nacional de Motores,  La Cia Hidroeléctrica de San Francisco e instituyó ls Consejos Nacionales del Petróleo (del cual nacerá Petrobrás), de Aguas y Energía Eléctrica,  y de  Minas y Metalurgia.  Organizó los Institutos Nacionales del Café,  Azucar, y Alcohol, Sal, Yerba Mate, Pino y Cacao” (17).

 Tras una administración que cubre prácticamente un cuarto de siglo, Vargas, acosado por la reacción interna y externa, se suicida en 1954, pero las bases que había sentado para reducir los lazos de la dependencia semicolonial no serían desbaratadas a la muerte de su creador como en otros países, ya que la burguesía brasilera –sobre todo la paulista-, con notable conciencia, comprendería que la intervención del Estado en ciertos y estratégicos sectores de la economía no era sólo una garantía de soberanía nacional, sino de su propio desarrollo como clase en otros sectores. Es de esta manera que, como ha indicado Ernesto Ceballos, hacia 1974 todavía “pertenecen al Estado los ferrocarriles, el transporte urbano, los servicios portuarios, el transporte marítimo y los teléfonos. El Estado participa con dos tercios  del capital invertido en la industria siderúrgica; también está nacionalizada la industria del petróleo (PETROBRAS, 1953) y a través de ELECTROBRAS participa de la mayor parte de las empresas de energía eléctrica” (18). A su vez, Fernando Henrique Cardozo señalaba en aquella misma fecha que en 1960 la participación del sector estatal (servicios públicos más empresas estatales) en la formación del capital fijo alcanzaba al 46,2 por ciento. El sub-rubro empresas estatales había pasado del 3,1 por ciento en 1956 al 8 por ciento en 1960 (este crecimiento en pleno gobierno del desarrollista Kubischek). En 1967, de las ochenta mayores empresas –según capital más reservas- 15 son estatales. En 1972, 19 son del Estado, que tiene 9 empresas de servicios públicos, 7 de bienes intermedios, 2 de construcción civil y una de bienes de consumo no duraderos. En 1971, de las 100 mayores empresas brasileñas por patrimonio neto, 41 son estatales; y en 1972, la cifra se aumenta a 46 (19).  Era el típico Estado “desenvolvimentista .Por algo es que Brasil se ha convertido en la potencia rectora de Latinoamérica bajo Lula Da Silva: las bases sobre las que está edificando el capitalismo nacional son una herencia sólida.

 

    En Chile, durante la primera post-guerra, el gobierno conservador-liberal, por presión de las manufacturas crecidas durante el conflicto mundial, estableció una protección arancelaria contra la industria extranjera  e “introdujo un vago vestigio de equidad en el sistema tributario” (20). Pero sería recién con la destrucción de la estéril “República Parlamentaria” de la oligarquía por los sucesivos golpes militares de Septiembre de 1924 y Enero de 1925 que se instalaría un Estado realmente intervencionista. Efectivamente, en la primera presidencia de Arturo Alessandri (1920-1925) y  sobre todo en la igual del General Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931) el nuevo Estado chileno, desembarazado de esa máquina de impedir que era el viejo Parlamento y apoyado por el Ejército, tomó una serie de iniciativas encaminadas a desarrollar la economía nacional y mejorar la situación de las clases populares: se crearon los Tribunales de Vivienda para morigerar los elevados alquileres, se estableció el Banco Central de la República, se modificó la Constitución para favorecer el poder presidencial,  se colonizó el lejano y desierto territorio de Aysén, se tendieron miles de kilómetros de caminos y ferrocarriles, se construyeron y mejoraron puertos y puentes, se racionalizó la administración pública con la creación ad hoc de la Contraloría General, se formó la Compañía de Salitre de Chile (COSACH), en un 50% propiedad del Estado y  se hizo más eficiente el sistema tributario. Para impulsar el desarrollo de las tres más importantes ramas de la economía, se fundaron instituciones financieras como la Caja de Crédito Minero, la Caja de Crédito Agrario y el Instituto de Crédito Industrial y se estableció una tarifa aduanera selectivamente proteccionista. También se organizó en 1930 la Fuerza Aérea Chilena (FACH), encargada de operar la primera línea aérea del país: la LAN-Chile.. Esta “creciente intervención económica del Estado se hace notoria -escribe Pedro Godoy- a partir de 1938” (21), cuando el primer gobierno del Frente  Popular da a luz la “Corporación de Fomento” (CORFO). La CORFO tuvo inicialmente el propósito de hacerse cargo de las tareas de reconstrucción impuestas por el devastador terremoto de Chillán de 1939, pero rápidamente superó esos objetivos iniciales para dar origen a “la red de plantas hidroeléctricas –ENDESA-, el combinado siderometalúrgico de Huachipato y la Fundición Nacional de Paipote, las centrales  azucareras de la IANSA, la prospección, extracción y refinamiento del petróleo a través de ENAP y otras iniciativas. También concede créditos a los empresarios privados –pequeños, medianos y grandes-, auxilia tecnológicamente a las empresas, etc.” (22). Era el comienzo de un cambio cualitativo en el Estado, que pasa -como señalara Aníbal Pinto-  de ser el tradicional artífice de obras públicas de infraestructura al servicio del capitalismo nacional o extranjero, a ser el Estado promotor y empresario del desarrollo económico nacional.  Este  nuevo rol del Estado era indispensable especialmente en Chile, donde sus clases dominantes nacionales, al carecer de la propiedad –a diferencia de sus similares argentinas o mejicanas-  de la principal riqueza del país,(la “gran minería”, en manos extranjeras), estaban notablemente impedidas de realizar una acumulación significativa de capital en este sector para invertirla en otros.

                                                                                                  

 

 

 

 

 

 

5. El “Trienio Adeco” en Venezuela y el  Estado guaraní frustrado

 

   A diferencia de Haya de la Torre, sí pudieron implementar sus teorías intervencionistas respecto al Estado Guaraní, cierto que por un brevísimo lapso, el gran publicista, escritor y estadista paraguayo J. Natalicio González (1897-1966) y -por un tiempo mayor- Alberto Adriani y Rómulo Betancourt en relación a Venezuela.

     Alberto Adriani (1898-1936) -muerto en plena juventud cuando luchaba en la patria de Bolívar por implementar su programa económico como Ministro del Presidente López Contreras-, aportó su visión antiliberal de la economía, de la intervención de un Estado activo, una tarifa aduanera proteccionista, del desarrollo científico de la agricultura, de un plan económico de largo plazo y de un esfuerzo de “colaboraciones verdaderamente posibles y útiles” que abran el paso a una recomposición unitaria de los tres países de la Gran Colombia bolivariana, la propuesta de una “educación activa” (técnica) y la tesis de compensar el peligro del imperialismo norteamericano con la multiplicación de las relaciones con Europa y Latinoamérica. Era Adriani –dice su biógrafo Antonio Rojas Pérez- “decidido partidario de la economía dirigida y en consecuencia concibe al Estado como un ente que planifica, coordina, ejecuta y evalúa los resultados de los planes económicos de la Nación” (23). Era el suyo todo un proyecto de modernización rápida y guiada de la sociedad venezolana –que le valió el inmediato mote de “comunista” por parte de las fuerzas políticas sobrevivientes de la reacción latifundista gomecista-, fundado sobre la firme convicción de la originalidad y la autonomía de Latinoamérica y de Venezuela. Por ello rechazaba enfáticamente la doctrina de la “ciencia malvada y falaz” del positivismo subsistente, imbuida de un fatalismo tropicalista según el cual, “estaríamos sentenciados a ser esclavos de los anglosajones” (24). Desaparecido Adriani, llegado al poder el General Medina Angarita, en 1945 un golpe conjunto dado contra el mismo por la oficialidad joven del Ejército y el partido de Rómulo Betancourt (“Acción Democrática”, “AD”, heredero de la ORVE, creada antes por Picón Salas, Adriani y Rómulo Betancourt) determina una enérgica intervención del Estado venezolano en la atrasada estructura social y económica del país. Durante un lapso de tres años, el denominado “Trienio Adeco” (1945-1948) ve desarrollarse un amplio programa reformista. “Aunque no se nacionalizó el petróleo ni se concretó la reforma agraria prometida –escribimos en otro sitio- la enérgica intervención del Estado Revolucionario determinó la realización de una obra de gobierno que Manuel Caballero, generalmente muy crítico de Betancourt, califica de “impresionante”. Efectivamente, la Junta Militar-AD, creó la “Flota Mercante Grancolombiana” de Colombia, Venezuela y Ecuador, que rompió el monopolio de la Grace Line; elevó sustancialmente los impuestos cobrados a las empresas petroleras extranjeras; impulsó el desarrollo de la industria liviana mediante el otorgamiento de créditos y distintas facilidades; estudió la construcción de una gran planta eléctrica y una fábrica nacional de acero aprovechando las energías de las cataratas del Caroní; otorgó el monopolio de la explotación nacional de oro y diamantes a la Corporación Venezolana de Desarrollo; llevó adelante un plan general de mejoramiento de la estructura vial, fluvial, portuaria y eléctrica; introdujo mejoras técnicas en las explotaciones rurales, atenuó la explotación del campesinado y los trabajadores rurales e impulsó la creación de comunidades agrarias mixtas de venezolanos y extranjeros y la implantación de comunas rurales, que, al decir de Harrison S. Howard, “eran revolucionarias en un sentido utópico socialista, es decir, eran comunidades modelo que debían actuar como guía para el cambio social(25). Además se establecieron empresas gubernamentales lácteas y de carnes; se llevaron a cabo vastos planes de viviendas populares y se incrementó enormemente el presupuesto sanitario para hospitales y avances científicos en medicina, lo cual obligó a una dura pedagogía contra la rutina y la superstición de la población campesina; también se volcó a la educación una parte muy alta de los nuevos ingresos derivados de la tributación petrolera para el incremento de la alfabetización y la educación técnica, vocacional, secundaria y universitaria; se implantó un Código del Trabajo, se creó el Ministerio del ramo y una legislación laboral moderna siguiendo el contemporáneo ejemplo de la Argentina peronista; se dio apoyo a la sindicalización de masas, se impusieron como normales los convenios colectivos de trabajo y se aumentaron los salarios reales” (26).

    Normalizado el régimen revolucionario mediante la elección democrática del novelista Rómulo Gallegos como Presidente, su continuidad constitucional fue negada por el golpe militar de noviembre de 1948, que entronizó la dictadura proimperialista del general Marcos Pérez Giménez.

 

    Esta circunstancia, unida al previo asesinato del líder popular de Colombia, Jorge Eliecer Gaitán, impidieron la aplicación en este último país del llamado “Plan Gaitán”, elaborado por el economista Antonio García Nossa y su equipo, que preveía una importante serie de profundas reformas estructurales y la introducción de la planificación de la producción por parte de un “Estado Popular” (27). El mismo hubiera significado una profundización del moderado intervencionismo inaugurado en la presidencia de Alfonso López (1934-1938): reforma impositiva, impulso a la creación de sindicatos adictos, legislación laboral y compra fiscal de haciendas en conflicto con sus campesinos para entregarlas en venta a estos mismos (28). Nada se hizo, como no fueran esas insuficientes reformas y por esta razón, Colombia  sigue siendo hasta hoy una sociedad oligárquica y profundamente injusta.

 

    Mucho más breve que la venezolana fue la experiencia del Estado Intervencionista en el Paraguay, donde había sido teorizada, como dijimos, por J. Natalicio González en sus libros “El Paraguay Eterno”, de 1935, y “El Estado Servidor del Hombre Libre”, de fecha posterior. En ellos Natalicio desarrolla la necesidad de un “Estado colectivista” sui géneris o “Socialismo Nacional”, como le llama Paul H. Lewis con tono condenatorio (29), para el desarrollo de su patria. “El pueblo paraguayo –asegura Natalicio González- por influjo de su pasado, por temperamento racial, por impulso innato de sus individuos, tiende a organizarse creando un peculiar socialismo de Estado”(30). Ese pasado, que el gran paraguayo va a rescatar ahora, es el del “comunismo peculiar” de los guaraníes ancestrales, que “los jesuitas supieron más tarde desenvolver con inteligencia.