
Hay un país donde
los billonarios pasan hambre y los movimientos de liberación construyen
dictaduras, donde los abogados de derechos humanos tienen el despacho en las
oficinas del FMI y los fraudes electorales se resuelven repartiendo ministerios
entre ladrón y víctima. Un país donde el gobierno antimperialista dolariza la
economía y la oposición, forjada en los sindicatos, se alía con los
terratenientes. Zimbabwe vive, seguramente, una de las experiencias políticas
más contradictorias e incomprensibles que hay en el mundo. Un verdadero
concentrado de la política y la sociedad africanas, tan apasionantes y tan
difíciles de asimilar a los parámetros que los europeos estamos acostumbrados.
La entrada de Zimbabwe está a la altura de lo que uno espera de un “estado
fallido”: a las carreteras les faltan trozos enteros de asfalto, como si
alguien se los hubiera arrancado, hay coches calcinados en las cunetas y las
gasolineras están todas con el cartel de “sin servicio”. Aunque hay coches y
autobuses, la mayoría de gente se desplaza a pie, los hombres con maletines en
la mano y las mujeres con grandes paquetes encima de las cabezas. La aduana es
un tránsito constante y caótico. Desde Sudáfrica camiones con cualquier tipo de
mercancía imaginable. Cuando el país implosionó hace dos años se llegó a
importar el agua mineral. En plena epidemia de cólera, quien podía pagarla
prefería beber agua extranjera.
Hacia Sudáfrica miles de personas en busca de libertad, trabajo o, tan solo, un
poco de esperanza. Ya hay más de tres millones de zimbabwenses -una cuarta
parte de su población- viviendo en el extranjero, sobre todo en el poderoso
vecino del sur, pero también en Inglaterra, Australia o Botswana.
Aunque ahora empiezan a reducirse las restricciones, en los últimos años apenas
han entrado corresponsales extranjeros en Zimbabwe. El régimen de Robert Mugabe
-en el poder desde 1980- empezó hace una década una espiral autoritaria que
liquidó muchas libertades constitucionales, entre ellas el derecho a la
información. Entonces se aprobó un nuevo impuesto de miles de dólares para los
periodistas foráneos que quisieran operar en el país y se alejó la mayoría de
informadores. Para las grandes agencias Zimbabwe no era tan rentable como para
justificar la inversión. Solo algunos freelances tan locos como para trabajar
ilegalmente haciéndose pasar por turistas y algunos periodistas locales, que se
jugaban el cuello, permitieron hacer saber al mundo lo que pasaba en el país.
Una vez te vas adentrando persiste la sensación de desastre: tiendas vacías,
restaurantes abiertos sin ningún plato que servir, una pensión que ni tan
siquiera pueden hacer un café... y todo a precios europeos!
La chica que atiende en la gasolinera cobra 100 dólares americanos al mes. Como
consigue vivir con esto es un misterio que no cuenta. Y, además, ella aún tiene
suerte. Por todos lados hay gente sin nada que hacer. Aseguran que no tienen
que comer y tratan de vender cualquier cosa inverosímil o, a veces
directamente, piden algo de dinero o comida, pero sin generar tensión. El
carácter zimbabwense es calmado y amable hasta en situaciones extremas. “En
África Occidental ya se habrían producido diez golpes de estado y una guerra
civil” corre por el país a modo de chiste, aunque no haga gracia.
Un país en el abismo
El peor momento fue en 2008. Entonces, en medio de un auténtico caos económico
y una espiral hiperinflacionaria -los precios llegaron a subir dos millones por
ciento en un solo mes- se celebraron las elecciones presidenciales y
parlamentarias. El opositor Movimiento por el Cambio Democrático (MDC en sus
siglas inglesas), dirigido por el ex-sindicalista Morgan Tsvangirai, tuvo la
osadía de vencer en los comicios, aunque sin el 50% -en el caso de las
presidenciales- que le hubiera permitido eludir la segunda vuelta.
Para evitar su victoria, milicias próximas a la gobernante Unión Nacional
Africana de Zimbabwe-Frente Patriótico (ZANU-PF en las siglas inglesas)
lanzaron una masiva campaña de terror contra la oposición e incluso contra
comunidades enteras donde había vencido Tsvangirai. Miles de personas fueron
golpeadas o detenidas. Otras decenas fueron asesinadas. Hubo desapariciones y
se negó la ayuda alimentaria -imprescindible en aquel momento- en las plazas
fuertes de la oposición.
En este contexto de crisis económica y violencia política el estado colapsó.
Con la inflación desbocada llegó un momento en que los salarios no permitían
pagar el transporte al puesto de trabajo. Escuelas, hospitales y otros
servicios públicos colapsaron. El paro superó el 90%. Sin químicos para tratar
el agua corriente una virulenta epidemia de cólera se extendió por el país con
un saldo, calculado por Médicos Sin Fronteras, de 4.000 muertos y 160.000 enfermos.
Mucha gente pasó hambre y no se sabe cuanta llegó a morir. Sencillamente la
policía no tenía gasolina para ir a certificar las defunciones y la gente
enterraba sus familiares de noche para ahorrarse las tasas de los cementerios.
Los testimonios de aquellos meses -que se alargaron hasta el caluroso verano
austral de enero de 2009- son estremecedores: “sin luz, el espectáculo en las
atestadas morgues era indescriptible”, cuenta Kumi Naidoo, quien entonces entró
en el país para rodar un documental clandestinamente. “En el hospital dejamos
de poner sábanas porque la gente se las llevaba para amortajar sus muertos”,
recuerda un cooperante italiano que prefiere no decir su nombre.
Para combatir la hiperinflación el gobierno imprimió billetes cada vez más altos
-se llegó a los mil trillones, 21 ceros- hasta que la moneda zimbabwense dejó
sencillamente de existir, sustituida de facto por el dólar americano y el rand
sudafricano. A pesar de tener billones, la gente no podía comprar una barra de
pan. Huyendo de la violencia o el hambre, decenas de miles de personas
empezaron un éxodo hacia Sudáfrica.
El MDC se retiró de la segunda vuelta denunciando que no había condiciones para
concurrir con garantías. Sin ninguna vergüenza Mugabe se proclamó vencedor con
un 100% de los votos. Entonces, mientras el país rodaba rápidamente hacia el
abismo empezó una peculiar negociación entre ambos partidos con la mediación de
la organización regional Comunidad para el Desarrollo del África Austral.
El resultado no dejó de ser sorprendente. Al estilo de la “solución” encontrada
en Kenya dos años antes, se decidió formar un gobierno provisional en que
Mugabe mantuviera la presidencia y Tsvangrai fuera el Primer Ministro. Este
peculiar gabinete debía sacar Zimbabwe de la crisis y redactar una nueva
constitución que permitiera volver el país por sendas democráticas.
Futuro incierto
Un año y medio después la comisión constitucional sigue bloqueada, el gobierno
parece siempre a punto de la ruptura y continúan los casos de violencia política,
el más sonado de los cuales fue contra el propio Tsvangirai pocas semanas
después de ocupar el puesto de premier, cuando su coche oficial fue arrollado
por un camión y su esposa falleció y él mismo salvó la vida de milagro. Aunque
el caso nunca fue resuelto, es curiosa la facilidad para estrellarse contra
camiones que tienen los enemigos políticos de Mugabe. “Es obvio que el Gobierno
de Unidad Nacional fue una trampa -reconoce Otto Saki, presidente de la Asociación de Abogados
por los Derechos Humanos y asesor del MDC- pero era la única de vía de parar
las masacres contra la oposición”.
Aún así, el país vuelve a cierta normalidad, prueba real de la fortaleza de la
sociedad zimbabwense. Las escuelas y los hospitales han vuelto a reabrir y se
ha estabilizado la moneda. El paro aún es muy alto y la economía está en
cuidados intensivos en parte porque los millones de dólares prometidos por los
países occidentales nunca han llegado.
El antimperialismo como excusa
Robert Mugabe llegó al poder en 1980 tras una cruenta guerra de guerrillas
contra el régimen racista de Ian Smith. Entonces, el rebautizado Zimbabwe,
contaba con una de las sociedades más dinámicas de África, con unos niveles en
educación y sanidad equiparables a los europeos y una economía diversificada y
en expansión. Fue un momento de gran euforia, no solo en el país, sino en el
continente entero. “Has heredado una joya. Cuida-la”, le dijo a Mugabe el
entonces presidente de Tanzania, Julius Nyerere.
Treinta años después el único recuerdo que queda es el alto nivel formativo de
los inmigrantes zimbabwenses en Sudáfrica, lo que les permite competir con
éxito con los trabajadores locales. Ya a principios de los años 80 Mugabe dejó
entrever su verdadera personalidad cuando reprimió duramente una revuelta en la
región de Matabeleland. Se calcula que murieron hasta 20.000 personas por la
represión y las hambrunas provocadas expresamente. Pero lo peor aún estaba por
llegar.
Tras el fin de la
Unión Soviética, Mugabe, aún sin renunciar oficialmente al
marxismo, aceptó los créditos del Fondo Monetario Internacional. A mediados de
los 90 un Plan de Ajuste Estructural del FMI sumado a una corrupción rampante
hundieron el nivel de vida de la población. Mugabe se enfrentó entonces a una
doble oposición. Por un lado los sindicatos lanzaban una oleada de huelgas tras
otra y, más tarde, presentaban su propia alternativa política, el Movimiento
por el Cambio Democrático. Por el otro, las asociaciones de ex-combatientes,
base del mugabismo, exigían el pago de las pensiones prometidas. Para cumplir
Mugabe encendió la máquina de hacer billetes -generando el proceso
inflacionario que destruyó la economía- y promovió las tomas de tierras a la
minoría latifundista blanca.
Pero a pesar de las promesas nunca se inició una auténtica reforma agraria.
Pocas fincas fueron distribuidas -y las que sí lo fueron se dieron sin ningún
tipo de formación o ayuda para convertirlas en productivas- sino que la mayoría
fueron a parar a manos de políticos y militares. “Se trató de una reapropiación
de una élite a otra”, asegura Kamurai Mudzingwa, portavoz de la Asociación Nacional
de Organizaciones no Gubernamentales de Zimbabwe.
El hundimiento del sector agropecuario arrastró tras de si buena parte de la
producción asociada y el que había sido “el granero de África” pasó a depender
de la ayuda internacional para alimentarse. Pero para Mugabe, cada nuevo paso
hacia el desastre se resolvía con una nueva medida represiva y una retórica
socialista y antimperialista más inflamada. Retórica que en ningún momento
pareció ser incompatible con los coches de lujo, los viajes de compras a Hong
Kong ni las fiestas de cumpleaños con miles de invitados.
Una dinámica que ni el sufrimiento de su pueblo ni el reparto del poder con la
oposición parecen haber mitigado. Hace unos meses Mugabe aprobaba -con la
oposición de su primer ministro- la
Ley de Indigenización, que obliga a todas las empresas que
valgan más de 400.000 euros a ceder un mínimo del 51% de su propiedad a
zimbabwenses. “Aunque en principio es bueno, nos tememos que esta ley podría
llevarnos a la creación de una nueva élite negra que se limite a reemplazar la
minoría blanca”, declaraba el presidente del Sindicato de Trabajadores de
Zimbabwe (ZCTU, en sus siglas inglesas), Lovemore Matombo.
O en palabras del activista namibio Firoze Manji sobre el desvío de los
movimientos de liberación en el África Austral: “El eslogan A luta continua se
ha convertido en the looting continues (el saqueo continua)”.