
Las tragedias de la humanidad no disminuirán en tanto no se contenga la expoliación de las naciones oprimidas por un puñado de naciones opresoras. Casi todas las colonias se transformaron en semicolonias, incapaces de retener sus excedentes económicos. Algunas se convirtieron en potencias emergentes. La atomización es el arma favorita de los poderosos, los que acaban de crear el Estado de Sudán del Sur. El continente negro tiene ahora a medio centenar de países. Kwame Nkrumah decía: “Prefiero que Ghana (del que era Presidente), sea la última República de una África unida y no la primera de una África astillada”. Pese a su neoliberalismo, Mario Vargas Llosa ha escrito un admirable testimonio de la crueldad del colonialismo, sobre la que Europa edificó su desarrollo. “El Sueño del Celta” recuerda que los civilizados no exportan su civilización a las colonias, sino que impiden que los colonizados se civilicen, sin dejar de aniquilar sus culturas, desde las que podrían defenderse. ¿Cuánto más duraría el imperio estadounidense si se estructura un ente asiático entre China, Japón, Indonesia y las dos Coreas?
Sólo la construcción de las naciones continente de los pueblos oprimidos
(el panafricanismo, la nación árabe o la nación latinoamericana) pueden
enfrentar con éxito al poder omnímodo de los banqueros, quienes califican de
“fascista” al estatismo de los países oprimidos, mientras sus agentes,
conscientes o inconsciente, los fracturan mediante el ultra indigenismo y el
“foquismo” o exigiendo la dictadura del proletariado. El capitalismo de Estado
puede estructurar bloques defensivos como UNASUR (el que necesita poner fin a
sus debilidades estructurales), construir nuevas categorías de pensamiento (las
que rescatarán lo bueno de lo foráneo), detener el demencial armamentismo,
equilibrar los gastos de mitigación ambiental y pergeñar nuevas sociedades en
las que el lucro no sea el motor suicida de la humanidad. La primera condición
para que ello suceda reside, como es obvio, en no tener regímenes sometidos a
los centros de poder mundial, sus organismos financieros (FMI, Banco Mundial,
CAF y BID) y sus ONG.
La idea de “Nación Continente” latinoamericana, cuyo más acabado exponente fue
Alberto Methol Ferré, es una culminación de la ruptura de Lenin con la social
democracia, a la que descalificó en el Congreso de Stuttgart, de 1905, por
considerar compatible la existencia de gobiernos socialistas con la succión de
colonias y semi colonias. León Trotsky, al respaldar la nacionalización del
petróleo mexicano, decretada por el general Lázaro Cárdenas, y respaldar el
sueño bolivariano, puso otro cimiento de la unidad ibero americana, impulsada
por Manuel Ugarte, Víctor Raúl Haya de la Torre o Jorge Abelardo Ramos. Nuestra
“Nación Continente” estará basada, en lo ideológico, en la articulación entre
el nacionalismo popular y el socialismo, aún inédito. La meta socialista
adquiere consistencia al reivindicar a movimientos nacionales (pese a su
frustración), como la revolución méxicana, la Revolución boliviana de 1952 o
los gobiernos de Busch, Ovando, Torres, Velasco Alvarado, Arbenz, Torrijos,
Perón o Getúlio Vargas.
El capitalismo de Estado en sectores estratégicos debe coexistir con economías
comunitarias, cooperativas, mixtas, autogestionarias y privadas, a fin de
delinear la nueva sociedad con experiencias cotidianas. Nuestra Nación
Continente necesita, sin embargo, corregir abusivos desequilibrios económicos,
como los que impone Brasil a Bolivia, y reparar injusticias históricas como el
enclaustramiento geográfico al que nos somete Chile. Cada integrante de la
Nación Continente requiere cohesionar su estructuración interna, defender sus
culturas y erradicar el colonialismo interno. En esta última tarea, Evo Morales
dio importantes pasos. Fracasó, en cambio, en detener a consorcios petroleros,
a los que, infelizmente, se apresta a otorgar antiguos y nuevos privilegios,
sin recordar que fueron los artífices de la separatista Nación Camba.