
Si uno vuelve la
vista atrás apenas un par de años se encuentra con los tiempos de los
eufemismos vergonzosos para rehuir hablar de la crisis al tiempo que se sacaba
pecho aludiendo a la solidez de nuestro sistema bancario; en los que se rehuía
la intervención pública y se confiaba en la retórica amable como principal
instrumento de política económica; en los que se vaticinaba el aterrizaje suave
de la economía y no el desplome a peso que vino luego. En definitiva, eran los
tiempos en los que, entre otras cosas, se tenía que haber enfrentado el
problema de la solvencia de las cajas de ahorro en lugar de esperar tres años
para acabar entregándolas en las peores condiciones posibles a los
especuladores financieros. Y es que nuevamente en el caso de las cajas de
ahorro los elementos definitorios de la penosa gestión de la crisis por parte
de este gobierno se aprecian con total nitidez: el retraso en la intervención y
el carácter incoherente de las medidas aprobadas junto a una política
informativa manifiestamente engañosa acerca de sus alcances y efectos.
Que las cajas de ahorro eran la manzana más podrida del sistema financiero era
algo sobradamente conocido habida cuenta de su elevadísima exposición al riesgo
inmobiliario. Sin embargo, hasta ahora no nos hemos podido enterar de que esa
exposición está próxima a los 150 mil millones de euros, una cifra muy alejada
de la estimación de los 20 millones de euros que el plan del ministerio
presentó como suficientes para capitalizarlas.
Lo sorprendente no es ya ni la cuantía de la exposición ni el desfase en la
estimación del capital necesario para atenderla, es el hecho que este ejercicio
de transparencia se haya impuesto ahora como paso previo para que los
inversores privados sepan qué riesgos están enfrentando y, sin embargo, no se
exigiera cuando hubo que allegarles con anterioridad recursos públicos. Al
parecer, los ciudadanos no tenemos derecho a saber si los fondos públicos se
estaban dedicando a salvar instituciones con problemas coyunturales de liquidez
o estructurales de solvencia y se impuso sin ningún tipo de información ni
debate público que los riesgos asumidos por esas instituciones fueran
respaldados por todos.
Lo que no se exigió entonces, ahora se vuelve condición necesaria para unos
inversores privados que, ante las cifras que se están manejando, se frotan las
manos porque son conscientes de que, en numerosos casos, la obligación de
capitalizarse o desaparecer que se ha impuesto sobre las cajas les permitirá
compras a precio de saldo y derechos de gestión sobre las mismas. Lo que hagan
después con ellas es fácilmente predecible.
Esto nos conduce de pleno al segundo de los elementos definitorios señalados
más arriba: la manifiesta incoherencia de la propuesta gubernamental. Una
incoherencia que, en este caso, reviste una doble dimensión.
Por un lado, constituye un despropósito forzar a las cajas a capitalizarse en
los mercados financieros planteando octubre como fecha tope –aunque prorrogable
a marzo de 2012- para alcanzar los nuevos niveles de capital exigidos cuando,
precisamente, el trasfondo de la cuestión es que éstos desconfían de su
solvencia y les niegan esos recursos. Así parece haberse reconocido en las
últimas declaraciones desde el ministerio en donde se comienza a plantear que
el Estado deberá empezar ya a aportar capital público a las cajas. Lo que nos
lleva a pensar si este hecho no era más que conocido en el momento en el que se
anunció el plan, hace tres semanas, pero no convenía anticiparlo precisamente a
una semana de que se aprobara el “pensionazo”. Iba a tener muy mala lectura que
el Estado estuviera dispuesto a emitir más deuda pública para capitalizar las
cajas de ahorro al mismo tiempo que se recortaban, nuevamente, derechos de
ciudadanía.
Y, en segundo lugar, también sorprende que estas exigencias de recapitalización
hayan sido publicitadas como el mecanismo que permitirá fortalecer el sistema
financiero y reabrir el grifo del crédito cuando existen dos efectos fácilmente
predecibles que apuntan a lo contrario.
De entrada, porque induce un proceso más intenso aún de concentración
oligopolística en el sector. Baste recordar que ya en los últimos dos años el
número de cajas se ha reducido de 40 a 17 y que, además, la mayor parte de
ellas se ven abocadas a convertirse ahora en bancos. Ello redunda no sólo en un
mayor grado de exclusión financiera para muchos ciudadanos que tenían en las
cajas su única vía de acceso a financiación sino también en un encarecimiento
de las condiciones del crédito para todos.
Pero también porque la propuesta de recapitalización impone una nueva
contención sobre las operaciones de crédito y préstamos del sector dado que
cada una de esas operaciones, dependiendo de su tipología, implica el uso de
recursos propios; recursos que, precisamente, son los que se les está exigiendo
a las cajas que eleven. No hay que ser un genio de las finanzas para saber que
este plan también tendrá, por ese lado, una repercusión contractiva en la
política crediticia general.
La conclusión es que, al tiempo que se agravan las condiciones para la
recuperación económica, desaparece del horizonte cualquier atisbo de reforma
del sistema financiero de deviniera en una mayor presencia pública directa en
el mismo.
Y frente a ello, como frente al recorte de las pensiones o frente a tantos
ataques a instituciones de bienestar que creíamos intocables, el gobierno
obtiene la impasibilidad ciudadana como respuesta lo que acaba por reforzar su
sensación de impunidad. ¿Cuándo seremos capaces de decir basta?
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de
la Universidad de Málaga y puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.