
En el número de
diciembre pasado la revista Ciencias Sociales, publicación de la
Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, incluyó una
nota firmada por Christian Castillo bajo el título “Burguesía, clase obrera y
cuestión nacional”. En uno de sus párrafos la nota hace referencia a la izquierda
nacional en estos términos: “En el caso de la llamada ‘izquierda nacional’, que
tuvo entre sus principales inspiradores a Jorge Abelardo Ramos JAR. (que
terminó como embajador de Menem en México) y a Jorge Enea Spilimbergo, el
reconocimiento de la importancia de la cuestión nacional los llevó a una
variante de la política de la ‘revolución por etapas’, expresada en la
estrategia del Frente Nacional y el abandono de la lucha por la independencia
política de la clase obrera”. La afirmación es singular. En ninguno de los
documentos programáticos, declaraciones o artículos periodísticos que han
definido las posiciones fundantes de la izquierda nacional a partir de octubre
de 1945, hay proposición alguna que permita formular semejante juicio. Tampoco
se encuentra nada parecido en las posiciones del PSIN (Partido Socialista de la
Izquierda Nacional) fundado a comienzo de los 60’, o del FIP (Frente de
Izquierda Popular), organizado en los primeros años de la década siguiente. En
la página www.izquierdanacional.org
editada por el grupo Socialismo Latinoamericano figura buena parte de esos
documentos definitorios de la posición política y programática que cuestiona
Castillo sin aportar la más mínima referencia que avalen su juicio.
En consecuencia, al menos dos interrogantes quedan abiertos. ¿En qué se basa
Castillo para sostener que la concepción estratégica de la izquierda nacional
constituye una variante de la teoría de la “revolución por etapas”; variante
que significa el abandono de la lucha por la independencia política de la clase
obrera? ¿Qué consistencia tiene la posición política de alguien que para
descalificar las posiciones de otra corriente incurre en una tergiversación tan
grosera?
La izquierda nacional desde sus orígenes en 1945 a través del periódico Frente
Obrero y de la revista Política y posteriormente en las tesis Clase
Obrera y Poder (aprobadas por el II Congreso del PSIN en 1964), ha
sostenido que en los países atrasados y dependientes las tareas nacionales,
democráticas, agrarias y antiimperialistas constituyen el cauce necesario a
través del cual el proletariado organiza sus fuerzas, disputa la dirección del
frente de clases que enfrenta a la oligarquía nativa y al capital extranjero, y
motoriza la radicalización de la lucha de las grandes masas impulsando medidas
de corte socialista que confieren a la revolución un carácter ininterrumpido.
Nada más alejado que la idea de un proceso dividido en dos etapas: una
democrático-burguesa y otra, a la finalización de la primera, socialista, tal
como ha sostenido durante décadas el stalinismo.
Al parecer Castillo, y con él toda la izquierda y ultraizquierdista
cosmopolita, cree que caracterizar a ese frente de clases como un Frente
Nacional, es ceder a la burguesía la conducción y fijar un límite a la lucha de
los trabajadores y las masas explotadas, instaurando durante todo un período la
garantía de que las relaciones sociales fundamentales se mantendrán intactas.
Esto no tiene ningún fundamento en relación al planteo de la izquierda
nacional. Una y otra vez la historia de los países semicoloniales ha demostrado
que las burguesías nacionales no están dispuestas a hacerse cargo de las tareas
que encierran cierto grado de conflicto con el bloque de terratenientes, el
gran capital comercial y financiero y las corporaciones extranjeras. Por lo
general, los programas nacional burgueses han encontrado un curso de ejecución
a través del Estado, como instrumento de una solución de corte bonapartista,
apoyada en la oficialidad nacionalista de las Fuerzas Armadas, la burocracia
estatal y los sindicatos.
Es ilustrativa de estas particulares coyunturas históricas la experiencia del
cardenismo en México de los años 30’ y del peronismo de las décadas del 40’ y
del 50’. Basta tener presente el apoyo que dio Trotsky a la política de
nacionalizaciones del gobierno de Cárdenas, el reconocimiento del carácter
progresivo de tal régimen y el rompimiento con los trotskistas locales incapaces
de distinguir entre una política basada en el nacionalismo democrático de un
país semicolonial y los intereses de la gran propiedad terrateniente y el
capital extranjero, para comprender la posición que debe adoptar el socialismo
revolucionario frente a tales regímenes. Otro tanto puede decirse de los
gobiernos de Perón, fijados en los límites de un capitalismo nacional que dejó
intactos los fundamentos materiales del poder social de la oligarquía, pero
favoreció los intereses de un bloque de carácter nacional, en el que estaba
incluido como fuerza central el proletariado, y adoptó medidas de nacionalismo
económico que terminaron de poner fin al antiguo patrón de acumulación de la
Argentina agroexportadora.
Quienes en un país atrasado y dependiente estén embarcados en la lucha por el
socialismo deben apoyar a tales gobiernos en el enfrentamiento con los círculos
tradicionales del poder, impulsar medidas que profundicen el enfrentamiento y
mantener una estricta delimitación programática, política y organizativa.
Trotsky ha insistido una y otra vez, con toda razón, sobre este último aspecto.
Sin embargo para ciertos trotskistas este reclamo de independencia de clase y
partidaria se ha convertido en una suerte de antiburguesismo abstracto, que los
transforma en fuerzas auxiliares del campo de la reacción. Al ejemplo de los
trotskistas mexicanos citado anteriormente, se podría agregar perfectamente el
de los trotskistas argentinos en relación a la posición adoptada frente a los
gobiernos de Perón.
En otro de los pasajes de su nota Castillo reprocha que “más allá de las
invocaciones al rol central de la clase obrera en el proceso de liberación
nacional, los programas políticos sostenidos por el izquierda peronista siempre
mantuvieron el planteo de establecer una alianza policlasista con los
empresarios nacionales y antimonopólicos, aun luego de la ruptura de Montoneros
con el gobierno de Isabel y del pase a la clandestinidad; o, tiempo antes, en
el programa de la CGT de los Argentinos del 1º de Mayo de 1968.
“En este sentido, el planteo de Montoneros entronca con una de las formas en
que se planteó el tema desde la izquierda, donde la ‘liberación nacional’ era
concebida como una etapa anterior a la conquista del poder por parte de los
trabajadores”.
De la cita anterior se desprenden dos afirmaciones erróneas de importantes
consecuencias: (1) quien sostenga el rol central de la clase obrera en el
proceso de liberación nacional y, al mismo tiempo, la necesidad de una alianza
policlasista con empresarios nacionales y antimonopólicos, incurre en una
contradicción; (2) una política que se oriente en el sentido de tal alianza
policlasista cae dentro de la órbita de la teoría de la “revolución por
etapas”.
Al contrario de las afirmaciones anteriores, el proletariado en un país
semicolonial, atrasado y dependiente, debe luchar por organizar y dirigir un
gran Frente Nacional que incluya a todos los oprimidos y a las clases no
proletarias que sufran la explotación del capital monopólico local y
extranjero, vale decir, a la pequeña burguesía empobrecida y a las capas bajas
de la burguesía nacional. El error decisivo de Montoneros no residió en
propugnar tal alianza, sino en caracterizar falsamente la naturaleza de clase
de la conducción peronista, en no haber mantenido la necesaria independencia
política, ideológica y programática y, por fin, en haber terminado cayendo en
una política de provocaciones que favoreció las maniobras de la
contrarrevolución en curso.
Pero el error de quienes sostienen las posiciones que expresa Castillo es
igualmente significativo. Fuera de ese Frente Nacional (alianza policlasista)
el proletariado está condenado al aislamiento. Los trabajadores deben
conquistar una posición políticamente autónoma, organizar su partido y sostener
sus demandas de clase. Sin embargo, el tránsito de una fase corporativa a una
fase de hegemonía, vale decir el proceso que convierte a la clase trabajadora
en representante del interés general, no se realiza al margen de la
construcción en el plano de la teoría y de la práctica del programa que
representa los intereses del bloque social integrado por todas las clases y
capas sociales objetivamente enfrentadas al dominio del capital imperialista y
de sus socios nativos.