Sobre la visita de Obama

Todos recuerdan aquella frase con la que Bill Clinton desarmó a George Bush padre en la competición presidencial de 1992. Una expresión parecida podría utilizarse en el momento actual, cuando muchos piensan, en Brasil y fuera de él, que Obama está de visita en ese país para vender los F-16 fabricados en Estados Unidos, desplazando a su competidor francés, y para promover la participación de empresas estadounidenses en la gran expansión futura del negocio petrolero brasileño. También, para asegurar un suministro confiable y previsible a su insaciable demanda de combustible mediante acuerdos con un país del ámbito hemisférico y menos conflictivo e inestable que sus proveedores tradicionales del Oriente Medio o la propia Latinoamérica. Aparte de eso, la carpeta de negocios que lleva Obama incluye la intervención de empresas de su país en la renovación de la infraestructura de transportes y comunicaciones de Brasil y en los servicios de vigilancia y seguridad que requerirán la Copa Mundial de Fútbol (2014) y los Juegos Olímpicos (2016). Quienes apuntan a estas realidades no dejan de señalar los problemas bilaterales que afectan a la relación comercial, sobre todo debido a la persistencia del proteccionismo estadounidense y las trabas que éste implica para las exportaciones brasileñas. La relación, por lo tanto, está lejos de ser tan armónica como muchos dicen. Además, la creciente gravitación regional y en parte internacional del Brasil es vista con preocupación por Washington. Sin el apoyo de Brasil y Argentina, amén de otros países, la iniciativa bolivariana de acabar con el ALCA no habría prosperado. Por lo tanto, un Brasil poderoso es un estorbo para los proyectos del imperialismo en la región.
Dado lo anterior hay que preguntarse acerca de los objetivos que persigue la
visita de Obama al Brasil. Observemos primero los datos del contexto: desde la
inauguración del gobierno de Dilma Rousseff la Casa Blanca desplegó una
enérgica ofensiva tendente a fortalecer la relación bilateral. No habían pasado
diez días de su instalación en el Palacio del Planalto cuando recibió la visita
de los senadores republicanos John McCain y John Barrasso; pocas semanas más
tarde sería el Secretario del Tesoro, Timothy Geithner, quien golpearía a su
puerta para reunirse con la presidenta. El interés de los visitantes se desató
ante el recambio presidencial y la esperanzadora señal procedente del Brasilia
cuando la nueva presidenta anunció que estaba reconsiderando la compra de 36
aviones de combate a la firma francesa Dassault que, en su monento, había
anunciado el saliente presidente Lula. Este cambio de actitud hizo que los lobbistas
de las grandes empresas del complejo militar-industrial –es decir, el
“gobierno permanente” de los Estados Unidos, con prescindencia del transitorio
ocupante de la Casa Blanca- se dejaran caer sobre Brasilia con la esperanza de
verse beneficiados con la adjudicación de un primer contrato por 6.000 millones
de dólares que, eventualmente, podría acrecentarse significativamente si el
gobierno brasileño decidiera, como se espera, ordenar la compra de otros 120
aviones en los años siguientes. Pero sería un error creer que sólo la
motivación crematística es la que inspira el viaje de Obama.
En realidad, lo que a aquél más le interesa en su calidad de administrador del
imperio es avanzar en el control de la Amazonía. Requisito principal de este
proyecto es entorpecer, ya que no puede detener, la creciente coordinación e
integración política y económica en curso en la región y que tan importante han
sido para hacer naufragar el ALCA en 2005 y frustrar la conspiración
secesionista y golpista en Bolivia (2008) y Ecuador (2010). También debe tratar
de sembrar la discordia entre los gobiernos más radicales de la región (Cuba,
Venezuela, Bolivia y Ecuador) y los gobiernos “progresistas” –principalmente
Brasil, Argentina y Uruguay- que pugnan por encontrar un espacio, cada vez más
acotado y problemático, entre la capitulación a los dictados del imperio y los
ideales emancipatorios, hoy encarnados en los países del ALBA, que hace
doscientos años inspiraron las luchas por la independencia de nuestros países.
El resto son asuntos secundarios. Sorprende, dados estos antecedentes, la
indecisión de Rousseff en relación con el reequipamiento de sus fuerzas armadas
porque si finalmente Brasil llegara a cerrar el trato favoreciendo la
adquisición de los F-16 en lugar de los Rafale franceses su país
vería seriamente menoscabada su voluntad de reafirmar su efectiva soberanía
sobre la Amazonía. Con esto no se quiere afirmar que Brasil debe comprar los
aviones de la Dassault; lo que sí se quiere decir es que cualquier otra
alternativa es preferible a su adquisición a un proveedor estadounidense. Si
tal cosa llegara a ocurrir es porque la cancillería brasileña habría pasado por
alto, con irresponsable negligencia, el hecho de que en el tablero geopolítico
hemisférico Washington tiene dos objetivos estratégicos: el primero, más
inmediato, es acabar con el gobierno de Chávez apelando a cualquier expediente,
sea de carácter legal e institucional o, en su defecto, a cualquier forma de
sedición. Este es el objetivo manifiesto y vociferado de la Casa Blanca. Pero
el fundamental, a largo plazo, es el control de la Amazonía, lugar donde se
depositan enormes riquezas que el imperio, en su desorbitada carrera hacia la
apropiación excluyente de los recursos naturales del planeta, desea asegurar
para sí sin nadie que se entrometa en lo que su clase dominante percibe como su
hinterland natural: agua, minerales estratégicos, petróleo, gas, biodiversidad
y alimentos. Para los más osados estrategas estadounidenses la cuenta
amazónica, al igual que la Antártida, es un área de libre acceso en donde no se
reconocen soberanías nacionales y abierta, por eso mismo, a quienes cuenten con
“los recursos tecnológicos y logísticos” que permitan su adecuada explotación.
Es decir, los Estados Unidos. Pero, obviamente, ningún alto funcionario del
Departamento de Estado o del Pentágono, y mucho menos el presidente de Estados
Unidos, anda diciendo estas cosas en voz alta. Pero actúan en función de esa
convicción. Y, coherente con esta realidad, sería insensato para Brasil apostar
a un equipamiento y una tecnología militar que lo colocaría en una situación de
subordinación ante quien ostensiblemente le está disputando la posesión
efectiva de los inmensos recursos de la Amazonía. ¿O es que alguien tiene dudas
de que, cuando llegue el momento, Estados Unidos no vacilará un segundo en
apelar a la fuerza para defender sus vitales intereses amenazados por la
imposibilidad de acceder a los recursos naturales encerrados en esa región?
Lo que está en juego, en consecuencia, es precisamente el
control de esa zona. Obviamente, de esto Obama no intercambiará una palabra con
su anfitriona. Entre otras cosas porque Washington ya ejerce un cierto control
de hecho sobre la Amazonía a partir de su enorme superioridad en materia de
comunicación satelital. Además, la extensa cadena de bases militares con la que
Estados Unidos ha venido rodeando esa área ratifica, con los métodos
tradicionales del imperialismo, esa inocultable ambición de apropiación
territorial. La preocupación que movió al ex presidente Lula da Silva a
acelerar el reequipamiento de las fuerzas armadas brasileñas fue la inesperada
reactivación de la IV Flota de Estados Unidos pocas semanas después de que
Brasilia anunciara el descubrimiento de un enorme yacimiento petrolero
submarino frente al litoral paulista. Allí se hizo evidente, como una
relampagueante pesadilla, que Washington consideraba inaceptable un Brasil que
además de contar con un gran territorio y una riquísima dotación de recursos
naturales pudiera también convertirse en una potencia petrolera y, por eso
mismo, en un país capaz de contrabalancear el predominio estadounidense al sur
del río Bravo y, en menor medida, en el tablero geopolítico mundial. El astuto
minué cortesano de la diplomacia estadounidense ha ocultado los verdaderos
intereses de un imperio sediento de materias primas, energía y recursos
naturales de todo tipo y sobre el cual la gran cuenca amazónica ejerce una
irresistible atracción. Para disimular sus intenciones Washington ha utilizado
–exitosamente, porque la cuenca amazónica terminó siendo rodeada por bases
estadounidenses- un sutil operativo de distracción en el cual Itamaraty cayó
como un novato: ofrecer su apoyo para lograr que Brasil obtenga un asiento
permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Cuesta entender
cómo los experimentados diplomáticos brasileños tomaron en serio tan
inverosímil ofrecimiento que franqueaba el ingreso a Brasil mientras se lo
cerraba a países como Alemania, Japón, Italia, Canadá, India y Pakistán.
Deslumbrados por esa promesa la cancillería brasileña y el alto mando militar
no percibieron que mientras se entretenían en estériles divagaciones sobre el
asunto la Casa Blanca iba instalando sus bases por doquier: siete, ¡sí, siete!,
en Colombia en el cuadrante noroeste de la Amazonía; dos en Paraguay, en el
sur; por lo menos una en Perú, para controlar el acceso oeste a la región y
una, en trámite, con la Francia de Sarkozy para instalar tropas y equipos
militares en la Guayana francesa, aptos para monitorear la región oriental de
la Amazonía. Más al norte, bases en Aruba, Curazao, Panamá, Honduras, El
Salvador, Puerto Rico, Guantánamo para hostigar a la Venezuela bolivariana y,
por supuesto, a la Revolución Cubana. Pretender reafirmar la soberanía
brasileña en esa región apelando a equipos, armamentos y tecnología bélica de
Estados Unidos constituye un mayúsculo error, pues la dependencia tecnológica y
militar que ello implicaría dejaría a Brasil atado de pies y manos a los
designios de la potencia imperial. Salvo que se piense, claro está, que los
intereses nacionales de Brasil y Estados Unidos son coincidentes. Algunos así
lo creen, pero sería gravísimo que la presidenta Rousseff incurriera en tan
enorme e irreparable yerro de apreciación. Y los costos –económicos, sociales y
políticos- que Brasil, y con él toda la región, deberían pagar a causa de tal
desatino serían exorbitantes.