(Una intervención desde afuera en una discusión interna de SL)

l. Un pensamiento libresco, eurocentrico y antidialectico.
En una ocasión me contaba Ramos que un cierto domingo de los años del primer peronismo invitó a Raymond Molinier (que pasó varias décadas en nuestro país) a ver un clásico del futbol argentino, un River-Boca o algo así. Estaban en la tribuna popular y en determinado momento, miles y miles de gargantas comienzan a gritar “¡Perón!¡Perón!” y a cantar la marchita. Entonces Molinier, desagradablemente sorprendido, lo mira al Colorado y dice con asco: “¡Repuñáns nacionalists!”(1). Cuarenta años después, otro cuartainternacionalista, Tariq Alí, se refiere al cipayísimo y equivocado libro de Guillermo Lora “Historia del Movimiento Obrero Boliviano” con un elogioso juicio: “un magnífico trabajo histórico” y “una de las joyas de la literatura histórica latinoamericana”(2).
¿Por qué a los “internacionalistas” les resulta tan difícil comprender el nacionalismo -históricamente progresivo- de los países coloniales y semicoloniales? Porque su pensamiento es libresco, eurocéntrico y no dialéctico. Libresco, porque toma como un dogma los conceptos de “El Manifiesto Comunista” y otros escritos -de Lenin y de Trotsky- sin situarlos históricamente; eurocéntrico porque, tributando a la ideología burguesa dominante para la cual tácitamente lo europeo tiene sustancia universal, enfrenta como entidades absolutamente opuestas por principio “internacionalismo” y “nacionalismo”, dando vigencia general a lo que solo es una realidad para los países centrales: en éstos, efectivamente, el nacionalismo es imperialista y por tanto un verdadero socialista internacionalista debe oponerse a él y privilegiar la solidaridad con las naciones oprimidas y los trabajadores de ellas antes que con su propia burguesía nacional. Pero esta concepción no puede extenderse a los países oprimidos de la periferia. En la periferia, nacionalismo y internacionalismo no son opuestos, sino dos aspectos de una misma relación dialéctica. La incomprensión de esta característica específica de la periferia es lo que proporciona su rasgo antidialéctico al pensamiento internacionalista eurocéntrico, que solo ve oposiciones polares, permanentes, atemporales, sin comprender cómo, según las circunstancias, se transforman unas en otras y se complementan mutuamente.
2. La desigualdad Centro-Periferia y la crisis del internacionalismo.
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Los sostenedores de la tesis “internacionalista” no han parado mientes, como se dice, en que el internacionalismo fue puesto en crisis ya hace mucho tiempo por la constitución asimétrica del mercado mundial y el desarrollo desigual entre el Centro y la Periferia establecido por el fenómeno post-marxista (posterior a los análisis de Marx) del Imperialismo, quien mediante diversos mecanismo de transferencia fue capaz de elevar notablemente el nivel de vida de sus trabajadores y asociarlos así -por la vía del consumo reforzada por la hegemonía cultural- a la perspectiva de las burguesías centrales. En esa medida, el proletariado europeo y sus partidos -¡ni que decir el estadounidense!- se desolidarizó de los trabajadores de la periferia. Esta desolidarización del proletariado central fue un fenómeno de masas y no sólo patrimonio de la “aristocracia obrera” y su “burocracia sindical”, como reiteradamente escribió Lenin tratando de salvar el honor del proletariado europeo y aun repiten algunos compañeros. En realidad, ésta de Lenin era una indebida idealización de esta clase, porque era ella realmente -como clase en su conjunto- la que sostenía con su pasividad la política explotadora de su burguesía, con cuyas migajas (que no eran tan pocas) se beneficiaba. En Alemania,“hacia fines de siglo -escribe Sturmhtal- las condiciones económicas y políticas cambiaron de un modo favorable a la clase obrera. Mejoraron las condiciones económicas, subió mucho el nivel de vida de los obreros y hubo progresos rápidos en los sistemas de seguro social”(3). Y añade Wolfgang Abendroth: “Entre 1890 y 1900, el creciente aumento del salario medio del orden del 8 al 19%, sólo interrumpido por la crisis de 1891-1892, había constituido una auténtica mejora del nivel de vida”(4). En Francia-asegura Marc Ferro en un libro clásico- “el salario real de la masa de los obreros casi se duplica entre 1890 y la Guerra”(5). No se trata de ilustrar eruditamente estas líneas de opinión con series estadísticas que demuestren acabadamente lo afirmado, pero quien las busque las encontrará. El aumento del bienestar general y la educación patriótica brindada por los medios de reproducción ideológica de cada burguesía europea en competencia entre si, desarrollaron el sentimiento nacionalista-chovinista agresivo y acabaron en 1914 con el mito del internacionalismo proletario. Las masas se precipitaban a los centros de reclutamiento y las juventudes iban al frente riendo y cantando. De manera que si los diputados socialdemócratas alemanes al Reichstag votaron los créditos de guerra (excepto Liebknecht), traicionaron los principios, pero no la voluntad de las masas obreras que representaban. Y para el período de post-guerra, cuando la Revolución Colonial rugía en todos los continentes, son pertinentes estas citas de Walter Laqueur: “”Los salarios reales aumentaron entre 1953 y 1965 aproximadamente un 36 por ciento en el Reino Unido, en un 548 por ciento en Francia, el 80 por ciento en Italia y el 100 por ciento en Alemania occidental […] La desproletarización de la clase trabajadora realizó grandes progresos en Europa occidental y oriental […] Hubo algunas huelgas masivas en otros países europeos (por ejemplo, en Dinamarca en 1965, en Bélgica y Suecia en 1966), pero en general no había demasiada inquietud social en los pequeños países europeos y todavía menos en Alemania occidental donde de hecho las huelgas eran un fenómeno desconocido”(6).
Esta expresión crudelísima de los desniveles de conformación del mercado mundial capitalista con sus rivalidades necesarias -repetida en 1939/45 y reglamentadas después- demostró claramente que no existían los fundamentos reales para la posibilidad de constituir un “internacionalismo igualitario”, por decir así, donde cada fracción del movimiento obrero y cada partido socialista revolucionario actuaran en igualdad de derechos y responsabilidades, sin quedar sometidos a un centro director que impone verticalmente sus criterios, errados pero revestidos de autoridad jerárquica. Si la II Internacional había sido una federación de partidos en la que los alemanes llevaban la primacía, lo que hubo después fue una III Internacional cuya función esencial fue resguardar el stato quo mundial para permitir a la burocracia soviética y del Este el tranquilo disfrute de sus privilegios, y una IV Internacional que nunca pudo superar su impotencia inicial pese a los esfuerzos de su genial creador..
Como dice Laqueur, había países europeos que no tuvieron huelgas por años y aun por lustros, cosa impensable sin esa pasividad conformista de la clase en su conjunto y no sólo de la aristocracia obrera. Por el contrario: los movimientos políticos o huelguísticos más importantes fueron iniciativa de los trabajadores mejor pagados y no de los sectores masivos más atrasadas y peor pagos (los más numerosos).Si el conjunto del proletariado de cada país europeo hubiera querido movilizarse contra su burguesía por una acción internacionalista, no hubiera habido ni burocracia ni casta obrera privilegiada que lo frenara. Hubiera empujado hacia delante a su dirección conciliadora o la hubiese sustituido por otra más combativa. No fue así: el proletariado alemán, por ejemplo, apoyó libremente al centro y a la derecha socialdemócrata a partir de 1918 y no acompañó a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en sus esfuerzos revolucionarios. El socialdemócrata reformista Herman Müller fue Canciller en 1920 y “fue jefe porque obedecía a las masas”(7), como dice también Sturmthal. Hubo, por supuesto numerosas huelgas y movimientos reivindicativos en los grandes países de Occidente –como lo fue la célebre huelga de los mineros británicos y la TUC en 1926 y los posteriores de post-guerra- pero no eran de solidaridad con los pueblos y los trabajadores del Tercer Mundo, sino de obtención de ventajas corporativas para el propio proletariado. Huelgas de apoyo a las luchas de los pueblos coloniales y semicoloniales –a Argelia, Vietnam, el Congo Belga, Cuba, etc- siempre brillaron por su ausencia.
La solidaridad internacional de los trabajadores, que debía ser el sustratum político y espiritual del “internacionalismo táctico-organizativo”, nunca alcanzó una extensión universal, precisamente por lo dicho: la aparición del imperialismo la mató in nuce. Existió como levadura en los tiempos de constitución de la I° Internacional y limitada a la vieja Europa en tren de rápida industrialización. pero no más (resulta curioso constatar, como hiciera hace años Ludolfo Paramio, cómo los grandes protagonistas del internacionalismo proletario europeo eran…artesanos)(8). Los grandes teórico y propulsores del imperialismo (Cecil Rhodes, Paul Leroy-Beaulieu, Jules Ferry, etc) lo propugnaron en su hora para evitar que “la revolución liquide la sociedad moderna en los albores del siglo XX”(9), como explicaba el último. Ellos preveían con todo cinismo y lucidez que la expansión del capital occidental sobre la periferia atrasada no sólo serviría de válvula de escape a la presión demográfica por medio de la emigración a los territorios de ultramar, sino que en cada país imperialista “brindaría a sus habitantes -industriales, trabajadores, consumidores- un aumento de las ganancias, los salarios o el interés”(10), como aseguraba Leroy-Beaulieu en 1891.Y aunque la parte del león quedó para “las ganancias” y “el interés”, en relación a “los salarios”, la enorme fracción del excedente nacional de los países coloniales y semiconiales rapiñados por el imperialismo sirvió para amortiguar la conflictividad social en el Centro. El propio Che Guevara, revolucionario del Tercer Mundo, ya lo había observado: “No hay punto de contacto entre las masas proletarias de los países imperialistas y los dependientes; todo contribuye a separarlas y crear antagonismos entre ellas […]los proletarios de los (países) imperialistas reciben las migajas de la explotación colonial y se vuelven cómplices de los monopolistas” (11). La clase trabajadora .-excepto en sus hombres más conscientes y politizados- quedó soldada a su burguesía por los aumentos del nivel de vida logrados y por la subordinación ideológica que la hegemonía de la clase dominante imponía a las clases subalternas. El obrero inglés medio se sentía miembro de una gran nación dominante, lo mismo que los alemanes, franceses o norteamericanos, y miraba sobre el hombro a sus camaradas “salvajes”, “atrasados” de los que -como Raymond Wilmart, miembro de la Internacional en la Argentina- decía que “no sabían hacer otra cosa que montar a caballo”, por lo que no habría aquí progreso posible sin la afluencia de extranjeros (12) ¿Qué solidaridad internacional obrera mundial podía haber en estas condiciones? En 1992 la académica anglo-canadiense Mary Louise Pratt publicó un libro llamado “Ojos Imperiales”, donde mostraba de que modo desdeñoso veían a los pueblos periféricos los europeos de la expansión comercial previa al imperialismo (1750-1850). Sería muy interesante que alguien escribiese ahora “Ojos Imperialistas”, para documentar como nos veían y nos ven los aún más arrogantes europeos y norteamericanos que vivían y prosperaban del saqueo a nuestros pueblos en la etapa imperialista. La exhortación de Carlos Marx a los trabajadores de todos los países -“¡Proletarios de todo el mundo, uníos!”- nunca pudo cristalizarse. Por algo Marcuse puso su mirada angustiada en “los que no tienen esperanzas”. Sin embargo, no hay mal que dure cien años…
Por eso no puedo sino coincidir con los análisis que sobre el internacionalismo ha hecho Spilimbergo y con los recientes desarrollos de Gustavo. Definitivamente, no puede existir -por carecer de una base material y espiritual homogénea- una organización revolucionaria internacional en donde todos sus partidos integrantes se encuentren en paridad de condiciones: siempre habrá un centro (como lo fueron Londres, Berlín y Moscú en cada una de las tres internacionales) que imponga sus puntos de vista, ya sea por la via coercitiva como en el stalinismo o por medio de su autoridad política reconocida, como en el caso de Marx o de la socialdemocracia alemana. La fórmula de funcionamiento que propugna Antoine (que la Internacional establezca la estrategia y los partidos o “secciones” nacionales la adecuen mediante la táctica) no deja de ser un esquema lógico que en la práctica política no podrá llevarse a cabo. No sólo, como indica Gustavo, porque una línea estratégica puede dar lugar a más de una modalidad táctica y porque las fronteras entre estrategia y táctica suelen ser difusas, sino por otras varias razones más. Entre ellas, porque a veces un asunto inicialmente táctico adquiere, en virtud de ciertas circunstancias, un carácter estratégico que lo lleva a chocar contra la estrategia del centro internacionalista. O, peor aun, porque una sección nacional, aun aceptando una estrategia determinada de la Internacional, puede entender que no están dadas ni siquiera las condiciones mínimas para fijar una táctica de implementación de aquella línea general. Supongamos, en este último caso, que perteneciéramos ahora a una Internacional con un nivel teórico tan elevado que ha aceptado como estrategia para los pueblos de la periferia la correcta doctrina de apoyar de forma independiente los movimientos nacionales revolucionarios o los frentes únicos antiimperialistas que aparezcan. SL acepta está estrategia, pero manifiesta que es imposible aplicarla entre nosotros porque -conceptúa- el kirchnerismo no es un movimiento nacional…. Y como ésta, decenas de situaciones varias y/o complicadas se pueden dar en la realidad, porque “es gris toda teoría, pero es siempre verde el árbol de la vida”, como dijera el amigo Goethe.
De manera que la única posibilidad de que tal instancia “táctico-organizativa” funcione es que la estrategia adoptada sea tan laxa, tan difusa, que lo permita todo a sus “secciones” nacionales, según su leal saber y entender: una especie de “determinante vacío” que, a diferencia del concepto laclausiano, no se llene nunca para no incomodar a los partidos nacionales de cada país. Pero, entonces ¿para que queremos semejante Internacional?
De paso sea dicho: advierto que la categoría del “internacionalismo teórico, analítico o metodológico” formulada o extraída por Gustavo no es sino, en el fondo, una concesión verbal a los “internacionalista”, ya que ella no parece ser sino otro nombre o un aspecto del concepto de Totalidad dialéctica, que manda no analizar ningún fenómeno aislado del resto de sus relaciones y de su contexto, captándolo en su movimiento y sus contradicciones. “La verdad está en la totalidad”, parece que afirmó Hegel. De esta manera, si la “unidad de análisis” es la Argentina, deberá ser siempre enmarcada en otra más amplia que es Latinoamérica y ésta en otra aun mayor que es el sistema capitalista mundial en movimiento. No es tan complicado. Así entendida las cosas, no hay entonces más que un solo Internacionalismo: el “práctico-organizativo”, que considero, con Spilimbergo y Gustavo, improcedente e inconveniente para los intereses del proletariado internacional y, sobre todo, para los trabajadores latinoamericanos. Me parece que una Internacional viable está más cerca del final de la crisis capitalista y será en parte su resultado, que del principio de ella como elemento de profundización y revolución.
3. Inglaterra, un ejemplo temprano
Esa pasividad cómplice del conjunto, este mentís al internacionalismo, mal que le pesara a Lenin, fue ya advertido con amargura por Engels, que no quiso engañarse como el líder del partido bolchevique: “Usted me pegunta que piensan los obreros ingleses -le decía en septiembre de 1882 a Karl Kautsky- sobre la política colonial. Pues exactamente lo mismo que piensan acerca de la política en general: lo que piensa el burgués. Aquí no hay partido obrero; sólo hay conservadores y radicales liberales, y los obreros participan alegremente en el festín del monopolio inglés sobre el mercado mundial y el colonial” (13). Obsérvese que no echa la responsabilidad sobre alguna “aristocracia obrera”, sino sobre los trabajadores en general.
En la propia Inglaterra, el país de capitalismo más avanzado y un proletariado industrial que ya había pasado por la etapa organizativa del cartismo, no se practicaba para nada el internacionalismo obrero. Por el contrario -es Marx quien lo dice- “el obrero inglés común odia al obrero irlandés como competidor que reduce su nivel de vida”. (Carta a Meyer, 9-4-1870)(14). En otro sitio -en una “Comunicación confidencial” también de 1870- habla del “obrero inglés medio” que odia a su camarada irlandés. Él se sentía, agrega “miembro de la nación dominante”(15). El proletariado inglés no pedía la elevación de los salarios y la mejora de las condiciones de vida de los obreros irlandeses, como era su “deber ser” internacionalista, sino que les gritaba “¡Go home, irishmen!”. En ningún lado habla Marx de una “aristocracia obrera”. La solidaridad pasiva, “alegre” con la burguesía imperialista inglesa es, según Marx y Engels, de toda la clase. Por eso Marx escribió que “un pueblo que avasalla a otro pueblo, forja sus propias cadenas” o, por otra traducción, “una nación que oprime a otra no puede ser libre”(16). Y la nación es, fundamentalmente, la burguesía más los trabajadores y no solo la burguesía. Esto era recién en los albores del imperialismo. Su desarrollo y el aumento de la rapiña colonial y semicolonial hizo más estrecha la solidaridad nacional entre las clases de la nación imperialista que la del proletariado de cualquier país central con el de algún proletariado de la periferia. Estos son hechos.
¿Qué proponían Marx y Engels como deber del proletariado inglés? No un abstracto internacionalismo, sino el apoyo concreto al nacionalismo irlandés. “¿Qué aconsejaremos nosotros a los obreros ingleses? En mi opinión, deben hacer de la disolución de la Unión un artículo de su pronúnziamento” (17) (se refiere a la ruptura del pacto colonial establecido opresivamente por Inglaterra sobre Irlanda en 1801). Esto escribía en 1867. Tres años más tarde, en la citada carta a Meyer, lo expresó con más claridad: “De aquí que la tarea de la Internacional sea, en todas partes, poner en primer plano el conflicto entre Inglaterra e Irlanda, colocándose en todas partes, abiertamente, junto a Irlanda”(18). Aquí se ve patente como el deber de los internacionalista de un país metropolitano es apoyar el nacionalismo del país sometido, Ambos -el internacionalismo así entendido y el nacionalismo emancipador- son las dos caras de una misma moneda o, si se prefiere, dos fases coetáneas e interdependientes -dialécticas- de un mismo fenómeno social y político.
Es en esta relación que el nacionalismo revolucionario de las colonias y semicolonias muestra su rol históricamente progresivo. Progresividad histórica -también lo dijimos muchas veces- que surge del hecho de que el nacionalismo liberador arranca a los países sometidos a la órbita de la explotación del centro imperialista y por ende lo debilita, al tiempo que establece las condiciones para un desarrollo más libre de las fuerzas productivas en las naciones liberadas y, eventualmente reintroduce en el seno de las sociedades capitalistas avanzadas la crisis propia del sistema que éste pudo exportar a los países coloniales y dependientes y mitigarla en el propio mediante los réditos de la explotación imperialista de toda la periferia. La lucha del nacionalismo periférico acerca así el momento de la liberación social de los trabajadores de los países centrales. Por ello, Marx cambió su primitivo punto de vista sobre la relación Irlanda-Inglaterra: su concepción inicial era que el triunfo del proletariado en Inglaterra llevaría a la independencia de Irlanda, pero como se demostró errado lo cambió por el inverso: “Durante mucho tiempo -le confesaba a Federico Engels- creí que sería posible derribar el régimen irlandés por el ascendiente de la clase obrera inglesa […]Pero un estudio más profundo me ha convencido de lo contrario. La clase obrera inglesa nunca hará nada mientras no se libre de Irlanda”(19). Parafraseándolo podemos decir: la clase obrera euro-norteamericana nunca hará nada mientras no se libre de la explotación imperialista de la periferia. Las condiciones históricas han cambiado, pero el fenómeno de la explotación de los países dependientes, aun transfigurándose, no ha desaparecido: por el contrario, se ha extendido y consolidado.
4. Lenin, internacionalismo y cultura nacional.
Algunos ensayistas actuales han tratado de fundar su apoyo a la idea internacionalista y su rechazo al nacionalismo revolucionario acudiendo al viejo texto de Lenin “Notas sobre el problema nacional”. En este corto trabajo, que el líder bolchevique escribió en 1913, se condena efectivamente el “nacionalismo”, la “defensa de la cultura nacional” y la idea de la “autonomía nacional-cultural”. Sin embargo, al redactar este trabajo en polémica con el BUND judío y los socialnacionalistas de Ucrania como Lev Iurkievich, Lenin no trataba de acuñar fórmulas dogmáticas, atemporales y de aplicación universal, válidas para cualquier país. El mismo lo dice al comienzo de su trabajo: “El presente artículo persigue un fin especial: examinar en conjunto estas vacilaciones de los marxistas y de los que dicen serlo, en cuanto a los puntos de nuestro programa que se refieren al problema nacional” (20). ¿Cuál es “nuestro programa”? El del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia” (POSDR). ¿Y contra que “marxistas” se propone polemizar Lenin?¿Con los de todo el mundo? ¿Con los de Europa o Latinoamérica? No: sólo con “los diversos socialdemócratas nacionales (es decir, no gran rusos), que han llegado hasta constituir una violación del programa del partido”, como indica líneas antes.
Su artículo estaba acotado entonces al ámbito de su actuación política: Rusia y sus países sometidos. No pretendía pontificar sobre otros pueblos y naciones, ya que tenía un objetivo político bien concreto: preservar la unidad ideológica y práctica del conjunto del proletariado del Imperio Zarista. Como sabemos, el zarismo y la autocracia unificaban férreamente bajo su férula a una gran cantidad de naciones y etnias sometidas secularmente en aquella “cárcel de pueblos”, como se le llamó. La única fuerza capaz de enfrentarse con el zarismo y el nacionalismo gran-ruso hasta el fin era la clase obrera, cuya unidad -garantía de su poder social- debía preservarse a toda costa. Con el mismo criterio, debía preservarse la unidad de su partido dirigente, la socialdemocracia rusa.
Contra ese objetivo militaba el nacionalismo de la burguesía ucraniana, de la aristocracia polaca y del BUND judío, que históricamente habían en cabezado los movimientos nacionales de cada uno de esos pueblos. Y ello era así porque la fuerza centrifuga y separatista de cada uno de estos grupos hegemónicos nacionales era centrípeta respecto al proletariado de cada una de esas nacionalidades: trataba de atraerlo a su órbita para fortalecer el mo vimiento nacional que dirigía tratando de alcanzar su independencia estadual como sociedad burguesa. Pero en esa medida fracturaba y entorpecía la unidad del proletariado del imperio, lo cual causaba la indignación de Lenin, con razón. El y los bolcheviques reconocían el Derecho a la Separación de las nacionalidades alógenas oprimidas por la nación mayoritaria Gran-rusa, pero simultáneamente trataban de evitar que el proletariado cayese bajo la influencia de las diversas burguesías u oligarquías nacionales separatistas. En ese contexto de controversia política, la “cultura nacional” se volvía -lo mismo que la ”autonomía nacional-cultural”- un factor divisionista de la clase obrera. Si se lee con detenimiento el artículo de Lenin, se ve que esto es así y que sus referencias son siempre el nacionalismo gran-ruso y a las distintas nacionalidades oprimidas del Imperio. No hay ninguna tentativa teórica de construir una panoplia de categorías para usar en cualquier país y en cualquier situación. Sus invocaciones a Suiza o Austria son siempre para usarlas como parámetros comparativos, como modelos a imitar o no imitar desde el punto de vista democrático, que no socialista, y no como sujetos sociales pasibles de recibir la aplicación del recetario leninista de categorías que eran sola y específicamente rusas.
La concepción central del trabajo de Lenin -la tesis de que la cultura nacional y el nacionalismo son atentatorios a la unidad de la clase obrera y de su partido- es totalmente inaplicable a América Latina, porque su Cuestión Nacional reviste un carácter exactamente opuesto al del Imperio Zarista: mientras que en éste (como también en el Imperio Otomano y el Austro-húngaro) dicha cuestión se nos presenta como el derecho de las naciones oprimidas del imperio a separarse y constituir un Estado nacional propio, en América Latina se nos presenta como el derecho de cada fracción de la gran Nación Latinoamericana a unificarse con las restantes para constituir un único Estado realmente nacional. En el primer caso, se trata de nacionalidades diferentes enmarcadas a la fuerza en un gran Estado opresor: en el segundo, de una sola nación fraccionada artificialmente en varios Estados sub-nacionales, por decir así. En esta situación histórica y geopolítica, siendo -más allá de los matices- una sola la cultura latinoamericana de base hispanocriolla y desarrollo sincrético, hoy compartimentada (como la misma clase obrera) en Estados artificiales, evidentemente la defensa de la “unidad de la cultura nacional” (latinoamericana, no argentina o colombiana o hondureña) por encina de las fronteras ficticias, reforzará la unidad de la clase trabajadora latinoamericana. Igual afirmación puede hacerse respecto al nacionalismo de liberación y la consecución de un gran Estado unificado (o de varios grandes Estados transicionales de reagrupamiento parcial). Estamos en presencia de una categoría que es “nacionalismo” si consideramos a America Latina como una nación y que es simultáneamente “internacionalismo” si, haciendo una concesión al lenguaje cotidiano, consideramos -claro que impropiamente- “naciones” a los jirones de la Patria Grande inconstituída.
5. Qué es una política socialista internacionalista en la periferia
Una verdadera política internacionalista para el proletariado occidental no consistirá en un apoyo “moral”, en declaraciones de solidaridad con los trabajadores en huelga o sometidos a represión en los países semicoloniales o dependientes, si no en una táctica activa de apoyo al nacionalismo revolucionario de estas naciones explotadas. A su vez, en reciprocidad, una política internacionalista en el Tercer Mundo -porque él sigue existiendo no obstante la caída del Segundo- no puede sino consistir en el ejercicio del nacionalismo revolucionario democrático, ya que el mismo, al liberarnos nacionalmente, ayudará de forma simultánea a liberar socialmente a los trabajadores de los países imperialistas: reduciendo el margen del excedente expropiado a la periferia, obligará a la burguesía metropolitana a acentuar la explotación de su fuerza de trabajo, con lo cual desnudará ante el proletariado la verdadera esencia de la relación de clases y hará desaparecer el conformismo y la miopía de ese proletariado en relación a nosotros. Allí comenzarán a surgir realmente las condiciones mínimas para establecer una solidaridad internacional de las clases explotadas por el régimen burgués a escala planetaria.
La lucha nacionalista revolucionaria, entonces, y no cualquier política ”socialista” o “marxista” es la verdadera contribución de los países semicoloniales y dependientes al internacionalismo. Desde el momento en que el Socialismo es una meta situada en un futuro indeterminado, la fidelidad a él es abstracta y declamatoria. La finalidad última, la Utopía socialista, no puede determinar la estructura de una política práctica concreta en los países semicoloniales y dependientes. En ellos, siendo la contradicción principal la que enfrenta al bloque del imperialismo y las clases dominantes nativas contra el resto de las clases oprimidas, la praxis segregada naturalmente por la situación es la de una política nacionalista revolucionaria (si se trata de quebrantar el sistema) o una política de conciliación y dependencia (si se trata de perpetuar el sistema y profundizar la entrega). No hay otras políticas que alguna de estas dos, excepto en el reino de las elucubraciones académicas. No existe ninguna “política marxista”: sólo existe un análisis marxista que puede indicar una política antiimperialista propia o verificar otra antinacional en las clases adversarias. No existe una “política socialista”. Sólo se puede encontrar, bajo este nombre, o una praxis nacionalista antiimperialista recubierta de un rótulo inadecuado y excesivo de “socialismo” (como en el Frente Popular chileno o la Izquierda Nacional nuestra) o una praxis ultraizquierdista (como la del MTS o el Partido Obrero) que los ubica como aliados objetivos del imperialismo, según estamos viendo en estos días en relación a la crisis de Libia. Una verdadera “política socialista” sólo es practicable en los países centrales, donde la contradicción principal es “Burguesía vs. Proletariado” y una praxis socialista indica una lucha contra la propia burguesía. En la periferia, una práctica “socialista” (antiburguesa), sólo enfrenta al enemigo más débil, descuidando la lucha contra el gran frente antinacional del imperialismo y la oligarquía. Como la burguesía nacional periférica es muy mal vista por el imperialismo, que busca obstaculizar su desarrollo y satelizarla, resulta que, de hecho, se establece una alianza tácita entre las fuerzas imperialistas y la izquierda “socialista”.
La política del partido socialista en la periferia explotada -hay que reiterarlo- es la del nacionalismo revolucionario y democrático, para que no sea abstracta o contrarrevolucionaria. Depende de nosotros que sus logros se estanquen en una etapa burguesa o pequeñoburguesa o que se desarrollen hacia un objetivo socialista. Como bien dice Osvaldo Calello en su intervención “El desarrollo avanza en la dirección del internacionalismo, pero su punto de partida es nacional”.
6. ¿Una Internacional latinoamericana?
El internacionalismo de Lenin –más allá de declaraciones de apoyo a la distancia a los núcleos obreros en lucha en otros países o de las previsiones teóricas más generales que transmitió a Stalin para que éste las concretara en su único y famoso folleto sobre la cuestión nacional- tenía, como vimos arriba, un carácter práctico-regional. Vale decir: se interesaba principal mente en la unidad y solidaridad de los proletariados de las distintas naciones que componían el Imperio Zarista, porque apreciaba su naturaleza operativa inmediata. Fuera de las fronteras del gran imperio euro-asiático, sabido es que Lenin se vio obligado a dejar de lado las presiones y recomendaciones de la II Internacional para que se unificase con los mencheviques, justamente a nombre del internacionalismo, porque conceptuaba erróneas las ideas de Julius Martov et al acerca de la naturaleza de la revolución que vendría. Luego del triunfo de Octubre, la ola de entusiasmo que ella levantó en todo el mundo demostró que había pasado la ola nacional-patriotera de la guerra y que el internacionalismo se había hecho presente de manera vigorosa y auténtica. La instauración de las repúblicas soviéticas en Baviera y en Hungría también así lo certificaban. Lenin alcanzó entonces el punto más alto de su confianza en la solidaridad proletaria cuando enunció su firme esperanza de que la clase obrera alemana triunfaría en su revolución y acudiría en auxilio del poder soviético. Eso no sucedió, aunque muestras de solidaridad obrera internacional muy significativas se dieron todavía: las negativas de los obreros portuarios de algunos países a embarcar armas para las tropas que luchaban contra la Unión Soviética, la resistencia coordinada de los trabajadores alemanes y franceses contra la ocupación del Ruhr por parte de Francia en 1923, la constitución del Comité Anglo-ruso de los sindicatos en 1925, etc. Entrado el capitalismo europeo, precisamente en estos años, en una fase de relativa estabilización, esta solidaridad se retrajo y el apoyo a la URSS quedó confinado al seno de los partidos comunistas.
De todas maneras, lo que interesa señalar es lo siguiente: este vigoroso aunque efímero sentimiento internacionalista quedó limitado a Europa occidental y central. La poderosa clase obrera norteamericana no se movió y la de América Latina era harto débil y poco numerosa. En los demás continentes, más atrasados, prácticamente no tenía importancia alguna. La asimetría del mercado mundial capitalista estaba siempre presente.
A la inversa, a medida que el capitalismo central se recuperaba, se iban perdiendo las pocas tradiciones de apoyo a los pueblos coloniales y semi coloniales que alguna vez pudo exhibir el proletariado europeo, como aquella muy digna actitud del socialismo italiano que se opuso con huelgas y manifestaciones, en 1911, a la anexión de Libia, expulsando a Bonomi y Bissolati, que eran partidarios de esta política de opresión imperialista.
Para decirlo en pocas palabras: el internacionalismo “realmente existente” nunca fue más que europeo. Fue un “internacionalismo regional”.
Ahora bien: si dejamos la idea del “internacionalismo universal”, por llamarlo de algún modo ¿podríamos concebir un “internacionalismo latinoamericano” (dejando de lado las precisiones verbales sobre si somos una “nación” o varias “naciones” o “países”)? ¿Sería posible tener nuestro propio “internacionalismo regional”? La pregunta es pertinente para terminar esta intervención con algún propuesta práctica, dado que todos nuestros países se encuentran sometidos igualmente, aunque en diverso grado, al capital imperialista; que la asimetría que reina entre ellos no es tan acentuada como la del Centro en relación al vasto mundo periférico; y que no existen entre ellos relaciones de dominación (aunque la burguesía brasileña se ha acercado bastante a este tipo de vinculación con Paraguay y Bolivia…)
Antes de contestar, convendría hacer un pequeño repaso de los antecedentes históricos sobre el tema. Y ese repaso revela que, reiteradamente, en las relaciones entre los diversos partidos o grupos latinoamericanos de izquierda, la formación socialista o trotskista argentina de cada etapa analizable, tuvo la prevalencia entre ellos y ejerció un cierto magisterio, derivado de su mayor madurez política y del mayor desarrollo económico y cultural de la Argentina, que aquel reflejaba (si es que esto no implica algún reduccionismo de mi parte). Juan B. Justo y el Socialismo que él lideraba, por ejemplo, aún sin una organización formal de dimensión continental, ejercieron una gran influencia sobre los otros PS latinoamericanos de su época, como demostró cumplidamente Donald F. Weinstein en su biografía del autor de “Teoría y Práctica de la Historia”: el PSA tenía en Latinoamérica un rol análogo al de la Socialdemocracia alemana en Europa (21). Después de la caída del peronismo, también nosotros, a través de Ramos y de Narvaja y en la medida de los escasos medios disponibles, tuvimos cierto peso en la formación de tendencias análogas en la Bolivia del movimientismo, en el Uruguay de Vivián Trías y Methol y, bastante más tarde, en el Chile de Pedro Godoy: la Izquierda Nacional argentina tenía un papel rector (22) que hoy ha perdido por la defección de Ramos en 1989 y por su estallido en cuatro fracciones y diversas esquirlas. J. Posadas (Homero Cristalli), por estos mismos años, por intermedio de una estructura formal -el “Buró Latinoamericano” (vulgo: BLA), sección de la IV Internacional que él manejaba como organismo propio y cuasi-autónomo- también estableció la hegemonía de Buenos Aires sobre el movimiento trotsko-posadista continental.
Tales antecedentes y un análisis de la problemática actual indicarían que, en caso de reconstituirse la Izquierda Nacional argentina y conformarse una “Internacional Latinoamericana”, la situación volvería a repetirse en parecidos términos. Lo más apropiado, me parece, sería entonces una estructura, sin pretensiones (y sin posibilidades) de “internacionalismo desigual”, que mantuviera en contacto a los distintos grupos nacionales que se reclamen de Izquierda Nacional y a los que evolucionen en esa dirección, intercambiado información, discutiendo fraternalmente los problemas del continente y el mundo, y coordinando voluntariamente acciones comunes si así lo decidiera el conjunto. Sin autoridades que resuelvan ni votaciones que decidan. Sería reflotar la idea esbozada en alguna ocasión por Ramos -que no se si se intentó llevar a la práctica y en que medida- de crear una “Oficina de Información Latinoamericana”, aunque el nombre es lo de menos.
Córdoba, 2 de marzo de 2011.
N O T A S
1)Recuerdos personales del autor
2) Tariq Alí: “Piratas del Caribe”, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires 2007, pag.143
3)Adolf Sturmthal: “La Tragedia del Movimiento Obrero”, Fondo de Cultura Económica, Méjico 1945, pag. 31.
4)Wolfgang Abendroth: “Historia Social del Movimiento Obrero”, Editorial Estela, Barcelona 1970, pag.66.
5)Marc Ferro: “La Gran Guerra (19141918)”, Hyspamérica, Buenos Aires 1985, pag. 29
6)Walter Laqueur: “La Europa de Nuestro Tiempo”, Editorial Vergara, Buenos Aires 1994, pag. 247, 254 y 258.
7)Adolf Sturmthal: op. cit., pag. 56.
8)Ludolfio Paramio: “Después del Diluvio”, Siglo Veintiuno Editor, Buenos Aires 1990, pgs. 83/90.
9)Jules Ferry, cit por Shepard B. Clough y Carol Gayle Moodie: “Historia Económica de Europa”, Editorial Paidos, Buenos Aires 1968, pag. 168.
10)Paul Leroy-Beaulieu, cit. en op. cit. supra, pag.164.
11)Ernesto Guevara: Notas al ‘Manual de Economía Política de la Academia de Ciencias de la URSS”, cit en Carlos Tablada: “El Pensamiento Económico de Ernesto Che Guevara”, Pag.138/139.
12)Carta de Raymond Wilmart a Carlos Marx del 27 de mayo de 1873, reproducida en Horacio Tarcus: “Marx en la Argentina”, Siglo Veintiuno Editores, Villa Ballester 2007, pag. 510.
13)Carta de Federico Engels a Karl Kautsky del 12 de septiembre de 1882, en Marx-Engels: “Obras Escogidas”, Editorial Progreso, URSS 1974, Tomo III, pag. 507.
14)Carta de Carlos Marx a S. Meyer del 9 de abril de 1870, en Marx-Engels: “Sobre el Sistema Colonial del Capitalismo”, Ediciones Estudio, Buenos Aires 1964, pag. 363.
15)Carlos Marx: “Comunicación confidencial”, en op. cit., pag. 324.
16)Carlos Marx: op. cit. supra, pag. 324. Marx lo tomó de la frase pronunciada por el diputado americano a las Cortes de Cádiz en 1810, Inca Yupanqui, según Jorge Abelardo Ramos: “Historia de la Nación Latinoamericana”, Peña Lillo Editor, Buenos Aires 1968, pag. 131 y 138/139.
17)Carta de Carlos Marx a Federico Engels del 30 de noviembre de 1867, en Marx-Engels: “Sobre el Sistema…” cit., pag. 351.
18)Idem. nota (14), pag. 364.
19)Carta de Carlos Marx a Federico Engels del 10 de diciembre de 1869, en Marx-Engels: “Sobre el Sistema…” cit., pag. 358.
20)V.I. Lenin: “Notas Críticas sobre el Problema Nacional”, en la antología “Sobre la Cuestión Nacional”, Editorial Abraxas, Buenos Aires 1973, pag. 82
21)Donald F. Weinstein: “Juan B. Justo y su época”, Ediciones Fundación Juan B. Justo, Buenos Aires 1978, pags. 177/184.
22)Sobre el tema puede verse el libro del autor: “Enajenación y Nacionalización del Socialismo Latinoamericano”, Alción Editora, Córdoba 2010, passim.