¿Es el mundo demasiado grande para caer?

Introducción del editor de Tom Dispatch
Bases militares “R”-US. Así parece. Después de la invasión de 2003, el Pentágono comenzó rápidamente a construir una serie de bases monstruosas en Iraq ocupado, del tamaño de pequeñas ciudades estadounidenses y con la mayoría de las comodidades que existen en ellas. Se hicieron para una guarnición prevista de entre 30.000 y 40.000 soldados estadounidenses que los altos funcionarios del gobierno de Bush esperaban que podrían quedarse en ese país para una eternidad armada. Al final, se construyeron cientos de bases. (Y ahora, cientos de ellas se han cerrado o se han entregado a los iraquíes y en algunos casos se han saqueado). Con el presente contingente estadounidense de unos 47.000 menos (sin contar a los mercenarios), los responsables estadounidenses están prácticamente rogando a un gobierno iraquí que se acerca cada vez más a los iraníes para que permita que algunas fuerzas estadounidenses puedan permanecer en unas pocas bases gigantes más allá de la fecha oficial de retirada de finales de 2011.
Mientras tanto, después de 2003, EE.UU. se lanzó desenfrenadamente a construir (o expandir) bases en el Golfo Pérsico, reforzando y ampliando instalaciones en Kuwait, Qatar, Omán, los Emiratos Árabes Unidos, y Bahréin, “hogar” de la Quinta Flota de EE.UU. En ese reino insular, el gobierno de Obama, que predica “democracia” en otros sitios, se ha visto frente a una feroz campaña bahreiní-saudí de represión con un movimiento mayoritario chií por la libertad. Mientras tanto, para que no lo superaran, el Departamento de Estado decidió construir un moderno zigurat en Iraq y por ello supervisó la construcción de la mayor “embajada” del mundo en Bagdad, una ciudadela con puesto de comando que debe albergar a miles de “diplomáticos” y a sus protectores armados. Ahora está construyendo una instalación similar en Islamabad, Pakistán, mientras expande una tercera en Kabul, Afganistán.
En los hechos, en los años después de la invasión de Afganistán, como Nick Turse informó en este sitio, se lanzó a una verdadera juerga de construcción de bases en ese país, en el que construyó por los menos 400, desde micro-puestos avanzados a monstruos como las bases aéreas Bagram y Kandahar, completas, con gimnasios, supermercados, cibercafés y negocios de comida chatarra. Ahora, en el décimo año de una guerra desastrosa, es obvio que el gobierno de Obama negocia frenéticamente para conseguir que por lo menos algunas de ellas sean permanentemente nuestras después de la tan pregonada partida de las tropas de “combate” estadounidenses en 2014. Como en Iraq, los responsables estadounidenses evitan cuidadosamente la palabra “permanente”. (En 2003, el Pentágono llamó “campos duraderos” a las bases iraquíes, y en febrero de este año la secretaria de Estado Hillary Clinton presentó la siguiente descripción de la situación afgana: “De ninguna manera debe malentenderse nuestro compromiso duradero como el deseo de EE.UU. o de nuestros aliados de ocupar Afganistán contra la voluntad de su pueblo… No buscamos ninguna base militar permanente de EE.UU. en su país”).
Y sin embargo, a
pesar de todas las bases construidas en el Gran Medio Oriente y todo el poder
de fuego que tienen, EE.UU. se ha visto, de una manera bastante embarazosa,
frente a una región que se escapa cada vez más rápido a su control. Tal vez, al
recordar nuestros complejos de bases igualmente gigantescos en Vietnam –las
pirámides de su época– y su suerte después de la guerra, los funcionarios
estadounidenses simplemente decidieron evitar la palabra “permanente” como
precaución razonable contra la realidad. Después de todo, ¿qué es permanente?
Nosotros no. Considerad, por ejemplo los comentarios del notable Noam Chomsky,
autor de Hopes and Prospects, en una adaptación posterior de una
reciente conferencia en Amsterdam sobre el tema de lo que en este mundo es
demasiado grande para caer. Tom
¿Es el mundo
demasiado grande para caer?
Los contornos del orden global
Noam Chomsky
Los levantamientos por la democracia en el mundo árabe han sido demostraciones
espectaculares de valor, dedicación y compromiso de fuerzas populares que
coincidieron, fortuitamente, con un notable levantamiento de decenas de miles
de personas en apoyo a los trabajadores y la democracia en Madison, Wisconsin y
otras ciudades de EE.UU. Si las trayectorias de protestas en El Cairo y Madison
se cruzaron, sin embargo, iban dirigidas en direcciones opuestas: en El Cairo
hacia el logro de derechos elementales negados por la dictadura, en Madison
hacia la defensa de derechos que se lograron después de largas y duras luchas y
que ahora sufren un duro ataque.
Cada una es un microcosmo de tendencias en la sociedad global, que siguió
cursos diversos. Es seguro que lo que está ocurriendo tendrá consecuencias
trascendentales tanto en el corazón industrial decadente del país más rico y
poderoso de la historia del mundo, y en lo que el presidente Dwight Eisenhower
llamó “el área más estupenda de poder estratégico del mundo”, “una fuente
estupenda de poder estratégico” y “probablemente el premio económico más rico
en el campo de la inversión extranjera”, en boca del Departamento de Estado en
los años cuarenta, un premio que EE.UU. quería conservar para sí y para sus
aliados en el Nuevo Orden Mundial que se revelaba en esos días.
A pesar de todos los cambios ocurridos desde entonces, hay muchos motivos para
suponer que los responsables políticos de la actualidad se adhieren básicamente
a la opinión del influyente consejero del presidente Franklin Delano Roosevelt,
A. A. Berle, de que el control de las incomparables reservas de energía de
Medio Oriente producirían un “control sustancial del mundo”. Y respectivamente,
esa pérdida de control amenazaría el proyecto de dominación mundial que fue
claramente articulado durante la Segunda Guerra Mundial y que se ha mantenido
frente a los principales cambios en el orden mundial desde entonces.
Desde el inicio de la guerra, en 1939, Washington previó que terminaría con
EE.UU. en una posición de abrumador poder. Funcionarios de alto nivel del
Departamento de Estado y especialistas en política exterior se reunieron durante
los años de la guerra para preparar planes para el mundo de posguerra.
Delinearon una “Gran Área” que sería dominada por EE.UU., incluyendo el
hemisferio occidental, Lejano Oriente, y el antiguo imperio británico, con sus
recursos energéticos de Medio Oriente. Cuando Rusia comenzó a aplastar a los
ejércitos nazis después de Stalingrado, los objetivos de la Gran Área se
ampliaron a una parte tan grande de Eurasia como fuera posible, por lo menos su
centro económico en Europa Occidental. Dentro del Gran Área, EE.UU. mantendría
un “poder incuestionable”, con “supremacía militar y económica”, mientras
aseguraba las “limitaciones de cualquier ejercicio de sobeanía” de Estados que
pudieran interferir en sus designios globales. Los cuidadosos planes de los tiempos
de guerra se implementaron pronto.
Siempre se reconoció que Europa podría preferir un camino independiente. En
parte la OTAN tuvo el propósito de contrarrestar esa amenaza. En cuando
desapareció el pretexto oficial de la existencia de la OTAN en 1989, ésta fue
expandida hacia el este en violación de compromisos verbales con el líder
soviético Mijail Gorbachov. Desde entonces se ha convertido en una fuerza de
intervención de largo alcance dirigida por EE.UU., aclarado por el secretario
general de la OTAN, Jaap de Hoop Scheffer, quien informó en una conferencia de
la OTAN de que “las tropas de la OTAN tienen que proteger conductos que
transportan petróleo y gas dirigido hacia Occidente”, y más generalmente
proteger rutas marítimas utilizadas por buques cisterna y otra “infraestructura
crucial” del sistema energético.
Las doctrinas de Gran Área permiten claramente intervenciones militares a
voluntad. La conclusión fue claramente articulada por el gobierno de Clinton,
que declaró que EE.UU. tiene derecho a utilizar la fuerza militar para asegurar
“el acceso libre a mercados clave, suministros de energía, y recursos
estratégicos”, y tiene que mantener inmensas fuerzas militares “en posiciones
avanzadas” en Europa y Asia “con el fin de conformar las opiniones de la gente
sobre nosotros” y “conformar eventos que afectarán nuestra subsistencia y
nuestra seguridad”.
Los mismos principios rigieron en la invasión de Iraq. Cuando el fracaso de
EE.UU. para imponer su voluntad fue innegable, ya no fue posible ocultar
los verdaderos objetivos de la invasión detrás de hermosa retórica. En
noviembre de 2007, la Casa Blanca publicó una Declaración de Principios
exigiendo que las fuerzas de EE.UU. permanecieran indefinidamente en Iraq y
comprometiendo a Iraq a privilegiar a los inversionistas estadounidenses. Dos
meses después, el presidente Bush informó al Congreso de que rechazaría
la legislación que pudiera limitar el estacionamiento permanente de
fuerzas armadas de EE.UU. o “el control de EE.UU. de los recursos petrolíferos
de Iraq”, demandas que EE.UU. tuvo que abandonar pronto frente a la resistencia
iraquí.
En Túnez y Egipto los recientes levantamientos han logrado victorias
impresionantes, pero como informó la Fundación Carnegie, aunque han cambiado,
los regímenes subsisten: “Un cambio en las elites gobernantes y del sistema de
gobierno sigue siendo un objetivo distante”. El informe discute los
obstáculos interiores para la democracia, pero ignora los exteriores, que
siempre han sigo significativos.
Es seguro que EE.UU. y sus aliados occidentales harán todo lo que puedan para
impedir una auténtica democracia en el mundo árabe. Para comprender el motivo
basta con considerar los estudios de la opinión árabe realizados por agencias
de sondeo de EE.UU. Aunque apenas se ha informado al respecto, son ciertamente
conocidos por los planificadores. Revelan que en su abrumadora mayoría, los
árabes consideran a EE.UU. e Israel como las mayores amenazas que enfrentan:
EE.UU. es considerado de esa manera por un 90% de los egipcios, en la región
generalmente por más de un 75%. Algunos árabes consideran que Irán es una
amenaza: un 10%. La oposición a la política de EE.UU. es tan fuerte que una
mayoría cree que la seguridad mejoraría si Irán tuviera armas nucleares, en
Egipto, un 80%. Otras cifras son similares. Si la opinión pública influenciara
la política, no sólo EE.UU. no controlaría la región, sino que sería expulsado
de ella, debilitando los principios fundamentales de dominación global.
La mano invisible del poder
El apoyo a la democracia cae dentro de la competencia de ideólogos y
propagandistas. En el mundo real, la aversión hacia la democracia de la elite
es la norma. La evidencia de que la democracia sólo se apoya mientras
contribuye a objetivos sociales y económicas es abrumadora, una conclusión
aceptada renuentemente por los eruditos más serios.
El desdén de la elite por la democracia se reveló drásticamente en la reacción
a las revelaciones de WikiLeaks. Las que recibieron más atención, con
eufóricos comentarios, fueron los cables que informaron sobre el apoyo de los
árabes a la posición de EE.UU. con respecto a Irán. Se referían a los
dictadores en el poder. No se mencionaban las actitudes del público. El
principio guía fue articulado claramente por el especialista de la Fundación
Carnegie Medio Oriente Marwan Muasher, ex alto funcionario del gobierno
jordano: “No hay nada malo, todo está bajo control”. En pocas palabras, si los
dictadores nos apoyan, ¿qué otra cosa podría importar?
La doctrina Muasher es racional y venerable. Para mencionar un solo caso que es
muy relevante en la actualidad, en una discusión interna en 1958, el presidente
Eisenhower expresó preocupación por “la campaña de odio” contra nosotros en el
mundo árabe, no por los gobiernos, sino por el pueblo. El Consejo Nacional de
Seguridad (NSC) explicó que existe una percepción en el mundo árabe de que
EE.UU. apoya dictaduras y bloquea la democracia y el desarrollo para asegurar
el control de los recursos de la región. Además, la percepción es bastante exacta,
concluyó el NSC, y es lo que deberíamos hacer: basarnos en la doctrina Muasher.
Estudios del Pentágono realizados después del 11-S confirmaron que lo mismo
sigue siendo válido.
Es normal que los vencedores tiren la historia al cubo de la basura y que las
víctimas la tomen en serio. Tal vez puedan ser útiles algunas breves
observaciones sobre este importante tema. Ésta no es la primera ocasión en la
cual Egipto y EE.UU. enfrentan problemas semejantes y se mueven en direcciones
opuestas. Lo mismo fue válido a principios del Siglo XIX.
Historiadores económicos han argumentado que Egipto estaba bien colocado para
emprender un rápido desarrollo económico al mismo tiempo que EE.UU. Ambos
países tenían una rica agricultura, incluido el algodón, base de la temprana
revolución industrial, aunque, a diferencia de Egipto, EE.UU. tuvo que
desarrollar la producción de algodón y una fuerza laboral mediante la
conquista, el exterminio y la esclavitud, con consecuencias que ahora mismo son
evidentes en las reservas para los sobrevivientes y las prisiones que se
han expandido rápidamente desde los años de Reagan para albergar a la población
superflua desechada por la desindustrialización.
Una diferencia fundamental fue que EE.UU. había logrado la independencia y por
ello estaba libre para ignorar las prescripciones de la teoría económica,
suministrada entones por Adam Smith en términos bastante similares a los que
predican actualmente a las sociedades en desarrollo. Smith instó a las colonias
liberadas a producir productos primarios para la exportación y a importar
manufacturas británicas superiores, y ciertamente a no intentar el monopolio de
bienes cruciales, sobre todo algodón. Cualquier otro camino, advirtió Smith,
“retardaría en lugar de acelerar el aumento en el valor de su producción anual
y obstruiría en lugar de promover el progreso de su país hacia la verdadera
riqueza y grandeza”.
Después de lograr su independencia, las colonias pudieron ignorar su consejo y
seguir el camino de Inglaterra en el desarrollo guiado por el Estado
independiente, con altos aranceles para proteger la industria contra
exportaciones británicas, primero textiles, después acero y otros, y para
adoptar otros muchos instrumentos con el fin de acelerar el desarrollo
industrial. La república independiente también buscó la obtención de un
monopolio del algodón para “colocar a todas las demás naciones a nuestros
pies”, particularmente al enemigo británico, como anunciaron los presidentes
jacksonianos mientras conquistaban Texas y la mitad de México.
Un camino comparable en Egipto fue bloqueado por el poder británico. Lord
Palmerston declaró que “ninguna idea de ecuanimidad [hacia Egipto] debería ser
un obstáculo para intereses tan grandes y superiores” de Gran Bretaña como la
preservación de su hegemonía económica y política, expresando su “odio” hacia
el “ignorante bárbaro” Muhammed Ali quien se atrevió a buscar un camino
independiente, y el despliegue de la flota y el poder financiero de Gran
Bretaña para terminar con la búsqueda de independencia y de desarrollo
económico de Egipto.
Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando EE.UU. desplazó a Gran Bretaña
como el "hegemón" global, Washington adoptó la misma posición,
dejando claro que EE.UU. no suministraría ayuda a Egipto a menos que se adhiriera
a las reglas estándar para los débiles, que EE.UU. siguió violando, imponiendo
altos aranceles para excluir el algodón egipcio y causando una debilitadora
escasez de dólares. La interpretación usual de los principios del mercado.
No es muy sorprendente que la “campaña de odio” contra EE.UU. que preocupó a
Eisenhower se haya basado en el reconocimiento de que EE.UU. apoya a los
dictadores y bloquea la democracia y el desarrollo, tal como lo hacen sus
aliados.
En defensa de Adam Smith, habría que agregar que reconoció lo que pasaría si
Gran Bretaña seguía las reglas de la economía sensata, llamada ahora
“neoliberalismo”. Advirtió de que si los fabricantes, comerciantes, e
inversionistas británicos se volvían hacia el extranjero, podrían beneficiarse pero
que Inglaterra sufriría. Pero pensó que se guiarían por un sesgo nacional, de
manera que una mano invisible ahorraría a Inglaterra los estragos de la
racionalidad económica.
Es difícil dejar de ver el pasaje. Es la única aparición de la famosa frase “mano
invisible” en La Riqueza de las Naciones. El otro importante fundador de
la economía clásica, David Ricardo, sacó conclusiones semejantes, esperando que
la inclinación por el interior llevaría a las personas acaudaladas a “estar
satisfechas con la baja tasa de beneficios en su propio país, en lugar de
buscar un empleo más ventajoso de su riqueza en países foráneos”, sentimientos
que, agregó, “lamentaría que se debilitaran”. Dejando de lado sus predicciones,
los instintos de los economistas clásicos eran sanos.
Las “amenazas” china e iraní
El levantamiento por la democracia en el mundo árabe se compara a veces con
Europa Oriental en 1989, pero sobre la base de motivos dudosos. En 1989, el
levantamiento por la democracia fue tolerado por los rusos y apoyado por las
potencias occidentales siguiendo doctrinas estándar: se ajustaba claramente a
objetivos económicos y estratégicos, y por lo tanto era un logro noble, muy
honorado, a diferencia de las luchas al mismo tiempo “por defender los derechos
humanos fundamentales” en Centroamérica, en palabras del asesinado arzobispo de
El Salvador, uno de los cientos de miles de víctimas de fuerzas militares
armadas y entrenadas por Washington. No hubo ningún Gorbachov en Occidente
durante todos esos horrendos años, y no hay ninguno ahora. Y el poder
occidental sigue siendo hostil a la democracia en el mundo árabe por buenas
razones.
Las doctrinas del Gran Área siguen aplicándose a crisis y confrontaciones
contemporáneas. En los círculos que toman las decisiones políticas y en el
comentario político occidental, la amenaza iraní se considera la que plantea el
mayor peligro para el orden mundial y por lo tanto debe ser el enfoque
primordial de la política exterior de EE.UU., y Europa sigue el rastro
cortésmente.
¿Cuál es exactamente la amenaza iraní? Una respuesta fidedigna es suministrada
por el Pentágono y los servicios de inteligencia de EE.UU. Informando el año
pasado sobre la seguridad global, aclaran que la amenaza no es militar. Los
gastos militares de Irán son “relativamente bajos en comparación con el resto
de la región”, concluyen. Su doctrina militar es “estrictamente defensiva,
diseñada para desacelerar una invasión e imponer una solución diplomática a las
hostilidades”. Irán tiene “una capacidad limitada de proyectar fuerzas más allá
de sus fronteras”. Con respecto a la opción nuclear: “El programa nuclear de
Irán y su disposición a mantener abierta la posibilidad de desarrollar armas
nucleares es parte central de su estrategia de disuasión”. Todo citas.
El brutal régimen clerical es indudablemente una amenaza para su propio pueblo,
aunque difícilmente supera a los aliados de EE.UU. en ese terreno. Pero la
amenaza yace en otra parte, y es ciertamente de mal agüero. Un elemento es la
capacidad de disuasión de Irán, un ejercicio ilegítimo de soberanía que podría
interferir con la libertad de acción de EE.UU. en la región. Salta a la vista
por qué Irán buscaría una capacidad disuasiva; una mirada a las bases militares
y las fuerzas nucleares de la región basta para explicarlo.
Hace siete años, el historiador militar israelí Martin van Creveld escribió que
“El mundo ha presenciado cómo EE.UU. atacó Iraq sin motivos, como se comrpobó.
Si los iraníes no intentara producir armas nucleares, estarían locos”, en
especial cuando están bajo una amenaza constante de ataque en violación de la
Carta de la ONU. Queda por ver si lo están haciendo, pero tal vez sea así.
Pero la amenaza de Irán va más allá de la disuasión. También trata de expandir
su influencia a los países vecinos, destacan el Pentágono y los servicios de
inteligencia de EE.UU., y “desestabilizar” de esta manera la región (en
términos técnicos del discurso de política exterior). La invasión y ocupación
militar de los vecinos de Irán es “estabilización”. Los esfuerzos de Irán por
extender su influencia a ellos es “desestabilización”, por lo tanto son
evidentemente ilegítimos.
Semejante costumbre es rutinaria. Por lo tanto el destacado analista de
política exterior James Chace, utilizó correctamente el término “estabilidad”
en su sentido técnico cuando explicó que a fin de lograr “estabilidad” en Chile
fue necesario “desestabilizar” el país (derrocando al gobierno elegido de
Salvador Allende e instalando la dictadura del general Augusto Pinochet). Es
igualmente interesante explorar otras preocupaciones sobre Irán, pero tal vez
esto baste para revelar los principios guía y su estatus en la cultura
imperial. Como subrayaron los planificadores de Franklin Delano Roosevelt en el
alba del sistema mundial contemporáneo, EE.UU. no puede tolerar “ningún
ejercicio de soberanía” que interfiera en sus designios globales.
EE.UU. y Europa están unidos en el castigo a Irán por su amenaza a la
estabilidad, pero es útil recordar cuán aislados están. Los países no alineados
han apoyado vigorosamente el derecho de Irán a enriquecer uranio. En la región,
la opinión pública árabe incluso favorece vigorosamente las armas nucleares
iraníes. La principal potencia regional, Turquía votó contra la última moción
de sanciones iniciada por EE.UU. en el Consejo de Seguridad, junto con Brasil,
el país más admirado en el Sur. Su desobediencia condujo a una fuerte censura,
no por primera vez: Turquía había sido amargamente condenada en 2003, cuando el
gobierno siguió la voluntad de un 95% de la población y se negó a participar en
la invasión de Iraq, demostrando así su débil comprensión de la democracia al
estilo occidental.
Después de su fechoría en el Consejo de Seguridad el año pasado, Turquía
recibió la advertencia del máximo diplomático de Obama para asuntos europeos,
Philip Gordon, de que debe “demostrar su compromiso de cooperación con
Occidente”. Un experto en el Consejo de Relaciones Exteriores preguntó: “¿Cómo
mantener a raya a los turcos?” siguiendo órdenes como buenos demócratas. Lula
de Brasil fue amonestado por un titular del New York Times diciendo que
su esfuerzo junto a Turquía para dar una solución al problema del
enriquecimiento de uranio fuera del marco del poder de EE.UU. era una “Mancha
en el legado del líder brasileño”. En breve, haz lo que te decimos, o ya verás.
Un aspecto colateral, efectivamente suprimido, es que el acuerdo
Irán-Turquía-Brasil fue aprobado por adelantado por Obama, presumiblemente en
la suposición de que fracasaría, suministrando un arma ideológica contra Irán.
Cuando tuvo éxito, la aprobación se convirtió en censura, y Washington impuso
en el Consejo de Seguridad una resolución tan débil que China la aprobó sin
problemas y ahora recibe una reprimenda por ajustarse a la letra de la
resolución pero no a las directivas unilaterales de Washington, por ejemplo, en
la nueva edición de Foreign Affairs.
Aunque EE.UU. puede tolerar la desobediencia turca, aunque con consternación,
cuesta más ignorar a China. La prensa advierte de que “inversionistas y
comerciantes chinos llenan ahora un vacío en Irán mientras empresas de muchos
otros países, especialmente de Europa, se retiran”, y en particular, está
expandiendo su papel dominante en las industrias energéticas de Irán.
Washington reacciona con un toque de desesperación. El Departamento de Estado
advirtió a China de que si quiere que la acepten en la comunidad internacional
–un término técnico que se refiere a EE.UU. y a quienquiera esté de acuerdo con
este último– no debe “eludir y evadir responsabilidades internacionales [que]
son obvias”: es decir, que siga órdenes de EE.UU. No es probable que China se
siemta impresionada.
Hay mucha preocupación por la creciente amenaza militar china. Un reciente
estudio del Pentágono advirtió de que el presupuesto militar de China se acerca
a “un quinto de lo que el Pentágono gastó para operar y realizar las guerras de
Iraq y Afganistán”, una fracción del presupuesto militar de EE.UU., por
supuesto. La expansión de las fuerzas militares chinas podría “imposibilitar la
capacidad de barcos de guerra estadounidenses de operar en aguas
internacionales frente a su costa”, agregó el New York Times.
O sea frente a la costa de China; falta solamente que propongan que EE.UU.
elimine fuerzas militares que impidan el acceso al Caribe a los barcos de
guerra chinos. La falta de entendimiento de China de las reglas de civilidad
internacional es ilustrada además por sus objeciones a los planes de que el
ultramoderno portaaviones a propulsión nuclear George Washington se una a
ejercicios navales a pocos kilómetros frente a la costa de China, con una
supuesta capacidad para atacar Pekín.
Al contrario, Occidente comprende que EE.UU. emprende todas esas
operaciones para defender la estabilidad y su propia seguridad. El liberal
New Republic expresa su preocupación porque “China envió diez barcos de
guerra por aguas internacionales frente a la isla japonesa de Okinawa”.
Evidentemente es una provocación, a diferencia del hecho, no mencionado, de que
Washington ha convertido esa isla en una importante base militar a pesar de las
vehementes protestas de sus habitantes. No es una provocación, sobre la base
del principio estándar de que somos dueños del mundo.
Dejando de lado la profundamente arraigada doctrina imperial, hay buenos
motivos para que los vecinos de China estén preocupados por su creciente poder
militar y comercial. Y aunque la opinión árabe apoya un programa iraní de armas
nucleares, ciertamente no deberíamos hacerlo. La literatura de política
exterior está repleta de propuestas sobre cómo contrarrestar la amenaza. Pocas
veces mencionan una manera obvia: trabajar para establecer una zona libre de
armas nucleares en la región (NWFZ). El tema se presentó (de nuevo) en la
conferencia del Tratado de No Proliferación (TNP) en la sede de las Naciones
Unidas en mayo pasado. Egipto, como presidente de las 118 naciones del
Movimiento de los No Alineados pidió negociaciones para una NWFZ en Medio
Oriente, como fue aceptado por Occidente, incluido EE.UU., en la conferencia de
revisión del TNP en 1995.
El apoyo internacional es tan abrumador que Obama lo aceptó, formalmente. Es
una excelente idea, informó Washington a la conferencia, pero no ahora. Además,
EE.UU. dejó claro que hay que exceptuar a Israel: ninguna propuesta puede pedir
que el programa nuclear de Israel se coloque bajo los auspicios del Organismo
Internacional de Energía Atómica o que se publique información sobre “las
instalaciones y actividades nucleares de Israel”. Y que no se hable más de este
método de encarar la amenaza nuclear iraní.
Privatizando el planeta
Aunque la doctrina de la Gran Área sigue prevaleciendo, la capacidad para
implementarla ha disminuido. El pico del poder de EE.UU. fue después de la
Segunda Guerra Mundial, cuando literalmente poseía la mitad de la riqueza del
mundo. Pero eso declinó naturalmente cuando otras economías se recuperaron de
la devastación de la guerra y la descolonización emprendió su tormentoso
camino. A principios de los años setenta, la parte de EE.UU. en la riqueza
global había disminuido a cerca de un 25%, y el mundo industrial se había hecho
tripolar: Norteamérica, Europa, y Asia del Este (entonces centrada en Japón).
En los años setenta también hubo un abrupto cambio en la economía de EE.UU.,
hacia la financialización y la exportación de la producción. Una variedad de
factores convergió para crear un ciclo cruel de concentración radical de la
riqueza, sobre todo en el 1% superior de la población –en particular directores
ejecutivos, gerentes de fondos de alto riesgo, etc.- Eso lleva a la
concentración del poder político, de ahí a políticas estatales de aumentar la
concentración económica: políticas fiscales, reglas de gobierno corporativo,
desregulación, y muchas cosas más. Mientras tanto, los costes de campañas
electorales aumentaron enormemente, llevando a los partidos a los bolsillos del
capital concentrado, cada vez más financiero: los republicanos por reflejo, los
demócratas –ya eran como los que solían ser republicanos moderados– no se
quedaron muy atrás.
Las elecciones se han convertido en una charada dirigida por la industria de
las relaciones públicas. Después de su victoria de 2008, Obama ganó un premio
de la industria por la mejor campaña de mercadeo del año. Los ejecutivos
estaban eufóricos. En la prensa empresarial explicaron que habían estado
mercadeando candidatos como otras mercancías desde Ronald Reagan, pero 2008 fue
su mayor logro y cambiaría el estilo en los consejos corporativos. Se espera
que la elección de 2012 cueste 2.000 millones de dólares, sobre todo en fondos
de las corporaciones. No es de extrañar que Obama esté seleccionando a hombres
de negocios para las máximas posiciones. El público está enojado y frustrado,
pero mientras prevalezca el principio Muasher [“Siempre y cuando la gente esté
tranquila y pasiva, vamos a hacer lo que queramos”. N. del T.], eso no importa.
Mientras la riqueza y el poder se han concentrado fuertemente, para la mayoría
de la población los ingresos reales se estancaron y la gente se las ha
arreglado con más horas de trabajo, deudas e inflación de los activos,
destruidos regularmente por las crisis financieras que comenzaron cuando el
aparato regulador fue desmantelado desde los años ochenta.
Nada de esto es problemático para los muy ricos, que se benefician de una
póliza de seguro del gobierno llamada “demasiado grande para caer”. Los bancos
y firmas de inversión pueden hacer transacciones arriesgadas, con grandes
beneficios, y cuando el sistema se derrumba inevitablemente, pueden ir
corriendo donde papá Estado a pedir un rescate con dineros públicos, aferrados
a sus copias de Friedrich Hayek y Milton Friedman.
Ése ha sido el proceso regular desde los años de Reagan, cada crisis más
extrema que la anterior –es decir, para la población general-. Ahora mismo, el
verdadero desempleo está a niveles de la Depresión para gran parte de la
población, mientras Goldman Sachs, uno de los principales arquitectos de la
actual crisis, es más rico que nunca. Acaba de anunciar tranquilamente 17.500
millones de dólares en compensaciones por el año pasado, y su presidente ejecutivo,
Lloyd Blankfein, recibió una bonificación de 12,6 millones mientras que
triplica su salario base.
No tendría sentido concentrar la atención en hechos semejantes. Por lo tanto,
la propaganda tiene que tratar de culpar a otros; en los últimos meses: los
trabajadores del sector público, sus inmensos salarios, exorbitantes
jubilaciones, etc.; todo fantasía, basada en el modelo de la imaginería
"reaganita" de madres negras conducidas en sus limusinas a cobrar sus
cheques de la asistencia social, y otros modelos que sobra mencionar. Todos
tenemos que apretarnos los cinturones; es decir, casi todos.
Los maestros constituyen un objetivo particularmente bueno, como parte del
esfuerzo deliberado por destruir el sistema de educación desde la guardería
infantil hasta las universidades, mediante la privatización, de nuevo, bueno
para los ricos, pero un desastre para la población, así como para la salud a
largo plazo de la economía, pero es una de las externalidades que se deja de
lado mientras prevalezcan los principios del mercado.
Otro excelente objetivo, siempre, son los inmigrantes. Ha sido así durante toda
la historia de EE.UU., aún más en tiempos de crisis económica, exacerbada ahora
por un sentido de que nos están quitando nuestro país: la población blanca se
convertirá pronto en una minoría. Se puede comprender la cólera de individuos
agraviados, pero la crueldad de la policía es estremecedora.
¿Quiénes son los inmigrantes en cuestión? En el este de Massachusetts, donde
vivo, muchos son mayas que huyeron del genocidio en las tierras altas
guatemaltecas realizado por los asesinos favoritos de Reagan. Otros son
mexicanos, víctimas del NAFTA de Clinton, uno de esos raros acuerdos
gubernamentales que se las han arreglado para dañar a la gente en los tres países
afectados. Cuando el NAFTA se aprobó bajo presión en el Congreso en 1994,
pasando por alto las objeciones populares, Clinton también inició la
militarización de la frontera entre EE.UU. y México, que antes era bastante
abierta. Se comprendió que los campesinos mexicanos no pueden competir con la
agroindustria estadounidense altamente subvencionada, y que las empresas
mexicanas no pueden sobrevivir a la competencia con las multinacionales de
EE.UU., que deben recibir “trato nacional” bajo los mal bautizados acuerdos de
libre comercio, un privilegio otorgado solo a personas corporativas, no a las
de carne y hueso. No es sorprendente que esas medidas hayan llevado a una
inundación de refugiados desesperados, y a provocar una histeria contra los
inmigrantes por parte de las víctimas de las políticas estatales-corporativas
dentro del país.
Parece que en Europa sucede lo mismo, donde es probable que el racismo esté aún
más desmandado que en EE.UU. Uno puede quedarse pasmado al ver que Italia se
queja del flujo de refugiados de Libia, escenario del primer genocidio
posterior a la Primera Guerra Mundial, en el ahora liberado Este, a manos del
gobierno fascista de Italia. O cuando Francia, que sigue siendo actualmente el
principal protector de las brutales dictaduras en sus antiguas colonias, se las
arregla para olvidar sus horrendas atrocidades en África, mientras el
presidente francés Nicolas Sarkozy advierte sombríamente contra el “flujo de
inmigrantes” y Marine Le Pen objeta que no hace nada para impedirlo. No
necesito mencionar a Bélgica que podría ganar el premio de lo que Adam Smith
llamó “la salvaje injusticia de los europeos”.
El ascenso de partidos neofascistas en gran parte de Europa sería un fenómeno
aterrador incluso si no recordáramos lo que sucedió en el continente en el
pasado reciente. Hay que imaginar la reacción si los judíos estuvieran siendo
expulsados de Francia hacia la miseria y la opresión, y luego se presencia la
falta de reacción ante lo que sucede a los gitanos, también víctimas del Holocausto
y la población más brutalizada de Europa.
En Hungría, el partido neofascista Jobbik obtuvo un 17% de los votos en las
elecciones nacionales, lo que tal vez no sea sorprendente dado que tres cuartos
de la población piensa que les va peor que bajo el régimen comunista. Podríamos
sentirnos aliviados de que en Austria el ultraderechista Jörg Haider haya
obtenido solo un 10% de los votos en 2008, si no fuera por el hecho que el
nuevo Partido de la Libertad, desbordándolo por la extrema derecha, obtuvo más
de un 17%. Es escalofriante recordar que, en 1928, los nazis obtuvieron menos
de un 3% de los votos en Alemania.
En Inglaterra el Partido Nacional Británico y la Liga Inglesa de Defensa, en la
derecha ultra-racista, son fuerzas importantes. (Lo que pasa en Holanda lo
sabéis demasiado bien.) En Alemania el lamento de Thilo Sarrazin de que los
inmigrantes están destruyendo el país fue un enorme éxito de ventas, mientras
la canciller Angela Merkel, aunque condenó el libro, declaró que el
multiculturalismo había “fracasado del todo”: los turcos importados para hacer
el trabajo sucio en Alemania no se convierten en rubios de ojos azules,
verdaderos arios.
Los que tengan sentido de la ironía recordarán que Benjamin Franklin, uno de
los personajes principales de la Ilustración, advirtió de que las colonias
recién liberadas deberían tener cuidado al permitir la inmigración de alemanes,
porque eran demasiado morenos; los suecos también. Llegado el Siglo XX, los
mitos ridículos de pureza anglosajona eran comunes en EE.UU., incluso entre
presidentes y otras personalidades destacadas. El racismo en la cultura
literaria ha sido una obscenidad flagrante; mucho peor en la práctica, sobra
decirlo. Es mucho más fácil erradicar la poliomielitis que esa horrenda plaga,
que regularmente se vuelve más virulenta en tiempos de penuria económica.
No quiero terminar sin mencionar otra externalidad que se desestima en los
sistemas de mercado: la suerte de las especies. Un riesgo sistémico en el
sistema financiero puede ser remediado por el contribuyente, pero nadie acudirá
al rescate si se destruye el medioambiente. Que hay que destruirlo es casi un
imperativo institucional. Los dirigentes empresariales que realizan campañas de
propaganda para convencer a la población de que el antropogénico calentamiento
global es un engaño liberal saben perfectamente cuán grave es la amenaza, pero
tienen que maximizar los beneficios a corto plazo y su penetración en el
mercado. Si no lo hacen, algún otro lo hará.
Este ciclo vicioso puede resultar letal. Para ver cuán grave es el peligro,
basta con analizar el nuevo Congreso de EE.UU. llevado al poder por la
financiación y propaganda de las empresas. Casi todos sus miembros niegan el
cambio climático. Ya han comenzado a recortar los fondos para medidas que
podrían mitigar una catástrofe ecológica. Peor todavía, algunos son verdaderos
creyentes; por ejemplo, el nuevo jefe de un subcomité sobre el medio ambiente
explicó que el calentamiento global no puede ser un problema, porque Dios
prometió a Noé que no habría otro diluvio.
Si cosas semejantes estuvieran ocurriendo en algún país pequeño y remoto,
podríamos morirnos de risa. No cuando suceden en el país más rico y poderoso
del mundo. Y antes de reír, también podríamos considerar que la actual crisis
económica puede rastrearse en gran medida a la fe fanática en dogmas
como la hipótesis del mercado eficiente y en general a lo que el Nobel Joseph
Stiglitz, hace quince años, llamó la “religión” que mejor conocen los mercados,
que impidió que el banco central y los economistas detectaran una burbuja
inmobiliaria de 8 billones [millones de millones] de dólares que no tenía
ninguna base en fundamentos económicos, y que devastó al país cuando estalló.
Todo esto, y mucho más, podrá continuar mientras prevalezca la doctrina de
Muasher. Mientras la población general sea pasiva, apática, desviada hacia el
consumismo o hacia el odio a los vulnerables, los poderosos podrán hacer lo que
les dé la gana, y los que sobrevivan tendrán que contemplar el resultado.
Noam Chomsky es profesor emérito del Instituto en el Departamento de
Lingüística y Filosofía del MIT. Es autor de numerosas obras políticas que son
éxitos de venta. Sus últimos libros son una nueva edición de Power and
Terror, The Essential Chomsky (editado por Anthony Arnove), una colección
de sus escritos sobre política y lenguaje desde los años cincuenta hasta el
presente, Gaza in Crisis, con Ilan Pappé, y Hopes and Prospects.
Este artículo se ha adaptado de una conferencia impartida en Amsterdam en
marzo.
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