Casi dos tercios de tierras para cultivo de alimentos adquiridas por gobiernos
o empresas foráneas son destinadas a biocombustibles

Los
procesos de concentración, extranjerización y degradación de la tierra pasaron
a ocupar un lugar central en las preocupaciones de organismos supranacionales y
organizaciones no gubernamentales, como la Organizaciones de las Naciones
Unidas para la
Alimentación y la Agricultura (FAO), que alertan acerca de
los “efectos negativos de esos fenómenos sobre la seguridad alimentaria, el
empleo agrícola y el
desarrollo de la agricultura familiar”.
En un estudio titulado “El acaparamiento de tierras en América Latina y el
Caribe visto desde una perspectiva internacional más amplia”, sobre 17 países
de la región, con especial enfoque en América del Sur y, en ella, básicamente
en los cuatro países del Mercado Común del Sur (Mercosur) —Argentina, Brasil,
Paraguay y Uruguay, grandes productores de alimentos—, la FAO advierte sobre la
situación de Argentina y Brasil en aquellos tres procesos, para afirmar que
“estamos ante una nueva ola de extranjerización que provocó un tremendo proceso
de concentración” y un “alza descontrolada en el precio de la tierra, que en
Uruguay, por ejemplo, se multiplicó por siete en los últimos 10 años”.
Uruguay tiene una superficie cultivable de 16 millones de hectáreas. En la
última década se realizaron operaciones por 6.3 millones de hectáreas. Según
los últimos datos estadísticos del estatal Instituto Nacional de Colonización,
el 83% de los campos vendidos en el 2010 (336,000 Ha) fue comprado
por extranjeros, incluyendo europeos,
brasileños, argentinos, neozelandeses, coreanos y estadunidenses.
Hasta ahora, cuando se hablaba de extranjerización de la tierra, los organismos
del sistema de las Naciones Unidas se referían a acciones privadas de
inversionistas (especuladores) movidos por el afán de lucro. En el informe,
presentado en noviembre del año pasado, se pone el acento por primera vez en el
acaparamiento de tierras, o “land grabbing”, definido como la compra de tierras
destinadas a la producción de alimentos en la que también participan gobiernos extranjeros.
Así como la FAO
se ocupa de las tierras extranjerizadas para uso con fines de producción de
alimentos u otros vegetales destinados a la elaboración de biocombustibles,
otras entidades hablan de la venta y concentración para desarrollos mineros o
turísticos.
Grain, organización internacional que trabaja apoyando campesinos y movimientos
sociales, cita los casos de empresas mineras como la estadunidense Newmont
Mining, que explota el yacimiento
aurífero de Yanacocha, en Cajamarca, Perú, y las inversiones de la canadiense Barrick
Gold en “toda la zona alta de América del Sur”.
Inversión en tierras
Pero Grain también hace blanco en los Estados que se lanzaron a participar en
el acaparamiento de tierras. No especifica las compras país por país, pero
asegura que Corea del Sur es el primer comprador mundial, con 2.3 millones de
hectáreas, seguido por China (2.1 millones) y Arabia Saudita (1.6 millones).
Las razones de estas
compras, explica, son obvias: se trata de Estados con gran crecimiento económico
que cuentan con recursos suficientes para comprar donde sea los recursos
naturales que no tienen, como soja, trigo y colza.
En el caso de China —consumidor de prácticamente toda la soja transgénica que
producen Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay— “hay un intento de comprar
tierras en países de gran riqueza natural y producir los alimentos que necesita
para abastecer su mercado interno”, dice Grain. En el 2010, la justicia
argentina frenó un acuerdo que había hecho la provincia sureña de Río Negro con
Heilongjiang, por el cual transfería 254,000 Ha a esa empresa china que
desarrollaría un megaemprendimiento con aquel fin.
También en Argentina, el pasado 22 de febrero el gobierno de la provincia
norteña de Chaco reveló que acababa de llegar a un acuerdo con una empresa
paraestatal de Arabia Saudita por el que entregaba 200,000 hectáreas de tierras
fiscales de la selva virgen conocida como “El Impenetrable”, que se destinarán
a la producción de alimentos que
serán exportadas al mercado saudita. A cambio, la empresa de Riad invertirá
US$400 millones. Allí viven actualmente 60,000 indígenas wichi, que serán
desplazados.
International Land Coalition (ILC), alianza mundial de organizaciones de la
sociedad civil e intergubernamentales que trabajan en la promoción de un acceso
seguro y equitativo a la tierra, señala el rol “significativo que juegan las
elites nacionales en el proceso de concentración de las tierras”, un fenómeno
también observado por
Fernando Eguren, presidente del Centro Peruano de Estudios Sociales, quien
opinó que se trata, además, “de una concentración de influencias, de poder
político en los ámbitos geográficos donde se está desarrollando, y también
tiene que ver con restricciones a la
democracia”.
El estudio de la ILC,
que no está referido exclusivamente a América Latina sino a “un conjunto de
países en vías de desarrollo”, ofrece una conclusión sorprendente que ratifica
el trasfondo especulativo de las inversiones: sobre 71 millones de hectáreas
que cambiaron de mano en el 2010, el 58% fue destinado a la plantación de
vegetales para uso en la elaboración de biocombustibles, el 22% para minería,
turismo, industria y desarrollos forestales y sólo el 20% fue afectado a la producción
de alimentos.
Beneficios fiscales
La FAO alertó
sobre la inconveniencia de políticas oficiales que favorecen la concentración
mediante incentivos con los que, teóricamente, se busca fomentar determinadas
actividades productivas pero que en definitiva significan una transferencia de
recursos públicos a terceros. Cita entre esas políticas los beneficios fiscales
para planes de riego (en Perú y Chile), de desarrollo forestal (en Chile y
Uruguay) y para el fomento de las exportaciones silvoagropecuarias y los
cultivos ligados a los biocombustibles (en la mayoría de los países).
La agencia de la ONU
señala que los cuatro países del Mercosur concentran la mitad del comercio
mundial de soja, oleaginosa que cultivan a partir de semillas genéticamente
modificadas, en cuyo cultivo no se emplea el laboreo humano sino un sistema
llamado de “siembra directa” que requiere grandes cantidades de glifosato, un herbicida
que provoca graves daños en las personas y en el ecosistema.
“Esta combinación disminuye a largo plazo la productividad, fomenta el mal uso
del agua y favorece la erosión”, dijo la FAO.
El grueso de la tierra afectada a ese cultivo en Argentina, Brasil, Paraguay y
Uruguay está en manos de grupos extranjeros, multinacionales como Monsanto y
Syngenta o sociedades anónimas. Esas características son las que le permiten a
Grain denunciar la forma de laboreo de las semillas transgénicas: “A los
inversionistas especulativos no les interesa cuidar ni el suelo ni el ambiente,
cuando en alguna parte han agotado el recurso tierra simplemente se mudan”.