¿Y quién no querría "vivir bien"?

En los años posteriores a la Primera Guerra
Mundial, se expandió por el mundo una sensación que el alemán Oswald Spengler
sintetizó en su libro más conocido: La decadencia de Occidente. Además de su
título, la atracción de esta obra residía en que allí Spengler sostenía que los
ciclos culturales nacen, crecen, envejecen y mueren, y además defendía el
carácter histórico-relativo del conocimiento: una suerte
de "provincialización de Europa" avant
la lettre. En la segunda mitad de los años veinte, más precisamente en 1926, el
historiador y jurista argentino Ernesto Quesada visitó La Paz, donde dictó una muy
difundida conferencia sobre "la sociología relativista spengleriana",
a la que había dedicado varios años de su vida, en la que participó el propio presidente
boliviano de entonces, Hernando Siles. Las influencias irracionalistas,
vitalistas y místicas marcaron, como sabemos, esa década. Por eso no es
sorprendente que, en 1929, el conde Hermann Keyserling viajara a Bolivia y al
observar las magníficas ruinas de Tiwanaku sintiera que pisaba un universo
habitado por hombres
propiamente "mineraloides",
alimentando a las corrientes teluristas ya con un desarrollo en la literatura y
la cultura boliviana de entonces.
Es más, Quesada (atraído por estos temas en su
vejez) discutía con Spengler quiénes constituirían el relevo de Occidente, y
defendía que vendría de los indígenas de América y no de los eslavos. La
cuestión parecía resumirse en quiénes tenían un alma menos contaminada por la cultura
occidental.
Esos eran los locos e intensos años veinte, pero
en el comienzo del siglo XXI el malestar en la globalización, junto a la crisis
de los viejos proyectos emancipatorios, potenció el desarrollo de nuevas búsquedas,
en las que la llamada emergencia indígena de los últimos años ocupa un lugar
central, en algún sentido con la misma expectativa
en que el pasado ancestral podrá darnos algunas
claves para enfrentar un futuro incierto, con amenazas de diversos tipos de
crisis: económica, financiera, ecológica..., ¿civilizatoria? Es en este contexto
en el que el llamado "vivir bien" (suma qamaña) o "buen vivir"
(sumak kawsay) encuentra un caldo de cultivo para su difusión
mucho más allá de las fronteras donde surgió
como discurso alternativo -especialmente Ecuador y Bolivia- con la Contracumbre del
clima de Tiquipaya como uno de los espacios donde se puso en juego un discurso impugnador
de la propia mundialización capitalista y sus modelos de producción y consumo
(1).
Sin duda, sobran razones para el mencionado
malestar en un mundo crecientemente injusto, consumista, plagado de
desigualdades e iniquidades. Frente a los excesos del productivismo
desenfrenado y las apuestas tecnologicistas de la economía verde se impondría
la construcción de otras relaciones con la naturaleza (y entre los
propios seres humanos), desmercantilizando los
vínculos y separando el bienestar de la acumulación de riquezas. No obstante,
esa voluntad sin duda elogiable de buscar alternativas no disuelve la necesidad
de poner en cuestión las inconsistencias, puntos ciegos, excesos retóricos y
contradicciones del "vivir bien", más bien, la posibilidad
de enfrentar con seriedad y solidez al
capitalismo actual hace indispensables estos debates. Y esa perspectiva está
detrás de este artículo, que se apoya en la convicción de que una crítica
sustentada y matizada es mucho más provechosa que la repetición ad infinitum –y
acrítica- de los principales tópicos del "vivir bien"; discurso -hay
que decirlo- que se sustenta más en la necesidad
de creer que hay vida más allá de esta (pos)modernidad insatisfactoria que de
la propia consistencia de las propuestas alternativas.
¿Qué es el vivir bien?
En una reunión cerrada en la ciudad de La Paz con importantes dirigentes
del actual gobierno boliviano, en 2010, la pregunta disparadora del debate fue:
"¿qué es el vivir bien?". Como resulta claro, el hecho de que nadie
pueda estar en contra del sentido literal del término conspira contra los plus
de sentido que se le quiere incorporar -muchas veces hablando por los propios
subalternos-. Es evidente que nadie podría estar en contra de "vivir
bien", pero la cuestión se complejiza, sin duda, cuando este "vivir
bien" -que sería no desarrollista, no consumista e incluso no moderno/occidental-
es
contrapuesto al "vivir mejor", que
implicaría, capitalismo mediante, que otros vivan peor.
En el citado encuentro surgieron varias -y
sorprendentes- respuestas de los funcionarios allí presentes. Un importante
parlamentario indicó que "vivir bien" es Estado de Bienestar de tipo
europeo tout court. Un funcionario de la vicepresidencia -con antigua
militancia marxista- sostuvo que se trata de un proyecto
"anticapitalista". Desde otra
perspectiva, un alto funcionario indígena
argumentó que el vivir bien es la construcción de una ética del trabajo y de la
independencia personal (puso como ejemplo a las comerciantes aymaras que,
esfuerzo mediante, lograron una buena situación económica y ahora bailan en la fiesta
del Gran Poder con seguridad privada que las cuida de posibles robos, dado el
valor de sus joyas). Finalmente, una militante del
Movimiento al Socialismo (MAS) de la ciudad de
El Alto opinó que "vivir bien" incluye el acceso a la salud, a la
educación y otros servicios, pero que también debería incluir alguna medida de
la felicidad.
Como puede observarse, el abanico de imaginarios
detrás del elusivo "vivir bien" es bastante amplio y en general no
está puesto en debate. La ambigüedad intrínseca a un "concepto en
construcción" es rellenada con ideas diversas y a menudo excesivas dosis
de wishful thinking. El problema es aún más complejo porque sus promotores no
convocan, como ciertos grupos religiosos, a un éxodo personal de la modernidad;
por
el contrario, el suma qamaña se postula como un
conjunto de ideas destinadas a una transformación sistémica señalada a
participar en las luchas contrahegemónicas e incluso a ofrecerse como
alternativa al capitalismo allí donde no hay indígenas. Aun en el mundo
desarrollado. Pero esquiva por completo que los actuales desafíos a Occidente
surgen de países -China, India, Brasil- sostenidos en un desarrollismo feroz,
con elites en la frontera educativa mundial y
sin cuestionar precisamente ciertas ideas fuerza de la modernidad.
El problema básico del "vivir bien" es
que sus difusores no han logrado -ni se han esforzado por- vincular un programa
que supuestamente surge de las cosmovisiones indígenas con las experiencias
vitales de los indígenas y de las comunidades realmente
existentes. En segundo lugar, estas propuestas
aparecen desvinculadas del debate macro y microeconómico y de la elaboración de
propuestas transicionales relacionadas con el "otro mundo posible".
Problemas como el trabajo, la innovación, la tecnología, el mercado y muchas otras
temáticas con las que el socialismo real se estrelló (Nove,
1987) -dejando en evidencia que su abordaje
resulta imprescindible en un proyecto poscapitalista- están completamente
diluidas en una retórica cuasi mística en algunos casos o simplemente utópica/altercivilizatoria
en otros, con un riesgo a la vista: en el
caso boliviano, el proceso de cambio choca a
diario con viejos problemas como la debilidad del Estado y una
institucionalidad endeble, un acceso a la salud por debajo de niveles mínimos
de bienestar, una educación que reproduce las desigualdades de origen y un
largo etcétera. Frente a todo esto, la receta (casi mágica) es el Estado
Plurinacional.
Menos aún, la propuesta del "buen
vivir" se articula con la discusión sobre la especialización económica por
la que debería optar Bolivia, el modelo productivo, si el tipo de cambio debe
ser alto o bajo y otras cuestiones de una esfera en la cual a falta de planteos
alternativos se imponen naturalmente los "técnicos", que han manejado
con prolijidad la macroeconomía en la era Evo,
pero dentro de unos márgenes bastante conservadores (lo cual no es en sí mismo cuestionable,
dados los descalabros anteriores de las izquierdas en el poder -especialmente
en los años ochenta-, pero es un llamado a
reducir las expectativas refundacionales).
Resulta obvio que entre la ritualización del trabajo agrario -y los mecanismos
de reciprocidad en las comunidades- que suele ponerse como ejemplo de prácticas
otras y la construcción de una alternativa poscapitalista (e incluso posneoliberal)
mínimamente articulada hay un larguísimo trecho que sólo se puede rellenar
tratando de generalizar algunas experiencias ya
existentes, no mediante simples propuestas
"holistas" ideales -como la armonía, la reciprocidad y la vida-; sin
sustento económico ni sociológico, ni una explicación convincente sobre cómo
aplicar estos modelos a las ciudades. En el mejor de los casos existen interpretaciones
bastante discutibles sobre las formas de reciprocidad
y uso del espacio en las grandes ferias, como la
16 de Julio en la ciudad de El Alto, pero esos análisis no son comprensivos del
modelo industrial alteño, basado en el trabajo familiar pero también en la superexplotación
del trabajo.
Pero además, al no abordar con seriedad los
problemas económicos "duros", las críticas al capitalismo y los
análisis catastrofistas de los partidarios del "vivir bien" son sede
de una peligrosa candidez política e intelectual que los vuelve fácilmente
rebatibles, tanto por los neoliberales como por los neodesarrollistas. En verdad,
el "vivir
bien" no se propone reemplazar al
capitalismo, su propuesta -como está en la nueva Constitución- es el modelo de
pluralismo económico, sin que se sepa cómo se articularán economía comunitaria
con economía estatal y economía privada, a no ser por la imagen del tren que
usó el vicepresidente García Linera, donde la economía comunitaria era el último
vagón (la estatal era el primero). Por otro lado, como no se
incluye en la propuesta renunciar a los bienes
de consumo tecnológicamente sofisticados, bienes que no es posible construir en
el marco de economías comunitarias, estas últimas dependerían indefectiblemente
de los productos fabricados en la esfera
capitalista. Pero no hace falta ir tan lejos:
bastaría pensar simplemente en los alimentos procesados, que pesan
crecientemente en el consumo alimentario de los campesinos y que son producidos
por la economía de mercado. En general, los partidarios del "vivir
bien" responden a cualquier pedido de precisión que "hay que aplicar la
Constitución". Pero sin ideas intermedias, capaces de
pensar procesos de transición y desmercantilización de espacios crecientes de
la vida social, se termina cayendo en una suerte de fetichismo constitucional, en
el que la letra de la
Carta Magna podría imponerse sobre el país realmente
existente.
¿Quiénes son los indígenas?
Un tema adicional es la dificultad para
establecer fronteras entre indígenas y no indígenas. Ya desde la Colonia, las categorías
étnicas fueron un objeto resbaladizo. Y en muchos casos, la idea de continuidad
de los grupos étnicos precolombinos enfrenta una serie de escollos
significativos, en parte debido a los traslados poblacionales
por parte de los incas (mitimaes) y las
posteriores políticas étnicas de la
Colonia, destinadas a debilitar el poder residual de los descendientes
de los incas, reconocidos, no obstante, como nobles por la Corona española.
Otros procesos, como la aymarización de los urus, dan cuenta de las tensiones
interétnicas precoloniales. Pero, a su vez, están las fronteras móviles de la
indianidad, que en gran medida
se expresaban en los censos. La indianidad
conllevaba en la Colonia una condición fiscal (pago del tributo indígena) y
jurídica (la masa de indios fue considerada "miserable", pero los
nobles incas fueron reconocidos como tales). Luego pasará a ser una condición
biológica durante el auge del darwinismo social, una condición de clase en los años
cincuenta del siglo XX (indígena=campesino) y, ya en la década
del noventa, una pertenencia étnico-cultural
mediante la autoindentificación, como queda materializado en el censo de 2001.
También la categoría de mestizo sufrió
mutaciones y, si hoy es símbolo de criollo, en el siglo XIX era casi sinónimo
de artesano urbano (carpintero, pollerero, herrero, sombrerero, etc.). Hubo
ciertos momentos en que blancos y mestizos se censaban juntos y otros (a finales
del siglo XIX) en que se diferenciaron, al parecer, debido a
que el gobierno popular de Manuel Isidoro Belzu
implicó un distanciamiento de la plebe, la "chusma" y los cholos de
los aristócratas, en medio de acciones a menudo violentas por parte de los grupos
populares urbanos contra las elites.
Pero no solamente cambian los criterios de
definición de las categorías étnicas, también cambian las sociedades. Y Bolivia
pasó a ser, en el siglo XXI, un país con la mayoría de la población ubicada en
las ciudades y pueblos de más de 2 mil habitantes, en el marco de un proceso de
desruralización y de migraciones que en ciertas zonas se
asimilan a una diáspora, con algunos elementos
que, al menos en una primera mirada, pueden resultar sorprendentes. El propio
Evo Morales es una buena expresión de esta indianidad contemporánea: desde la adolescencia
ya no vive en una comunidad, no usa las lenguas indígenas salvo en contadas ocasiones,
adquirió una identidad de sindicalista...y es soltero, lo que le impediría
asumir un cargo comunitario
tradicional, que es asumido por el matrimonio.
Por ello no es sorprendente que, en este escenario, las claves interpretativas
del momento actual se vinculen íntimamente con las lecturas de los procesos
migratorios y de los espacios urbanos poscomunitarios, donde
lo comunitario rural es reactualizado y
resignificado, en el marco de nuevas heterogeneidades internas, mecanismos de
diferenciación, construcción de prestigio, etc. Así, ¿qué significa ser aymara
(una identidad ligada a la ruralidad y la tradición) en un espacio, la ciudad,
que sugiere nociones como modernidad y desarrollo?
Albó, Greaves y Sandóval encaran este problema
en los primeros años ochenta, enfatizando las continuidades rurales-urbanas.
Así, se refieren a lo cholo como una "variante cultural aymara", es
decir, las prácticas culturales no son un mero residuo de lo "aymara
rural" sino un efectivo "fondo cultural". Es más, consideran a
la
autoidentificación de muchos aymaras urbanos
como mestizos como una nueva identidad ficticia. Existiría, así, una identidad
oculta que corresponde al investigador develar, prescindiendo incluso de las propias
autoadscripciones de los sujetos.
En efecto, Albó et al. sostienen que los aymaras
urbanos cabalgan entre dos mundos y reconocen que hay resistencia de los
campesinos a considerar como "hermanos" y como jaqi (persona aymara)
a los migrantes urbanos y que estos últimos buscan construir marcas que los distingan
de los campesinos (vestimenta, aretes, nuevos estilos de
bailes y de música). Y -aún más importante-: las
fiestas habrían dejado de tener el mismo contenido que en el campo. Lejos de
marcar la igualdad, la colectividad, etc., se establecerían el estatus y el prestigio
de la misma manera en que el dinero se convierte en el "homenajeado"
de las challas. Paradójicamente, cuando Bolivia se
vuelve un país crecientemente urbano desde el
punto de vista demográfico, accede al poder un partido campesino, en una
experiencia única en el continente.
El Tipnis: un punto de inflexión
Desde su llegada el poder, resultó claro que Evo
Morales no ganó ninguna elección con propuestas de "vivir bien", al
menos con el mencionado plus de sentido que le atribuyen sus defensores. Por
eso no fue casual que, por ejemplo, en el cierre de campaña de 2009, en la ciudad
de El Alto, el líder cocalero sólo hablara de la obra pública y
de políticas de desarrollo, ante la decepción de
muchos de los extranjeros que escuchaban el largo discurso lleno de promesas concretas
y de cifras. Más recientemente, en una entrevista radial en el programa de la
periodista Amalia Pando, el gobernador de La Paz saliente -Pablo Ramos-
respondía que la principal demanda de los
campesinos es la electrificación rural -además
de la construcción de caminos-, a la que el gobierno de Morales ha destinado
importantes partidas presupuestarias.
El problema es que la realidad de Bolivia -y de
los indígenas- es analizada a menudo con visiones exotistas. Eso queda bastante
claro en el documental ¿Por qué quebró McDonalds?, en el cual se da la imagen de
que los bolivianos comen alimentos sanos, limpios y nutritivos, en contraposición
a la "comida chatarra" de la cadena estadounidense, lo cual
explicaría su salida del país a principio de los años 2000. En
esa línea, se silencia por completo, por
ejemplo, la expansión del fast food en urbes populares como El Alto, con
restaurantes con nombres del estilo de Andrews Chicken. Según datos de su
secretario general, la
Asociación de Trabajadores en Comida Rápida de El Alto agrupa
a unos 300 propietarios de pequeños restaurantes, mayormente de
pollo broaster (página 7, 25/2/2012.).
En muchas de estas construcciones de la
"Bolivia indígena" hay una visión excesivamente ruralizada del país,
cuando alrededor del 60 por ciento de los bolivianos viven en zonas urbanas, y
los indígenas "puros" están articulados en el mercado local y global
(como queda en evidencia con la expansión del narcotráfico y el contrabando de
autos japoneses usados a través de Chile, que ha incluido el asesinato de
varios policías). Menos aún se incorpora a los
análisis "pachamámicos" la importante conversión al protestantismo
entre los sectores indígenas, lo que contribuye a recomposiciones modernizantes
de las comunidades y transformaciones en las cosmovisiones indígena/originarias.
Presencia cristiana, hay que recalcar, que es
también importante en el interior del bloque
indígena/popular oficialista, como se pudo ver entre los convencionales del MAS
en la Asamblea Constituyente que junto a la derecha se opusieron a legalizar el
aborto y a incorporar al texto constitucional otros derechos reproductivos.
Luego está el problema de la estructura
productiva. Si bien en Bolivia el Estado es tradicionalmente débil, la economía
privada es más débil aún, por lo que las lógicas rentistas operan como una ley
de hierro de la política, como puede observarse en los primeros meses de 2012
con la escalada de conflictos diversos: médicos en huelga contra el aumento de
su jornada laboral de 6 a
8 horas a pedido de los
campesinos; maestros en plan de lucha por
aumentos salariales; minas tomadas alternativamente por campesinos y
cooperativistas mineros; conflictos entre municipios y departamentos por
problemas de límites (incluyendo el acceso a recursos naturales, como pozos
gasíferos); discapacitados enfrentándose dantescamente con la policía en
demanda de un bono social; pobladores linchando a (supuestos) delincuentes y
colocándoles carteles como "soy un ladrón
peruano", entre otros muchos conflictos. Pero, sin duda, el que tuvo mayor
divulgación internacional es la resistencia de los indígenas del Territorio Indígena
Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis) a la construcción de una carretera cuyo
trazado original partía en dos al Tipnis y
amenazaba su espacio vital. Además, según los
indígenas, el trazado favorecería la expansión de los cocaleros que ya están
instalados en el llamado Polígono 7, al sur del parque de 12.000 kilómetros cuadrados.
El conflicto del Tipnis es importante, además,
porque canceló la posibilidad de hacer planes neodesarrollistas en el plano de
las políticas públicas y mantener discursos "pachamámicos" en
seminarios de formación o tribunas internacionales aparentemente sin costo alguno.
La cuestión de la carretera obligó a poner sobre la mesa una
pluralidad de problemas que son, precisamente,
las dificultades para "aterrizar" perspectivas posdesarrollistas a
las que nadie se opone (o mejor dicho nadie se oponía antes del conflicto del
Tipnis), pero tampoco (casi) nadie defiende a la hora de definir políticas
públicas en una reunión de gabinete. En un país donde los "movimientos
sociales" ya están en el poder, los tiempos
de las alternativas no pueden quedar completamente desfasados de los tiempos de
la política. El conflicto del Tipnis mostró varios problemas:
. Las formas a menudo bruscas con las que el
gobierno busca imponer sus planes (como ya había ocurrido con el fallido
gasolinazo de diciembre de 2010).
. Que es necesario avanzar en creatividad para
buscar soluciones a las dificultades que se van presentando: en este caso, cómo
compatibilizar la tradicional necesidad de integración física del país con los
nuevos derechos de los pueblos indígenas (y de la propia naturaleza si asumimos
en serio el "vivir bien") consagrados en la nueva Carta
Magna.
. El hecho de que los imaginarios de consumo de
los sectores populares bolivianos -por más que sean indígenas- no son demasiado
diferentes a los de otros espacios plebeyo/populares del continente y del mundo.
Pero hay más: en el caso del Tipnis, los más
entusiastas impulsores de la ruta no son grupos oligárquicos (aunque algunas
elites pueblerinas amazónicas y empresarios apoyan el trazado) sino los
campesinos cocaleros, ahora diabolizados por varios de los defensores del
"vivir bien" y por el grupo de ex funcionarios hoy críticos que
reclama la
reconducción del proceso de cambio.
Todo ello dejó en evidencia que hablar de
"los indígenas" no da cuenta de ninguna identidad concreta y está más
cerca de una identidad global a menudo construida en el mundo de las ONG, los
organismos internacionales y otros espacios alejados de la vida popular y subalterna
realmente existente. Para comprender los dilemas y
dificultades del proceso de cambio boliviano
parece imprescindible reponer la noción de "interés", es decir,
analizar las posiciones en juego de acuerdo a lugares de clase, geográficos,
regionales, ecológicos, etc., donde los diferentes sectores construyen sus
identidades, sus estrategias y sus intereses
colectivos. Por ejemplo, la idea -entre los propios aymaras y quechuas- de que
los indígenas amazónicos son salvajes o primitivos tiene una larga tradición
desde la época de los incas y no es ajena a la forma como cocaleros otros campesinos analizan hoy el problema de
la carretera del Tipnis.
Como efecto adicional, la dinámica de
enfrentamientos generada desde la VIII Marcha indígena de tierras bajas -con
amplio apoyo de las clases medias urbanas- en contra del proyecto carretero ha
llevado al presidente Evo Morales a afirmar que "el ambientalismo es el
nuevo colonialismo" (Opinión, 2012), lo que dicho así echa por tierra
muchas de sus afirmaciones en las contracumbres climáticas y en otros foros
internacionales como Naciones Unidas.
En este marco, la lucha del Tipnis ha tentado al
grupo que promueve la "reconducción" del proceso de cambio a buscar
allí a los verdaderos sujetos del cambio, lo que sin duda conlleva como riesgo
el menosprecio a las mayorías populares -rurales y urbanas- que alteraron las
relaciones de fuerza abriendo camino al actual proceso
posneoliberal en favor de sujetos ideales que
-esta vez sí- podrían propiciar un "verdadero" cambio. Estas
concepciones no son ajenas a las perspectivas políticas de las revoluciones
eternamente traicionadas, en función de parámetros construidos por fuera de una
"sociología" del propio proceso político y social.
En el caso boliviano, desde el comienzo del
actual ciclo político existió una confusión entre la radicalidad del cambio de
elites y la radicalidad de las nuevas elites, una diferenciación que no es
menor, dado que un análisis basado en un mínimo de realismo sociológico muestra
un complejo juego en el cual los sectores populares bolivianos
(y no sólo populares) apoyan la cara buena del
Estado (políticas redistributivas), mientras pueden combatir a muerte -a veces literalmente-
su cara "fea": es decir, el cobro de impuestos, las leyes de
importación y otras regulaciones que limiten diversas formas de
"capitalismo popular" existentes en el país. Las complicadas
combinaciones entre conservadurismo y
radicalidad son un sustrato ineludible en el análisis político boliviano.
Es evidente que ello tiene profundas causas
históricas, vinculadas con la propia construcción nacional y que no se trata de
criminalizar la "informalidad", pero hoy resulta evidente que no es
posible construir proyectos alternativos al capitalismo hegemónico sin partir
de esta sociología económica. Sociología económica que explica, a la postre, por
qué se impusieron vías diferentes al "vivir bien" más o menos
mitificado, a favor del "capitalismo
andino", o por qué los líderes campesinos dieron un "golpe de
Estado" que desplazó de su cargo al viceministro de Tierras Alejandro
Almaraz, partidario de la dotación comunitaria de los predios. En efecto, desde
hace varios años, los aymaras y quechuas vienen oponiéndose a las Tierras
Comunitarias de
Origen (TCO) y denunciando a sus propietarios,
especialmente a los pueblos del oriente demográficamente pequeños, como
"terratenientes indígenas".
La propia idea de "reconducción"
promueve un imaginario acerca de una "edad de oro" del actual proceso
de cambio que nunca existió. Desde el comienzo, el discurso del "vivir
bien" coincidía con expectativas mucho más concretas de "vivir
mejor"; incluso en el gobierno se hablaba ya de un gran salto industrial,
y un periodista del diario
estatal Cambio podía escribir un larguísimo
artículo propiciando un salar de Uyuni surcado por enormes centrales nucleares.
Todo lo cual devino en el potenciamiento de dos grandes ilusiones: la neodesarrollista
-que imagina una expansión industrialista de dudosas posibilidades de
materialización- y la comunitarista, basada en
sujetos ideales y en un comunitarismo abstracto,
pleno de figuras retóricas pero sin capacidad para mejorar las condiciones de
vida de los bolivianos. Entre ambos extremos, lo que subsiste es un neoextractivismo
con cierta redistribución del ingreso y un Estado mucho más activo que en la
etapa neoliberal -sumado al debilitamiento
del colonialismo interno mediante el Estado
Plurinacional-.
No es poco. De hecho es mucho mejor que lo
vivido en cualquier otra etapa de la historia de Bolivia. Pero lo que falta es
gigantesco, no sólo para construir "otra civilización", sino para
garantizar que casi la mitad de la población salga de la pobreza. Y en esta
tarea, como ha señalado Pedro Portugal Mollinedo, la exotización de los
indígenas los aleja -no los acerca- del poder.
* El texto de este Cuaderno es una versión
editada del publicado en el séptimo número de la revista Crítica y
Emancipación. Buenos Aires, CLACSO, 2012. También disponible en www.biblioteca.clacso.edu.ar
Nota
1 En este artículo sólo consideramos el caso
boliviano, en Ecuador el
"buen vivir" se articula con otros
actores y debates.