La fractura entre el gobierno y la CGT obliga a replantear, una vez más, el problema de la necesidad de contar con un protagonista social que sea capaz de promover el progreso y el definitivo despegue de Argentina.
Abordar el tema del sujeto histórico, principal impulsor
y protagonista de los grandes procesos de cambio en los momentos críticos del
desarrollo social, en Argentina tiene un regusto amargo. Porque jamás el país
ha podido disponer de una clase dirigente capaz de resolver los problemas
estructurales que lo aquejan. Se sabe que un grupo social que asume el rol de
conductor del desarrollo va a privilegiar en buena medida a su propio interés
sectorial, pero la marca distintiva que le otorga legitimidad es la capacidad
para comprenderse como parte de un todo, al cual está obligado a tener en
cuenta; y este rasgo, no digamos de generosidad, sino de realismo, no ha sido
asumido nunca por ningún estamento en Argentina. Ha habido, es cierto, alguna
conducción de corte o naturaleza bonapartista –Rosas, Roca y Perón, pongamos
por caso, bien que salvando las diferencias que existen entre sus
circunstancias y sus proyectos-, pero no se ha contado con un núcleo social
arraigado que fuera capaz de sostener en el tiempo el proyecto transformador,
variándolo y profundizándolo de acuerdo a los requerimientos de la hora.
Nuestra oligarquía, como afirmara Jorge Abelardo Ramos, fue capitalista pero no
burguesa. Es decir, que no asumió como propio al marco territorial que estaba a
su alcance, limitándose a explotar sólo los espacios que le resultaba cómodo
abordar y configurándose como agente de su cliente externo, Inglaterra primero,
y luego Estados Unidos, adecuando sus miras a los intereses de los mercaderes
de esas potencias. En este trámite arrolló de manera implacable cuanta
resistencia encontró; pero, lejos de aprovechar esa victoria para trazar un
proyecto de país en gran escala, se atrincheró en el disfrute suntuario y se
aplicó a combatir o corromper los movimientos que intentaron una comprensión
más amplia de la nación y una apertura al espacio interior y latinoamericano.
Roca pudo asegurar los límites naturales de la República con su campaña
del desierto y logró –en una sangrienta batalla entre el ejército nacional y
Buenos Aires-, acabar con la pretensión secesionista de la ciudad-estado que no
aceptaba resignar su privilegio aduanero; pero con el tiempo su movimiento se
confundió y se hizo una sola cosa con las potencias del estatus quo. Perón, por
su lado, asumió con una conciencia social sensibilizada por la modernidad y con
una efectiva comprensión geopolítica, el rescate del pueblo trabajador y un
intento de vinculación económica con los países vecinos; pero no supo o no
quiso, encerrado como estaba en su autoridad jerárquica intratable, encontrar
una base social que fuese capaz de sostenerlo en el momento de la crisis. O, si
la encontró, no quiso utilizarla, pues ello hubiera llevado las cosas mucho más
allá de su persona y lo hubiera forzado a tener que emplearse en un programa
revolucionario que no le interesaba más allá de cierto límite. Como no le
interesaba tampoco la gestación de un movimiento obrero independiente que
hubiera podido convertirse en el bastión, pero al mismo tiempo en el resorte,
de una progresión nacional hacia el mañana. Le interesaba como baluarte de su
política, pero no como opción autónoma de cambio. Ello no impidió que cuidara
siempre el vínculo con los sindicatos, en sus propios términos, ni que estos se
convirtieran en el núcleo de la resistencia a la reacción oligárquica después
de 1955.
Un curso oscilante
Hoy en día se sigue echando en falta la presencia de un núcleo social capaz de
movilizar el país hacia adelante. O quizás más bien debamos decir que, como en
el caso de Perón, no se está determinado a encontrarlo. La peripecia política
del último año, que ha visto la fractura del Frente para la Victoria y la ruptura del
gobierno con el ala más combativa del gremialismo, así lo demuestra. No es
agradable tener que decirlo, pero la Presidenta Cristina
Fernández y su entorno más próximo han optado por recostarse en el empresariado
para llevar adelante su gestión, limando la autonomía del segmento más popular
y combativo del frente de clases que el kirchnerismo se había animado a
plantear y con cuyo apoyo llevó adelante las notables –aunque insuficientes-
reformas que le aseguraron el respaldo electoral que le consintió la reelección
en 2011.
Se puede decir todo lo que se quiera de la torpeza política de Hugo Moyano y de
su deseo de forzar la presencia sindical en el Congreso, cosa que habría hecho
descender sobre él la excomunión presidencial. También hay que señalar que sus
procederes posteriores no se han distinguido por el tacto ni por el sentido de
las proporciones. Pero el intento de reemplazarlo, de parte del Ejecutivo, con
los viejos exponentes de la burocracia sindical entreguista, corrompida hasta
el tuétano por su cooperación con el proyecto desnacionalizador y antipopular
de Carlos Menem, es un pésimo síntoma. La Presidenta o quienes la asesoran están cometiendo
un error mayúsculo al creer que pueden intentar una reforma estructural de la
economía sin el apoyo de la alianza plebeya que estaría conformada por el
proletariado y los sectores más combativos de la clase media. Pero, por
supuesto, aquí surge el interrogante que tantas veces hemos formulado y que
ahora parece estar contestándose por sí solo: ¿hay de veras un modelo que
pretenda reformar a fondo las condiciones del país?
No terminamos de visualizar algo que vaya más allá de la potenciación de modelo
agropecuario en el cual se ha fundado toda la evolución argentina desde los
orígenes de la patria. Por cierto un modelo refinado y dotado de una
acumulación tecnológica que lo mantendría actualizado y permitiría aprovechar
en su plenitud las ventajas comparativas que tiene el país en ese plano. Pero,
fuera de una industria complementaria del modelo campestre y que no dejaría de
remachar su primacía, no se termina de ver cómo se conformará una estructura
industrial que contemple el pleno empleo y sustente la integración en un marco
suramericano. Este proceso debería contar con una fuerte orientación estatal,
que diagramara la dirección y el escalonamiento de los esfuerzos, y también que
potenciara las capacidades de la defensa en un tiempo sembrado de peligros. Sin
estos recaudos, el modelo de desarrollo quedará rengo, será socialmente frágil
y a estará a merced de cualquier vendaval que se dé en el mundo globalizado.
Pero este avance no puede llevarse a cabo tan sólo con decretos originados en
un gabinete. La alianza plebeya que impulsaría la tarea del cambio tiene que
tener un protagonista social consistente y capaz de insuflarle el dinamismo y
la combatividad que son necesarios para empujar las cosas hacia delante. Un
movimiento sindical vinculado a sus bases debe ser un componente capital para empujar
y consolidar un proceso de liberación nacional. Este proceso tendría como
factor revolucionario un protagonismo popular consistente, en tanto provendría
del sector organizado del trabajo. Desde luego no podría revestir las
características calenturientas que tuvieron algunas de las manifestaciones
pequeño burguesas de los años 70, cuando las “juventudes” –esa entelequia que
abarca todo y no explica nada- agrupadas en la Tendencia y en los
movimientos estudiantiles, intentaron un salto hacia adelante que estaba
condenado de antemano al fracaso por su inadecuación al contexto, fuertemente
conservador, del grueso de la sociedad argentina.
Una entrevista reveladora
Facundo Moyano, el hijo del líder camionero y diputado de la Nación, realizó
declaraciones muy jugosas en torno al tema en una revista de La Pampa, que circuló bastante
por Internet.(1) El párrafo más revelador de su argumentación es la afirmación
de que el movimiento obrero en la
Argentina “tiene que trascender lo estrictamente gremial y
pasar al plano de la lucha política”. Este argumento no pudo ser detectado en
el discurso en Plaza de Mayo que pronunció su padre, y su ausencia constituyó
la mayor falta de una pieza oratoria vacilante y provista de provocación
gratuita (ver Fragilidades, del 2/07/12). Pero no parece que sea
en absoluto este el caso en lo referido a su vástago, que hace gala en el
reportaje al que nos referimos de una comprensión muy abarcadora y dúctil de la
problemática social y política argentina.
Lejos de caer en el peligroso anticristinismo hacia el que parece derivar su
padre, Facundo Moyano pondera su evaluación de la situación con el
enjuiciamiento de sus componentes históricos; primera tarea, nos parece, para
comprender la naturaleza de los problemas que se han de enfrentar. Se remonta a
las raíces del movimiento obrero en la Argentina, a los anarquistas, a la Semana Trágica, a
las matanzas de la Patagonia,
a la huelga del 36 y a la devastación neoliberal de los 90 para hacer
perceptible que la lucha del movimiento obrero es una y que el saldo de
experiencia que deja debe ser capitalizado por los dirigentes actuales. Y
valora la experiencia peronista de la clase obrera estimando que ese fue el
peldaño que “le permitió trascender lo estrictamente gremial y pasar al plano
de la lucha política”.
Esta última apreciación es justísima y permite medir lo regresivo que resultan
ciertas declaraciones y actitudes del elenco gobernante, que apuntan a reducir
la acción de los obreros organizados a las reivindicaciones estrictamente
salariales, mientras no faltan quienes entienden –como Ernesto Laclau- que la
clase obrera ha perdido el peso específico que tenía en el pasado y que el
protagonismo histórico que tenía entonces se ha corrido, en el presente, hacia
unos sectores medios que disponen del instrumental teórico y técnico que es
indispensable para la gestión de la sociedad moderna.
Este es un punto de vista discutible. Trasunta una suerte de perspectiva
eurocéntrica que tal vez no mide el grado sumersión social en que viven las
masas del mundo periférico. Pues, aunque es verdad que el “cognitariado” se
está erigiendo en un factor que escapa tanto al diktat del mercado como al
doctrinarismo de las vanguardias del proletariado, se trata de un fenómeno
circunscrito al mundo desarrollado y su valor como ariete contra las murallas
del sistema está disminuido por el individualismo y la tendencia a la
dispersión de sus integrantes, que en gran medida se diseminan por el mundo
debido a la fuerza de atracción que sobre ellos, como individuos, ejercen los
polos del desarrollo técnico, su carácter avanzado y sus buenos contratos.
Aunque las redes comunicacionales pueden mantenerlos en contacto, su capacidad
para incidir en los acontecimientos es muy relativa, e insuficiente para
mantener la presión que es necesaria para aprovechar el momento de ruptura que
pueda haberse producido en un punto determinado.(2)
Desde luego, esto refleja la complejidad del presente, en el cual se
entrecruzan influencias provenientes de edades de desarrollo disímiles, pero lo
capital es que el peso que el “cognitariado” puede tener en los países
avanzados es sensiblemente mayor al que puede tener en los que no lo son, y que
además si las masas del sur han de aguardar a que en ellas se formen
espontáneamente esos núcleos ilustrados para ascender en la escala social,
pueden esperar sentadas. El imperialismo y las clases locales que le están
asociadas no están dispuestos a concederles ninguna gracia. Por lo tanto la
existencia del núcleo proletario y su papel político sigue siendo muy
importante en estas sociedades. Relegarlo en nombre de una supuesta adecuación
a la modernidad y fraguar o inventar otros protagonismos sociales bajo el rótulo
genérico de juventudes por el cambio, etc., es disimular esta realidad y, en el
fondo, es también hacerse cómplice en la obstaculización del cambio al que se
invoca.
Argentina necesita de un movimiento obrero organizado, así como requiere de
sectores medios capaces de proveer la intelligentsia que es indispensable para
consumar las transformaciones de fondo y abrir el paso a una verdadera
democratización de la sociedad, en la cual todos los estratos sociales tengan
igualdad de oportunidades en el acceso a la educación. Y precisa asimismo de
una fuerza política capaz de articular las variantes del frente plebeyo en un
compuesto que sea capaz de una acción eficiente.
Los gobiernos kirchneristas han realizado una tarea invalorable de recuperación
de los restos del naufragio promovido con toda deliberación en las décadas
neoliberales, pero faltan las tareas más importantes y se advierte hoy una una
actitud dilatoria y evasiva frente a problemas como la reforma fiscal y el
lanzamiento de un plan de reformas estructurales que dote al país de un
proyecto mirando al futuro. La enmienda de la desnacionalización del subsuelo
promovida por el gobierno de Menem, la corrección del desatino que supuso la
concesión de la autonomía a la ciudad de Buenos Aires, que casi ha abolido la
representación federal que le otorgó Roca, son datos que no pueden ser
evadidos. Quizá no se puedan resolver estos problemas de un golpe, pero al
menos hace falta emprender las opciones posibles y arrojar otras a la mesa de
debate para concientizar a una opinión pública que tiende una vez más a
despreocuparse de las cuestiones centrales ya ocuparse (gracias en gran parte a
la labor deletérea de los monopolios de la comunicación) de mezquinas
reivindicaciones, como es protesta contra los gravámenes a la tarjetas de
crédito en las compras en el exterior, etc.
En esta tarea un movimiento obrero independiente, provisto de democracia
interna, ajeno al servilismo áulico y capaz de comprender su rol protagónico
como generador de proyectos que fortifiquen el aparato industrial, promoviendo
el pleno empleo a la luz de una concepción no meramente sectorial sino que
comprenda a la Argentina
como devenir, es una baza de decisiva importancia estratégica.
Ojala que lo comprendan así todos los que, de una u otra manera, propugnan una
reforma que saque al país definitivamente del estancamiento en que lo dejado el
modelo, siempre controvertido, pero nunca superado, de su matriz oligárquico
conservadora.
Notas
1) Se las puede rastrear en la publicación electrónica de la revista Colonia
Vela o en listas alternativas como Reconquista Popular, donde aparecieron
reproducidas el 29 de agosto.
2) La “primavera árabe” suministra un ejemplo elocuente en este sentido.
Detonada por un sacrificio –la autoinmolación de un joven tunecino, Mohamed
Bouazizi, que protestaba contra la miseria-, la rebelión se expandió por el
norte de África y por el Medio Oriente como una mancha de aceite; pero, aunque
consiguió algunos resultados, como la caída de Hosni Mubarak en Egipto, no
tardó en ser capturada por el imperialismo occidental, que encontró en ella la
oportunidad de engranar una serie de ataques contra objetivos que se proponía
eliminar, como los regímenes de Libia y Siria, mientras se disolvía la
embestida inicial de las masas absorbiendo su energía con cambios cosméticos o
reprimiéndola salvajemente, como aconteció en Bahrein, a manos del ejército
saudita.