RENOVACION DE LA HISTORIA

"Hasta
ahora, los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo; se trata de
cambiarlo." Los dos enunciados de la célebre "Tesis Feuerbach"
de Karl Marx inspiraron a los historiadores marxistas. La mayoría de los
intelectuales que adhirieron al marxismo a partir de la década de 1880 -entre
ellos los historiadores marxistas- lo hicieron porque querían cambiar el mundo,
junto con los movimientos obreros y socialistas; movimientos que se
convertirían, en gran parte bajo la influencia del marxismo, en fuerzas
políticas de masas. Esa cooperación orientó naturalmente a los historiadores
que querían cambiar el mundo hacia ciertos campos de estudio -fundamentalmente,
la historia del pueblo o de la población obrera- los que, si bien atraían
naturalmente a las personas de izquierda, no tenían originalmente ninguna
relación particular con una interpretación marxista. A la inversa, cuando a
partir de la década de 1890 esos intelectuales dejaron de ser revolucionarios
sociales, a menudo también dejaron de ser marxistas.
La revolución soviética de octubre de 1917, reavivó ese compromiso. Recordemos
que los principales partidos socialdemócratas de Europa continental abandonaron
por completo el marxismo sólo en la década de 1950, y a veces más tarde.
Aquella revolución engendró además lo que podríamos llamar una historiografía
marxista obligatoria en la URSS
y en los Estados que adoptaron luego regímenes comunistas. La motivación
militante se vio reforzada durante el período del antifascismo.
A partir de la década de 1950 se debilitó en los países desarrollados -pero no
en el Tercer Mundo- aunque el considerable desarrollo de la enseñanza
universitaria y la agitación estudiantil generaron en la década de 1960 dentro
de la universidad un nuevo e importante contingente de personas decididas a
cambiar el mundo. Sin embargo, a pesar de desear un cambio radical, muchas de
ellas ya no eran abiertamente marxistas, y algunas ya no lo eran en absoluto.
Ese rebrote culminó en la década de 1970, poco antes de que se iniciara una
reacción masiva contra el marxismo, una vez más por razones esencialmente
políticas. Esa reacción tuvo como principal efecto -salvo para los liberales
que aún creen en ello- la aniquilación de la idea según la cual es posible
predecir, apoyándose en el análisis histórico, el éxito de una forma particular
de organizar la sociedad humana. La historia se había disociado de la
teleología.
Teniendo en cuenta las inciertas perspectivas que se presentan a los
movimientos socialdemócratas y socialrevolucionarios, no es probable que
asistamos a una nueva ola de adhesión al marxismo políticamente motivada. Pero
evitemos caer en un occidentalo-centrismo excesivo. A juzgar por la demanda de
que son objeto mis propios libros de historia, compruebo que se desarrolla en
Corea del Sur y en Taiwán desde la década de 1980, en Turquía desde la década
de 1990, y hay señales de que avanza actualmente en el mundo de habla árabe.
El vuelco social
¿Qué ocurrió con la dimensión "interpretación del mundo" del
marxismo? La historia es un poco diferente, aunque paralela. Concierne al
crecimiento de lo que se puede llamar la reacción anti-Ranke, de la cual el
marxismo constituyó un elemento importante, aunque no siempre se lo reconoció
acabadamente. Se trató de un movimiento doble.
Por una parte, ese movimiento cuestionaba la idea positivista según la cual la
estructura objetiva de la realidad era por así decirlo evidente: bastaba con
aplicar la metodología de la ciencia, explicar por qué las cosas habían
ocurrido de tal o cual manera, y descubrir wie es eigentlich gewesen [cómo
sucedió en realidad]. Para todos los historiadores, la historiografía se
mantuvo y se mantiene enraizada en una realidad objetiva, es decir, la realidad
de lo que ocurrió en el pasado; sin embargo, no parte de hechos sino de
problemas, y exige que se investigue para comprender cómo y por qué esos
problemas -paradigmas y conceptos- son formulados de la manera en que lo son en
tradiciones históricas y en medios socio-culturales diferentes. Por otra, ese
movimiento intentaba acercar las ciencias sociales a la historia, y en
consecuencia, englobarla en una disciplina general, capaz de explicar las
transformaciones de la sociedad humana. Según la expresión de Lawrence Stone el
objeto de la historia debería ser "plantear las grandes preguntas del por
qué". Ese "vuelco social" no vino de la historiografía sino de
las ciencias sociales -algunas de ellas incipientes en tanto tales- que por
entonces se afirmaban como disciplinas evolucionistas, es decir históricas.
En la medida en que puede considerarse a Marx como el padre de la sociología
del conocimiento, el marxismo, a pesar de haber sido denunciado erróneamente en
nombre de un presunto objetivismo ciego, contribuyó al primer aspecto de ese
movimiento. Además, el impacto más conocido de las ideas marxistas -la
importancia otorgada a los factores económicos y sociales- no era
específicamente marxista, aunque el análisis marxista pesó en esa orientación.
Esta se inscribía en un movimiento historiográfico general, visible a partir de
la década de 1890, y que culminó en las décadas de 1950 y 1960, en beneficio de
la generación de historiadores a la que pertenezco, que tuvo la posibilidad de
transformar la disciplina.
Esa corriente socio-económica superaba al marxismo. La creación de revistas y
de instituciones de historia económico-social fue a veces obra -como en
Alemania- de socialdemócratas marxistas, como ocurrió con la revista
Vierteljahrschrift en 1893. No ocurrió así en Gran Bretaña, ni en Francia, ni
en Estados Unidos. E incluso en Alemania, la escuela de economía marcadamente
histórica no tenía nada de marxismo. Solamente en el Tercer Mundo del siglo XIX
(Rusia y los Balcanes) y en el del siglo XX, la historia económica adoptó una
orientación sobre todo socialrevolucionaria, como toda "ciencia social".
En consecuencia, se vio muy atraída por Marx. En todos los casos, el interés
histórico de los historiadores marxistas no se centró tanto en la
"base" (la infraestructura económica) como en las relaciones entre la
base y la superestructura. Los historiadores explícitamente marxistas siempre
fueron relativamente poco numerosos.
Marx ejerció influencia en la historia principalmente a través de los
historiadores y los investigadores en ciencias sociales que retomaron los
interrogantes que él se planteaba, hayan aportado o no otras respuestas. A su
vez, la historiografía marxista avanzó mucho en relación a lo que era en la
época de Karl Kautsky y de Georgi Plekhanov, en buena medida gracias a su
fertilización por otras disciplinas (fundamentalmente la antropología social) y
por pensadores influidos por Marx y que completaban su pensamiento, como Max
Weber.
Si subrayo el carácter general de esa corriente historiográfica, no es por
voluntad de subestimar las divergencias que contiene, o que existían en el seno
de sus componentes. Los modernizadores de la historia se plantearon las mismas
cuestiones y se consideraron comprometidos en los mismos combates
intelectuales, ya sea que se inspiraran en la geografía humana, en la
sociología durkheimiana y en las estadísticas, como en Francia (a la vez, la
escuela de los Anales y Labrousse), o en la sociología weberiana, como la Historische
Sozialwissenschaft en Alemania federal, o aun en el marxismo
de los historiadores del Partido Comunista, que fueron los vectores de la
modernización de la historia en Gran Bretaña, o que al menos fundaron su
principal revista.
Unos y otros se consideraban aliados contra el conservadurismo en historia, aun
cuando sus posiciones políticas o ideológicas eran antagónicas, como Michael
Postan y sus alumnos marxistas británicos. Esa coalición progresista halló una
expresión ejemplar en la revista Past & Present, fundada en 1952, muy
respetada en el ambiente de los historiadores. El éxito de esa publicación se
debió a que los jóvenes marxistas que la fundaron se opusieron deliberadamente
a la exclusividad ideológica, y que los jóvenes modernizadores provenientes de
otros horizontes ideológicos estaban dispuestos a unirse a ellos, pues sabían
que las diferencias ideológicas y políticas no eran un obstáculo para trabajar
juntos. Ese frente progresista avanzó de manera espectacular entre el fin de la Segunda Guerra
Mundial y la década de 1970, en lo que Lawrence Stone llama "el amplio
conjunto de transformaciones en la naturaleza del discurso histórico". Eso
hasta la crisis de 1985, cuando se produjo la transición de los estudios
cuantitativos a los estudios cualitativos, de la macro a la microhistoria, de
los análisis estructurales a los relatos, de lo social a los temas culturales.
Desde entonces, la coalición modernizadora está a la defensiva, al igual que
sus componentes no marxistas, como la historia económica y social.
En la década de 1970, la corriente dominante en historia había sufrido una
transformación tan grande, en particular bajo la influencia de las
"grandes cuestiones" planteadas a la manera de Marx, que escribí
estas líneas: "A menudo es imposible decir si un libro fue escrito por un
marxista o por un no marxista, a menos que el autor anuncie su posición ideológica.
Espero con impaciencia el día en que nadie se pregunte si los autores son
marxistas o no". Pero como también lo señalaba, estábamos lejos de
semejante utopía. Desde entonces, al contrario, fue necesario subrayar con
mayor energía lo que el marxismo puede aportar a la historiografía. Cosa que no
ocurría desde hace mucho tiempo. A la vez, porque es preciso defender a la
historia contra quienes niegan su capacidad para ayudarnos a comprender el
mundo, y porque nuevos desarrollos científicos transformaron completamente el
calendario historiográfico.
En el plano metodológico, el fenómeno negativo más importante fue la
edificación de una serie de barreras entre lo que ocurrió o lo que ocurre en
historia, y nuestra capacidad para observar esos hechos y entenderlos. Esos bloqueos
obedecen a la negativa a admitir que existe una realidad objetiva, y no
construida por el observador con fines diversos y cambiantes, o al hecho de
sostener que somos incapaces de superar los límites del lenguaje, es decir, de
los conceptos, que son el único medio que tenemos para poder hablar del mundo,
incluyendo el pasado.
Esa visión elimina la cuestión de saber si existen en el pasado esquemas y
regularidades a partir de los cuales el historiador puede formular propuestas
significativas. Sin embargo, hay también razones menos teóricas que llevan a
esa negativa: se argumenta que el curso del pasado es demasiado contingente, es
decir, que hay que excluir las generalizaciones, pues prácticamente todo podría
ocurrir o hubiera podido ocurrir. De manera implícita, esos argumentos apuntan
a todas las ciencias. Pasemos por alto intentos más fútiles de volver a viejas
concepciones: atribuir el curso de la historia a altos responsables políticos o
militares, o a la omnipotencia de las ideas o de los "valores";
reducir la erudición histórica a la búsqueda -importante pero insuficiente en
sí- de una empatía con el pasado.
El gran peligro político inmediato que amenaza a la historiografía actual es el
"antiuniversalismo": "mi verdad es tan válida como la tuya,
independientemente de los hechos". Ese antiuniversalismo seduce
naturalmente a la historia de los grupos identitarios en sus diferentes formas,
para la cual, el objeto esencial de la historia no es lo que ocurrió, sino en
qué afecta eso que ocurrió a los miembros de un grupo particular. De manera
general, lo que cuenta para ese tipo de historia no es la explicación racional
sino la "significación"; no lo que ocurrió, sino cómo experimentan lo
ocurrido los miembros de una colectividad que se define por oposición a las
demás, en términos de religión, de etnia, de nación, de sexo, de modo de vida,
o de otras características.
El relativismo ejerce atracción sobre la historia de los grupos identitarios.
Por diferentes razones, la invención masiva de contraverdades históricas y de
mitos, otras tantas tergiversaciones dictadas por la emoción, alcanzó una
verdadera época de oro en los últimos treinta años. Algunos de esos mitos
representan un peligro público -en países como India durante el gobierno
hinduista, en Estados Unidos y en la
Italia de Silvio Berlusconi, por no mencionar muchos otros
nuevos nacionalismos, se acompañen o no de un acceso de integrismo religioso-.
De todos modos, si por un lado ese fenómeno dio lugar a mucho palabrerío y
tonterías en los márgenes más lejanos de la historia de grupos particulares
-nacionalistas, feministas, gays, negros y otros-; por otro, generó desarrollos
históricos inéditos y sumamente interesantes en el campo de los estudios
culturales, como el "boom de la memoria en los estudios históricos
contemporáneos", como lo llama Jay Winter. Los Lugares de memoria obra
coordinada por Pierre Nora, es un buen ejemplo.
Reconstruir el frente de la razón
Ante todos esos desvíos, es tiempo de restablecer la coalición de quienes desean
ver en la historia una investigación racional sobre el curso de las
transformaciones humanas, contra aquellos que la deforman sistemáticamente con
fines políticos, y a la vez, de manera más general, contra los relativistas y
los posmodernistas que se niegan a admitir que la historia ofrezca esa
posibilidad. Dado que entre esos relativistas y posmodernos hay quienes se
consideran de izquierda, podrían producirse inesperadas divergencias políticas
capaces de dividir a los historiadores. Por lo tanto, el punto de vista
marxista resulta un elemento necesario para la reconstrucción del frente de la
razón, como lo fue en las décadas de 1950 y 1960. De hecho, la contribución
marxista probablemente sea aun más pertinente ahora, dado que los otros
componentes de la coalición de entonces renunciaron, como la escuela de los
Anales de Fernand Braudel, y la "antropología social
estructural-funcional", cuya influencia entre los historiadores fuera tan
importante. Esta disciplina se vio particularmente perturbada por la avalancha
hacia la subjetividad posmoderna.
Entre tanto, mientras que los posmodernistas negaban la posibilidad de una
comprensión histórica, los avances en las ciencias naturales devolvían a la
historia evolucionista de la humanidad toda su actualidad, sin que los
historiadores se dieran cabalmente cuenta. Y esto de dos maneras. En primer
lugar, el análisis del ADN estableció una cronología más sólida del desarrollo
desde la aparición del homo sapiens en tanto especie. En particular, la
cronología de la expansión de esa especie originaria de África hacia el resto
del mundo, y de los desarrollos posteriores, antes de la aparición de fuentes
escritas. Al mismo tiempo, eso puso de manifiesto la sorprendente brevedad de
la historia humana -según criterios geológicos y paleontológicos- y eliminó la
solución reduccionista de la sociobiología darwiniana.
Las transformaciones de la vida humana, colectiva e individual, durante los
últimos diez mil años, y particularmente durante las diez últimas generaciones,
son demasiado considerables para ser explicadas por un mecanismo de evolución
enteramente darwiniano, por los genes. Esas transformaciones corresponden a una
aceleración en la transmisión de las características adquiridas, por mecanismos
culturales y no genéticos; podría decirse que se trata de la revancha de
Lamarck contra Darwin, a través de la historia humana. Y no sirve de mucho
disfrazar el fenómeno bajo metáforas biológicas, hablando de "memes"
en lugar de "genes". El patrimonio cultural y el biológico no
funcionan de la misma manera.
En síntesis, la revolución del ADN requiere un método particular, histórico, de
estudio de la evolución de la especie humana. Además -dicho sea de paso- brinda
un marco racional para la elaboración de una historia del mundo. Una historia
que considere al planeta en toda su complejidad como unidad de los estudios
históricos, y no un entorno particular o una región determinada. En otras
palabras: la historia es la continuación de la evolución biológica del homo
sapiens por otros medios.
En segundo lugar, la nueva biología evolucionista elimina la estricta
diferenciación entre historia y ciencias naturales, ya eliminada en gran medida
por la "historización" sistemática de estas ciencias en las últimas
décadas. Luigi Luca Cavalli-Sforza, uno de los pioneros pluridisciplinarios de
la revolución ADN, habla del "placer intelectual de hallar tantas
similitudes entre campos de estudio tan diferentes, algunos de los cuales
pertenecen tradicionalmente a los polos opuestos de la cultura: la ciencia y
las humanidades". En síntesis, esa nueva biología nos libera del falso
debate sobre el problema de saber si la historia es una ciencia o no.
En tercer lugar, nos remite inevitablemente a la visión de base de la evolución
humana adoptada por los arqueólogos y los prehistoriadores, que consiste en
estudiar los modos de interacción entre nuestra especie y su medio ambiente, y
el creciente control que ella ejerce sobre el mismo. Lo cual equivale
esencialmente a plantear las preguntas que ya planteaba Karl Marx. Los
"modos de producción" (sea cual fuere el nombre que se les dé)
basados en grandes innovaciones de la tecnología productiva, de las
comunicaciones y de la organización social -y también del poder militar- son el
núcleo de la evolución humana. Esas innovaciones, y Marx era consciente de eso,
no ocurrieron y no ocurren por sí mismas. Las fuerzas materiales y culturales y
las relaciones de producción son inseparables; son las actividades de hombres y
mujeres que construyen su propia historia, pero no en el "vacío", no
afuera de la vida material, ni afuera de su pasado histórico.
Del neolítico a la era nuclear
En consecuencia, las nuevas perspectivas para la historia también deben
llevarnos a esa meta esencial de quienes estudian el pasado, aunque nunca sea
cabalmente realizable: "la historia total". No "la historia de
todo", sino la historia como una tela indivisible donde se interconectan
todas las actividades humanas. Los marxistas no son los únicos en haberse
propuesto ese objetivo -Fernand Braudel también lo hizo- pero fueron quienes lo
persiguieron con más tenacidad, como decía uno de ellos, Pierre Vilar.
Entre las cuestiones importantes que suscitan estas nuevas perspectivas, la que
nos lleva a la evolución histórica del hombre resulta esencial. Se trata del
conflicto entre las fuerzas responsables de la transformación del homo sapiens,
desde la humanidad del neolítico hasta la humanidad nuclear, por una parte, y
por otra, las fuerzas que mantienen inmutables la reproducción y la estabilidad
de las colectividades humanas o de los medios sociales, y que durante la mayor
parte de la historia las han contrarrestado eficazmente. Esa cuestión teórica
es central. El equilibrio de fuerzas se inclina de manera decisiva en una
dirección. Y ese desequilibrio, que quizás supera la capacidad de comprensión
de los seres humanos, supera por cierto la capacidad de control de las
instituciones sociales y políticas humanas. Los historiadores marxistas, que no
entendieron las consecuencias involuntarias y no deseadas de los proyectos
colectivos humanos del siglo XX, quizás puedan esta vez, enriquecidos por su
experiencia práctica, ayudar a comprender cómo hemos llegado a la situación
actual.