
Siempre me pareció un tanto extraño,
inexplicable, ese desconocimiento, tan parecido al menosprecio, de la obra de
Fuad Jorge Jury “a” Leonardo Favio, aun entre quiénes presumían de conocer algo
de cine. La última evidencia de primera mano la obtuve hace dos años cuando
invitado a elegir “la mejor película del mundo” por la revista
“Afuera” para su presentación comentada en la
actividad mensual co-programada con la Cinemateca sugerí El romance del Aniceto y la Francisca
(1967).
La pregunta, reiterada, antes, durante y después
de la exhibición de aquella copia lamentable que pudimos conseguir, impactante
a pesar de tales condiciones, fue ¿así que además de ser cantante Favio también
hacía películas? Ocurre empero que Favio no hacía películas “además de……
cualquier otra cosa”. Era en primer lugar hombre de cine, uno de los 5 mayores
directores latinoamericanos de todos los tiempos, afirmo
y firmo donde fuera menester. La sugerencia no
resultaba por lo demás casual, ocurrencia del momento. Desde siempre, consta en
varias encuestas sobre el particular, incluí ese título en la nómina de mejores
películas vistas por mí, que no entre las “10 mejores de todos los tiempos” o
cosa por el estilo pues ello supondría que uno tuvo la
ocasión efectivamente de ver todas las
producciones de todos los tiempos y orígenes, lo cual, es obvio, nadie pudo.
Debo haber asistido por primera vez a una
proyección de Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó
trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más..., tal era en verdad el título
completo, hacia 1969, un par de años después de su estreno –más luego la volví
a gozar al menos media docena de veces-: deslumbramiento
instantáneo, amor a primera vista que le dicen.
Poco después recibí el segundo directo a la mandíbula mirando Crónica de un
niño sólo (1965). El knock out definitivo acaeció con El dependiente
(1969). Aquella trilogía en blanco y negro, cuando ya casi nadie filmaba en
blanco y negro, alcanzaba y sobraba para garantizarle a Favio un lugar
imperecedero en la galería de los grandes del
cine del continente y universal.
Lo dicho no supone sin embargo ninguna
secundarización de Juan Moreira (1973); Nazareno Cruz y el lobo (1975) o Gatica
el mono (1993), otra triada de parecida robusta solidez estética y narrativa.
El estilo Favio, aunaba en efecto la
desenvoltura para contar historias con un vigor plástico de gran aliento. Sin
embargo entre los dos momentos mencionados de su filmografía existen
diferencias, similitudes de igual manera, que conviene puntualizar.
Respecto a estas últimas sobre todo la capacidad
del director para acompasar la técnica a las necesidades del contar, dejando
fluir sencillamente un talento innato y una sensibilidad indoblegable a las modas
y a las fórmulas. Los rudimentos formales los absorbió durante una inicial
carrera de actor, a órdenes de Leopoldo Torre Nilsson,
nombre asimismo trascendente en el panorama del
cine argentino y de su sempiterna búsqueda de carácter propio.
Protagonista de una media docena de títulos al
despuntar la década de los 60, la de intérprete no era sin embargo una
actividad en la cual se sintiera totalmente a gusto. Al punto que entrevistado
algunas décadas después, puso las cosas en su lugar: “la única película que para
mí fue trascendente es Cuando en el cielo pasen lista, en la que
participé cuando estaba internado en el Hogar El
Alba. Esa película la recordé toda mi vida porque ese día –yo tendría ocho
años– nos dieron chocolate.”, puntualizando al pasar el carácter en buena
medida autobiográfico de Crónica de un niño solo.
Incidentalmente: tampoco aprendió nunca solfeo,
lo cual no le impidió componer e interpretar un puñado de canciones que lo
empinaron en determinada instancia a la cabeza del ranking discográfico, especialmente
con “Fuiste mía un verano” (1968), así como las propias bandas sonoras de
algunos de sus largos. Lo dicho: talento y
sensibilidad en dosis superlativas.
Los tres títulos señalados en el primero de los
tramos acotados exhiben un claro sesgo neorrealista en la manera de aproximarse
a sus protagonistas y a las historias por ellos vividos. Es un acercamiento despojado,
ayuno de afeites, a los dramas de gente común: Polin niño de once años sin
familia internado en un hospicio administrado
brutalmente bajo un régimen dictatorial; el
romance melancólico –trágico finalmente-, de los personajes del título en
cierto pequeño pueblo de provincia; un tal Fernández, oscuro empleado de
ferretería de barrio cuya vida monocorde y sin horizonte da un vuelco
inesperado al conocer a la chica que, fabula, es la de sus sueños.
En cambio el segundo de los bloques rescata
esencialmente elementos del imaginario popular. La historia, mitad ficción
mitad real de un gaucho acorralado a fines del siglo XIX por el avance de la “civilización”,
optando en su desacomodo por el bandidaje, y
transformándose en una suerte de justiciero que
encarna la tradición frente a una modernidad de cuño extranjero; la
leyenda del séptimo hijo varón que se transforma en lobizón durante las noches
de luna llena; el periplo vital del popular pugilista nacido en la más extrema pobreza,
convertido en símbolo peronista y en una celebridad mimada
por los medios oficiales, la prensa y las
multitudes, pero que una vez derrocado el régimen de Perón volvió a caer de la
fama al abandono y la indigencia, muriendo finalmente atropellado por un
colectivo.
Abundaremos enseguida en el análisis. A modo de
paréntesis conviene recordar empero que en 1999 Favio rodó Perón, sinfonía del
sentimiento extenso documental laudatorio -346 minutos de duración-, donde las imágenes
documentales alternan con secuencias de clara impronta mítica. El conjunto
certifica la militancia peronista incondicional
del director.
No obstante el reiterado tono épico y el vuelo
poético de siempre impresos al relato, aquel resultado fue duramente
cuestionado debido a las omisiones en las cuales incurrió tal visión, casi
idílica, de la trayectoria de Juan Domingo Perón, omitiendo los episodios
oscuros de su liderazgo, especialmente respecto a las más que dudosas
decisiones
adoptadas en su regreso al poder en los 70,
cuando, bajo su consentimiento, acabó rodeado por el siniestro grupo de futuros
promotores de la triple AAA y de la guerra de exterminio interno saldada con
30.000 muertos y/o desaparecidos.
Tal vez esa militancia en un movimiento cuya
mera mención incluso estuvo prohibida en la Argentina después de
1955 explique en parte, pensé a menudo, el asordinado tratamiento de la obra de
Favio en su propio país y, en consecuencia en el resto del continente, máxime teniendo
en consideración que las suyas, salvo Juan Moreira, no fueron casi nunca
películas taquilleras, más bien objetos de culto.
Pero bien, especulará a estas alturas el lector,
¿cuál era en verdad la cifra de la grandeza cinematográfica de Favio?, porque
hasta aquí información y punto.
Veamos entonces. El depurado clacisismo de
su puesta en imagen podría ofrecernos una pista inicial. La transparencia
absoluta de una manera de estructurar el relato focalizándolo sobre
personajes arquetípicos y al mismo tiempo profundamente humanos, equilibrio
extremadamente difícil de alcanzar salvo a través de una concentración
dramática sin concesiones al adorno o a los firuletes estilísticos
prescindibles. Y ello supone por añadidura apostar buena parte de las fichas a
la
imagen justamente. De hecho los parcos diálogos,
no exentos de precisión y contenida sugestión lírica, son siempre un plus,
nunca el sustento del relato como tal. Una suerte de camino de regreso hacia las
cimas del cine silente.
En relación a la primera trilogía esencial de
Favio menciono arriba la escuela neorrealista como referente de un modo de
situar la cámara frente a la realidad. Son detectables asimismo parentescos
narrativos inocultables con la entonces en boga “nueva ola” –icluyendo el
recurso al blanco y negro no por insuficiencias presupuestarias, por premeditación
expresiva-.
También, o sobre todo, en la persistencia de un
sello autoral propio, al igual que en el lacónico ascetismo bressoniano de la
puesta en escena; en la libertad para trasgredir los convencionalismos del tramado
dramático; en el uso acentuado del contraste cromático para densificar la carga
dramática de las imágenes justamente; y en la
acentuación gestual para franquear el acceso a
la interioridad de esos seres mayormente atribulados cuya mirada resulta
suficiente para dar cuenta de sus desconciertos y pesares. Algo también hay de
la austeridad bergmaniana en ese Favio que no se permite, ni nos permite,
concesiones a la sensiblería para abordar la pobreza con una
mirada desvestida adicionalmente de cualquier
rasgo de conmiseración, lo cual no lo priva de encontrar una escondida
fulguración allí donde parecieran imperar solo la sordidez y la fealdad.
Siendo la imagen el soporte narrativo esencial,
en la riqueza visual y la belleza plástica se hallaba fincada en buena
parte la posibilidad de poner a disposición del espectador el sentido profundo
de esas inmersiones en la profundidad del alma colectiva. Y si en los tres títulos
en blanco y negro la fotografía alcanza cotas de admirable
calidad, es en el trance del paso al color y en
el desafío implícito de rehuir el mero colorido ilustrativo cuando la potencia
visual del estilo de Favio estalla en una luminosidad acorde a tal suerte de inflexión
radical de su obra, saltando del intimismo minimalista a la exuberancia
operística, a la prodigalidad coral. De hecho solo en las
obras de Kurosawa y de Jancso pude advertir
similar capacidad para trabajar la paleta cromática con una carga significante definitivamente
alejada de los convencionalismos del cine dominado por la técnica.
Miradas la cosas desde la perspectiva de los
años transcurridos definitivamente parece lícito poner en paralelo aquel
notorio cambio de tono en la filmografía de Favio con la atmósfera política argentina.
La claustrofobia y el ensimismamiento común a sus tres
primeros largos se corresponde con un tiempo
signado por la desesperanza y la opresión: el de los regímenes dictatoriales
post 55. En cambio el estallido plástico y gestual común a su vez a los tres títulos
siguientes, alejados del austero ascetismo precedente y más bien emparentados
con las efusiones del espectáculo circense, el
folletín de radionovela y el western “a la Leone”, traduce la apertura a
un tiempo de ilusiones recobradas y de la retoma por el movimiento popular de
un protagonismo combatiente.
El estreno de Juan Moreira apenas un mes antes
del segundo regreso de Perón desde el exilio, bajo el gobierno peronista de
Campora, traducía la vuelta de la esperanza a cielo abierto. Aun cuando ese
retorno anunciaba también premonitoriamente la tormentosa conflictividad de los
tres años siguientes, cuyos rasgos más ominosos estuvieron
personificados en las grotescas figuras de
Isabel Perón y José “el brujo” López Rega. La denominada “masacre de Ezeiza”
montada por la derecha justicialista el mismo día del arribo del líder esperado
durante dos décadas fue el aviso de la tragedia que sobrevendría con el brutal
asalto al poder en 1976 por la
Junta encabezada por Videla.
Aquel día Favio salvó personalmente la vida de
al menos una docena de militantes de la Jota Pe (La Juventud Peronista)
a punto de ser fusilados por las bandas paramilitares, poco después institucionalizadas
en la triple AAA, que incubaban el huevo de la
serpiente, episodios curiosamente pasados por
alto en el documental del 99.
“Hay que ser consciente de que la utilización de
la cámara es siempre una cuestión moral, como bien lo dijeron los maestros
europeos”, sostuvo Favio en una larga conversación publicada a mediados del
2008, poco antes del estreno de Aniceto, su última producción en la cual rehace
el Romance…… en formato de ballet, cerrando al mismo tiempo el círculo de su
obra con una retoma de la austeridad de los inicios.
“Todo es bueno para lograr la emoción, el cine
no es otra cosa que lograr la emoción. En última instancia somos beduinos
contando un cuento en el desierto” anotó en la misma charla.
En ambas aseveraciones están condensados de
alguna manera el credo estético del director y su sentido ético del cine
comprendido como un oficio atenido a la belleza y el rigor, respetuoso en
definitiva del espectador concebido no en el modo del consumidor, según
prevalece en el grueso de la producción obsesionada por el negocio. Es también,
implícitamente, una descripción del carácter de
un hombre íntegro, reacio a los oropeles y trajines del mundo del espectáculo.
Un tipo sencillo según testimonio coincidente de quiénes los conocieron de cerca
a lo largo de las décadas durante las cuales construyo aquella obra angular del
cine del último medio siglo.
Todo ello sin olvidar la estrecha ligazón de
Favio con la cultura popular argentina contemporánea. A ella aportó igualmente
desde la música, claro está, mostrando en ese ámbito también un sello personal inconfundible,
aquellas baladas carraspeadas, en parte dichas en parte cantadas, así en
su momento hubiese sido mezclado con ligereza
inducida por la confusiones deliberadas de la
industria discográfica, con otros íconos de la canción de consumo masivo tales
como “Palito” Ortega o Leo Dan, cuando lo suyo estuvo siempre más próximo a las
aportaciones de los grupos fundacionales del rock de aquel país: Almendra o Vox
Dei, que me disculpen los puristas a quiénes semejante
afirmación les sonará de seguro a chirriante
herejía.