
Cuando uno contempla la realidad
económica y social española y de ahí
amplía su mirada y la dirige hacia la de los
pueblos portugueses o
griegos no puede dejar de hacerse algunas
preguntas incómodas: ¿hasta
cuándo serán capaces de aguantar tanto
sufrimiento? ¿Cuál será la
capacidad de resistencia de las estructuras
familiares que, en estos
momentos, son la red última de seguridad para
evitar la caída de
millones de personas en la exclusión social?
¿Merecen acaso dichos
pueblos la tragedia que están sufriendo cuando
han vivido y siguen
viviendo en un entorno marcado, precisamente,
por su grado de
desarrollo y la amplitud de sus estructuras de
bienestar social? ¿En
qué momento entenderán que esta crisis solo
admite soluciones de
ruptura y que toda propuesta reformista que no
entre de lleno a las
razones de la crisis está abocada a prolongar el
sufrimiento? Y en el
momento en el que entiendan esto último, ¿cuál
será su reacción frente
a una clase política que ha borrado de su
vocabulario, y no digamos de
sus políticas, el concepto de dignidad?
Como puede apreciarse, las preguntas no son
pocas ni la incomodidad
que despiertan es menor. En cualquier caso,
muchas de ellas ya están
siendo objeto de discusión en el marco de una
reacción popular tan
particular como es la de los “indignados” en
España.
Una reacción que surge al abrigo de una
convocatoria puntual de
movilización ciudadana y que se ha convertido en
foco de atención e
interés mundial. Su demanda no podía ser más
básica y, al mismo
tiempo, más perturbadora: democracia real.
De repente, la crisis económica erosionaba el
principal pilar de la
legitimidad de la clase política española: el
acceso al consumo.
Mientras que la renta y los niveles de vida de
la población fueron en
aumento y éstos se asociaron tanto al
advenimiento de la democracia
como a la incorporación a la Unión Europea y,
posteriormente, en la
Unión Monetaria nadie quiso cuestionar la pantomima
democrática que,
desde los tiempos de la Transición, se ha
vivido en España. La mejora
de las condiciones económicas, aún a pesar de su
desigual
distribución, alejaba cualquier posibilidad de
cuestionamiento del
orden político y ha tenido que ser el deterioro
de las mismas el que
ha abierto la caja de Pandora.
De repente, una ciudadanía desideologizada y
despolitizada, adormecida
por la condición de nuevos ricos generada al
calor de la burbuja
inmobiliaria, descubría, con su estallido, que
había entregado la
soberanía popular a una clase política que
actuaba en connivencia con
los poderes económicos y en contra de sus
representados; descubría que
sus condiciones de vida dependían, en última
instancia, de la política
y no, como les habían hecho creer, de las leyes
del mercado y su
capacidad de posicionarse en el mismo;
descubría, paulatinamente, la
distinción entre la Política en mayúsculas y
la clase política en
minúsculas.
El proceso no ha sido ni fácil ni ágil. Para
muchos fue el
descubrimiento de las asambleas, del respeto a
la palabra ajena, de la
importancia de la argumentación, de lo complicado
que resulta la
propuesta en positivo frente a la crítica en
negativo. En gran medida,
para la gran mayoría ha supuesto el nacimiento a
su condición de seres
políticos que, aún en pañales, contemplan con
ingenuidad el mundo que
les rodea y las formas de transformarlo.
Con ello no quiere minusvalorarse en lo más
mínimo al movimiento, tan
sólo se lanza una nota de advertencia sobre sus
posibilidades reales
de transformación de la realidad política
española. Y es que, desde su
aparición, el movimiento de los “indignados” o
el 15M como se le
conoce en España, es una expresión diferente,
rara, anómala de los
movimientos sociales clásicos y eso es tanto la
fuente de sus
fortalezas como de sus debilidades.
De sus fortalezas porque es una realidad en
continua construcción,
capaz de reinventarse así misma bajo nuevas
formas, que aglutina a
sectores sociales que hasta ahora habían
permanecido estancos pero
que, ahora, confluyen en un sentimiento: la
indignación. Una
indignación que puede obedecer a razones muy
diferentes, disímiles
entre sí, pero que actúa como vector dinamizador
de la protesta
ciudadana y se convierte en la principal
expresión, frente a las
reivindicaciones concretas, del propio
movimiento.
Pero, al mismo tiempo, esa forma anómala y ese
actuar en torno a un
sentimiento y no alrededor de reivindicaciones
concretas puede ser la
principal fuente de su debilidad. La alianza
táctica entre quienes
desean simplemente reformar el sistema
capitalista y entre quienes
plantean no sólo la necesidad de una reescritura
completa del pacto
social que nos rige sino también la superación
del capitalismo es muy
quebradiza, máxime en un contexto crecientemente
represivo y dominado
por la virulencia de los recortes económicos y
sociales. En ese
entorno, la influencia de las posiciones
conservadoras, temerosas de
cualquier ruptura, puede impedir el avance hacia
la única
reivindicación verdaderamente emancipatoria:
democracia real y
efectiva.
http://www.pagina12.com.ar/diario/economia/2-206080-2012-10-22.html
Alberto Montero Soler @amonterosoler ([email protected]) es
profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga
y presidente
de la Fundación CEPS. Acaba de publicar junto a Juan
Pablo Mateo el
libro "Las finanzas y la crisis del euro:
colapso de la Eurozona",
en
Editorial Popular. Puedes leer otros textos
suyos en su blog La
Otra
Economía.