En la plaza del pueblo del jacha kachi (gran peñasco puntiagudo),
sorprende ver el busto del Gran Mariscal de Zepita

Estando en La Paz, tenía muchas ganas de conocer
Achacachi (Jachakachi, en aymara), ese pueblo sobre el cual leí tantas confabulaciones
en la prensa nacional, a través de la
Red de Internet, mientras vivía en Estocolmo.
En mi mente se agolparon las imágenes y los textos que me acercaron a la fama
de los achacacheños, quienes, en algunos medios de información, aparecían como
feroces guerreros. Se decía que los comunitarios lincharon a sangre fría a dos
presuntos ladrones, que cometieron delitos de robo junto a una pandilla de
jóvenes que se
dieron a la fuga ante la acción directa de las Juntas Vecinales, que no cesaban
en dar con sus paraderos bajo la instauración de un “estadio de sitio civil”.
Daba la sensación de que Achachachi era un pueblo sin ley, con pandillas de
delincuentes dedicados a robar objetos de valor de los vecinos y asaltar, a
mano armada, los puestos
de los comerciantes más prósperos del pueblo.
Después se me grabó la noticia de que se había formado en Warisata un ejército
escarlata para combatir al gobierno de Gonzalo Sánchez de Losada en septiembre
del 2003. Los insurgentes, ataviados con poncho rojo, pasamontaña, chalina, qurawa,
lluchu, chuspa y wiskha, fueron conocidos como los Ponchos Rojos y se decía
que, aferrados a fusiles Máuser, reliquias de la Guerra del Chaco, estaban
dispuestos a
defender la integridad territorial de Bolivia y a meter bala contra los
enemigos del movimiento indígena, que durante siglos había soportado el
menosprecio y la desidia de los gobiernos mestizos y criollos.
La leyenda negra de este ejército escarlata creció rápidamente cuando se dijo
que se los vio entrenarse junto a guerrilleros especializados en Cuba y
Venezuela, y que realizaban pruebas espartanas para comprobar la fiereza, en el
combate, de sus jóvenes diestros en el manejo de las armas y la palabra. Sin
embargo, la detonante mayor fue
cuando el 23 de noviembre de 2007, en un acto público y en señal de amenaza
contra los líderes de los cívicos cruceños, degollaron a dos perros que,
agitando sus patitas ante las miradas absortas de los presentes, lanzaron su
último suspiro entre estertores de agonía.
Esta demostración de “bravura”, como es de suponer, removió los sentimientos
más nobles de la gente y el repudio generalizado tanto dentro como fuera del
país, porque nadie podía concebir la idea del porqué unos luchadores de la
libertad se ensañaban de manera brutal contra dos indefensos animales, que nada
tenían que ver los regímenes
coloniales ni la injusticia social.
Estos fueron algunos de los antecedentes que me motivaron a viajar a este
pueblo que, a pesar de todo lo que se especuló en la prensa, era similar a
cualquier otro pueblo de los Andes. En efecto, viajar en microbús significaba
contemplar una parte de la belleza del altiplano, las cumbres nevadas de la
cordillera, las orillas del lago Titicaca,
más azules bajo un cielo despejado, y los ayllus pintorescos a lo largo del
trayecto, con casitas de construcción rústica, árboles esparcidos por doquier y
animales pastando en los campos y las quebradas de los ríos.
Para cualquiera que recorra el trayecto entre El Alto y Achacachi, el territorio
de acción de los temibles Ponchos Rojos y la provincia Omasuyos del
departamento de La Paz,
es un placer para el alma y una visión inquietante para la mente, que no cesa
de explicarse cómo esta población que está a 96 km hacia el norte de la
capital de Bolivia, a
3.854 metros sobre el nivel del mar y en lado este del lago sagrado, hizo
correr tanta tinta y se ganó la fama de ser un sitio harto peligroso, si lo
cierto es que Achacachi fue en otrora la capital del señorío aymara “Umasuyus”,
que resistió al embate de la invasión del imperio incaico en defensa de sus
tradiciones ancestrales. La
resistencia contra los quechuas fue tan significativa que todavía hoy existen
pobladores que se comunican en un aymara puro y antiguo, y se sienten
orgullosos de su estoicismo y espíritu guerrero, que también afloró con pujanza
a la llegada de los conquistadores ibéricos.
Desde la ventanilla del minibús, y a considerable distancia, divisé en una
colina el monumento de Tupac Katari, quien, honda en mano y la mirada tendida
en el horizonte, parece custodiar al pueblo, presto a defender a sus hermanos
de raza ante la invasión de cualquier tropa que intentará avasallar los
derechos legítimos de los achacacheños,
que ya tiene un lugar privilegiado en los anales de la historia nacional, desde
el instante en que los Ponchos Rojos, llevando sus inseparables armas debajo
del poncho y los chicotes alrededor del cuello, dieron la alarma de que estaban
dispuestos a defender los
intereses indígenas a sangre y fuego.
Cuando el minibús ingresó al pueblo, levantando polvareda y bajo un sol que
caía a plomo, apareció en una de las calles el frontis del Estadio Municipal,
donde pendía un gigante cartel con la imagen sonriente del Presidente del
Estado Plurinacional y una consiga que decía: “Bolivia cambia, Evo cumple”.
Ni bien llegué a la plaza principal y me apeé de la movilidad, que cargó a más
pasajeros de lo debido, pregunté dónde quedaba la sede de los Ponchos Rojos.
“Allá donde el diablo perdió el poncho”, me contestó un peatón queriendo
pasarse de listo. Luego le pregunté a una señora que estaba sentada en la
puerta de su tienda. Me miró extrañada
y me contestó: “Ésos son unos forajidos, desalmados, cada vez que se reúnen en
la cancha, se vienen al pueblo al son de pututus y haciendo silbar sus chicotes
en el aire, para asaltar las tiendas de los comerciantes. Nosotros les tememos
como a la mismísima muerte”. Me quedé pensando por un instante en lo que dijo
la señora y proseguí mi
camino, sin dejar de indagar sobre el paradero de estos achacacheños que han
sembrado, con sus dichos y acciones, el pánico entre los comerciantes que
pululan en las calles principales.
En la pequeña plaza del pueblo, cuyo nombre proviene de los vocablos jacha
(grande) y kachi (peñasco puntiagudo), me sorprendió ver el busto del Gran
Mariscal de Zepita entre el follaje de los árboles, con el rostro lampiño y
luciendo su casaca de general, ornamentada de medallas y gruesas charreteras, a
la usanza de los guerreros de la
independencia. No era para menos, aunque Andrés de Santa Cruz fue uno de los
padres de la patria y oriundo de una población cercana a Achacachi, jamás dejó
de ser el hijo de una familia de la nobleza colonial. Y, por lo tanto, mi
sorpresa fue verlo convertido en emblema en el mismísimo corazón del pueblo,
donde los Ponchos Rojos defendían
con intransigencia los ideales más radicales de los ideólogos del indigenismo
boliviano.
No muy lejos de la plaza, me encontré con un viandante que lucía sombrero,
terno y chicote al cuello. Le pregunté si sabía algo acerca de los Ponchos
Rojos. Hizo un alto en su camino y me explicó que eran “personas normales” y
que no hacían daño a nadie; al contrario, eran personas políticamente conscientes
y que no buscaban otra cosa que la
justicia social y el respeto a favor de los indígenas que, desde la llegada de
los conquistadores, sufrieron la discriminación, marginación y el menosprecio;
primero por parte de los colonizadores y después por parte de los gobiernos karas.
Entonces, los Ponchos Rojos dijeron basta a los gobiernos opresores y proclamaron
la consigna de nunca más se debe tratar a los indios como animales. Asimismo,
lanzaron la consigna de reconstruir el Kollasuyo, marcando a fuego el regreso
al ayllu con todas las virtudes y costumbres tradicionales, y adoptando la
forma de producción del
sistema comunitario, como las que todavía se practican en algunas comunidades
aymara-quechuas.
Las explicaciones y los argumentos de este indígena, que tenía el rostro
adusto, los ojos pequeños y la mirada profunda, me dejó meditando en que los
rebeldes de ponchos rojos, a pesar de que tenían la razón a su lado, estaban
destinados a sucumbir bajo el gobierno de Evo Morales, quien en un principio
les dio su apoyo, enalteciendo el
poncho rojo no sólo porque representaba la lucha por reconquistar los recursos
naturales, sino también porque había inspirado el uniforme que hoy caracteriza
al Regimiento Colorados de Bolivia Escolta Presidencial, y, claro está, tiempo
después les volvió las espaldas y les pidió deponer las armas en aras de la paz
social.
Al caer la tarde, volví a meterme en un minibús rumbo a la ciudad de El Alto, y
mientras iba dejando atrás las calles empedradas, las casas de adobes, las tiendas
atestadas de aguayos y a los achacacheños de trato afable, pensaba que en esta
población de aproximadamente 15.000 habitantes, compuesta por qullas (collas) y
mistis (mestizos), sobreviven varias tradiciones de su pasado histórico, como
las
organizaciones comunitarias ancestrales, ahora convertidas en sindicatos
agrarios, que defienden los intereses de los productores agropecuarios en las
comunidades, ayllus y haciendas.
Eso sí, debo confesar que, por mucho que lo intenté una y otra vez, no encontré
en mi recorrido a un solo Poncho Rojo, custodio del orgullo y la tradición
aymaras, salvo la frustración de haber viajado casi para nada, tras haber
tejido en mi mente un mundo de ilusiones en torno al ejército escarlata, que en
su momento despertó sentimientos tanto de amor como de odio entre los mismos
indígenas del Kollasuyo.