JORGE ABELARDO RAMOS. REVOLUCIÓN Y DESERCIÓN

Por:
Roberto Ferrero

Publicado el 01/01/2013

1.      REVOLUCIÓN.

 

     En los últimos años la reedición de los dos más importantes libros de Jorge Abelardo Ramos, sumada a la gran publicidad que le ha dado la recomendación pública del Comandante Chávez para que se lo lea, además de las polémicas que a su respecto se han  entablado entre algunas figuras que han sido o siguen siendo de la Izquierda Nacional -Norberto Galasso, Gustavo Cangiano, Carlos del Campo, Enzo Alberto Regali, Eduardo Sanchez, Luis Alberto Rodriguez, y otros, más las intervenciones anteriores de Carlos Falcone, Ernesto Laclau, Julio Fernandez Baraibar  y Enrique Lacolla- han puesto nuevamente en el tapete la figura y las ideas del creador del Frente de Izquierda Popular (FIP). Algunos de los textos elaborados son críticos y otros  verdaderas hagiografías, si consideramos sólo los provenientes de esta vertiente, pero no son los únicos:  Jorge Altamira, gurú del Partido Obrero, un Milcíades Peña de ultratumba, Osvaldo Coggiola y ensayistas de igual laya se han ensañado contra Ramos sin ningùn sentido histórico, odiándolo por sus aciertos como  intelectual nacional y por haberlos expuestos tal cual son: cipayos disfrazados de revolucionarios, funcionales al establishment.

   Los datos biográficos esenciales de Jorge Abelardo Ramos son por todos conocidos: nacido en un barrio de Buenos Aires, hijo y nieto de anarquistas, dirigente juvenil de este signo en el secundario, descubrió más tarde el trotskismo y militó con sus fieles contra la Segunda Guerra Mundial y el régimen conservador, el stalinismo y el socialismo juanbejustista. En 1946 apoyó al peronismo y tres años después publicó “América Latina, un país”, su libro iniciático con el cual incluyó por primera vez el ideario unitarista de los Libertadores en la perspectiva del marxismo criollo. Fundó revistas -“Octubre”, “Política”, “Izquierda Nacional”...- editoriales y partidos. Participò del Partido Socialista de la Revolución Nacional, y creò el Partido Socialista de la Izquierda Nacional y finalmente el Frente de Izquierda Popular (FIP), trasmutado en los años posteriores en Movimiento Popular de Liberación (MPL). Escribió libros trascendentales y -sobre todo- renovó el pensamiento político uniendo en una síntesis original los elementos que venían divorciados: lo nacional con lo socialista y utilizando como una herramienta de interpretación rigurosa de la realidad la metodología del marxismo y el concepto leninista de distinción entre países oprimidos y países opresores, obstinada e inflexiblemente, siempre “en la huella, /siguiendo una estrella”, como dice Horacio Guarany en “Guitarras de Medianoche”. 
    Sin adentrarnos entonces en su biografía, ya muy completa y erudita  en el libro que le dedicó Enzo Alberto Regali, más allá de las interpretaciones siempre discutibles del autor,
quisiéramos aportas algunas reflexiones sobre ciertas facetas de su personalidad como hombre político, que no persona privada.

    Dos de ellas son la de orador y la de impulsor generoso. Alguien que sabía lo que decía -creo que Groussac, pero no lo aseguro- escribió que “el orador vive de la improvisación; el escritor muere de ella”. Vale decir: casi ningún gran escritor, que elabora morosamente la expresión de su pensamiento, es buen tribuno y ningún gran orador será tal si se expresa en la tribuna como un  literato, ya que la rapidez de palabra y el hilvanamiento armonioso de sus frases debe ser espontaneo y asertivo a la vez.  Esa es la regla que nos revelan los hechos. Así Alem, extraordinario orador de barricada, y Lisandro de la Torre, no menos grande en el Parlamento, eran bastante modestos en su expresión escrita, correctos cuando màs. Y grandes escritores como el propio Groussac, Joaquín V. González, Arturo Frondizi o Fermìn Chàvez, no se destacaban por sus dotes oratorias, aunque no eran malos como expositores. Leopoldo Lugones leía los discursos que previamente había redactado, igual que Belisario Roldan. Jorge Abelardo Ramos rompió esa regla: eran tan grande con la pluma como con el verbo improvisado. Hablaba con una voz fuerte y clara, manejaba magistralmente los tiempos, los silencios, los énfasis. Las metáforas brillantes, las ironías apabullantes y las síntesis acabadas brotaban de su boca en un torrente armonioso que entusiasmaba y educaba. Interpelaba simultáneamente al corazón y a la inteligencia de sus oyentes. Recuerdo todavía una mesa de debate histórico que organizamos allá por mediados de los Sesenta en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo, en la cual participaron Alfredo Terzaga, Fermín Chávez y el “Colorado”. Él centralizó todo el interés y casi todas las preguntas de un público muy variado que llenaba el auditorio. Al responder la última, transformó la contestación en un discurso político de alto voltaje. Se paró ante la mesa, con sus dos manos sobre ella y dio rienda suelta a su oratoria, ante el fervor creciente de la gente. Cuando terminó, todos -estudiantes, curiosos, docentes en busca de puntaje- lo aplaudieron fervorosamente de pie, ganados por su fuego y la sinceridad de sus palabras tanto como por el acierto de sus anàlisis. En Bolivia, en Uruguay, en Chile y en las provincias argentinas que recorrió, siempre su verbo atrajo jóvenes entusiasmados a las filas del socialismo nacional.

   Que era un escritor magistral, como lo revelan sus libros y sus innumerables notas y artículos, es cosa aceptada. Pero no sólo escribió magistralmente. También hizo escribir y despertó vocaciones. Siempre con extrema delicadeza, sugería temas a los más jóvenes, les señalaba los desarrollos posibles y la bibliografía y -una vez escrita la obra, si ella era de valor- la editaba generosamente a través de alguna de las tantas editoriales que organizò. No sentía esos celos propios de los intelectuales pequeñoburgueses que se disputan la figuración, ni temía competencia alguna de ningún compañero talentoso. No sentía odios personales; sólo tenía enemistades políticas. Por ello, cuando alguien que lo había combatido se acercaba a las filas de la Izquierda Nacional, lo recibía con los brazos abiertos, sin rencores, y hasta le daba el protagonismo que merecía en sus revistas o editoriales. Tal sucedió, por mencionar algunos, con los hermanos/rivales del grupo “Frente Obrero”, concretamente con Ernesto Ceballos o el mismo Aurelio Narvaja. O con los hijos pródigos que al cabo de los años volvían a las filas que habían abandonado: González Trejo, Blas Alberti y algún otro. 
   Tuvo, naturalmente, sus lados grises -cierta propensión inconsciente hacia el autoritarismo quizá natural en todo liderazgo, cierta displicencia en cuestiones econòmicas- pero en el balance personal global sus cualidades de revolucionario e intelectual pesaban mucho más. Por ello disfrutó de la amistad de otros grandes intelectuales como nuestro Alfredo Terzaga, prácticamente el único en Córdoba que lo tuteaba; Jorge Enea Spilimbergo o el eminente chileno Pedro Godoy Perrìn, el teòlogo uruguayo Methol Ferré y el escritor, periodista y senador boliviano Andrés Solís Rada, todos sus discìpulos en mayor o menor medida. Sin contar a Arturo Jauretche, al escritor boliviano Augusto Cèspedes o al ex-Presidente de Bolivia Dr. Hernàn Siles Suazo o el publicista oriental  Carlos Real de Azùa.

 

    Donde él estaba presente, no podía pasar desapercibido, fuera una mesa de café, un congreso, o una tribuna compartida. Su personalidad se imponía a todos. Ernesto Sábato -con quien fundara en 1941, en Punta Alta, el Partido Obrero de la Revolución Socialista- lo hizo personaje (el “pelirrojo Méndez”) de una de sus novelas;  el notable narrador Jorge Asis lo incluye con nombre propio en uno de sus cuentos, y don Arturo Peña Lillo, el mítico editor del pensamiento nacional, decía de él en sus “Memorias de Papel” que si no se hubiese dedicado a la política habría “sido el novelista más brillante de Latinoamérica”, superior a García Márquez o Vargas Llosa. Manuel Gálvez se refirió elogiosamente a sus libros. Los verdaderos irigoyenistas, como el sabattinista cordobés Mario Roberto, constituyente de 1957 y diputado por el radicalismo, lo admiraban. Perón -uno de los militares más instruidos de su generación- le daba trato de “estimado amigo” en sus cartas y la dirigencia histórica del peronismo lo respetó siempre.

   Jorge Abelardo Ramos no odiaba a nadie por sus ideas, como dijimos -únicamente a los vendepatrias- pero ¡él sí que fue odiado! Lo odiaban los plumíferos de la oligarquía, que manejaban todos los accesos al prestigio intelectual; los políticos venales, los mixtificadores de la vida cívica, el grueso de la pequeñoburguesía universitaria y porteña, y la izquierda antinacional y cipaya. “Primera Plana” encontró espacio entre sus páginas para “ningunearlo” unas veces y exponerlo policialmente otras; Codovilla y Ghioldi destacaron a su cáfila de escribidores para difamar a él y a nuestra corriente de ideas en un número especial de “Cuadernos de Cultura”. Milcíades Peña -autor de una interpretación errónea y absurda de la historia argentina- lo injuriaba, enfermizamente, cada vez que podía, sin motivo alguno. 

 

 

  1.  DESERCIÓN.

 

Y sin embargo, este hombre admirable por tantos aspectos, nos defraudó al final de su vida. Él había predicado durante cuarenta años que los socialistas debían acompañar fraternalmente a las masas populares, integrarse como ala izquierda al movimiento nacional aunque éste estuviese momentáneamente dirigido por la burguesía, porque cuando esta clase abandonara sus banderas antiimperialistas, sólo la Izquierda Nacional las recogería para profundizarlas y encaminarse al socialismo. Adaptación flexible y aparentemente realista de la teoría trotskista de la Revolución Permanente. Así lo hizo hasta 1989, pero cuando -en este momento histórico- el menemismo traicionó las consignas de Perón y la Revolución Nacional, cuando hubo llegado el momento de levantar las banderas que Menem pisoteaba, Jorge Abelardo Ramos, en lugar de asumir la tarea que había predicado incansablemente, ¡salió apoyando a Menem y aceptando representarlo como embajador en Méjico! No sólo no levantó las banderas resignadas, sino que entregó las nuestras: dispuso la afiliación al peronismo menemista. No había querido aceptar una alianza con el justicialismo en 1973, cuando éste vivía un reverdecimiento revolucionario, pero sí aceptó ser funcionario de un régimen peronista neoliberal, entreguista y depredador. Su caso recuerda patéticamente al del teórico ruso Jorge Plejanov, que toda su vida predicó la revolución socialista en su patria, y cuando ésta al fin se produjo en 1917, la desconoció y la enfrentó acerbamente. 

   Esta defección -que nos causó en su momento tanta amargura e indignación y cuyos motivos no juzgamos ya tan severamente- se encuadra en la categoría histórica que Salvador Ferla, el escritor peronista autor del conocido libro “Mártires y Verdugos”, denominó “del Líder Desertor”. Desertor de su destino. Se refiere a aquellos dirigentes políticos a los cuales la Historia -vale decir el conjunto articulado de los acontecimientos precedentes- ha preparado para desempeñar un determinado rol, y que llegado el momento para asumirlo, desisten de él, se niegan a desempeñarlo, reniegan de su destino. Ferla lo ejemplificaba con Santiago de Liniers: con un enorme prestigio militar y político derivado de su protagonismo en las Invasiones Inglesas, combatido por los españoles y apoyado por todas las milicias criollas, estaba destinado por los hechos para cumplir el papel de Jefe de la Revolución de Mayo. Como tal lo esperaban los patriotas. Pero producido el 25 de Mayo, Liniers se niega a los requerimientos de los revolucionarios y prefiere transformarse en adalid de la contrarrevolución monárquica. 
    El esquema es aplicable a Jorge Abelardo Ramos: cuando llega el momento de la traición menemista a la Revolución Nacional, él era el mejor preparado -por sus intachables antecedentes de patriota y revolucionario, por el respeto que le prodigaba el peronismo histórico y el conjunto del movimiento nacional, por su jerarquía intelectual y por su audacia política- para asumir el rol si no de Jefe único, al menos de uno de los más importantes jefes de la Revolución Nacional. Si él hubiese tomado esa posición, se habría convertido en el centro aglutinador de una gran parte del movimiento nacional, desconcertado y desorganizado por la entrega de Menem al imperialismo. Pero no supo o no quiso hacerlo. Desoyó a la sociedad que andaba buscando un eje de reagrupamiento nacional. Pero la necesidad no desaparecía con su capitulación, y tanto es así, que a falta de un Jorge Abelardo Ramos, el movimiento nacional se tuvo que conformar con un Aldo Rico, con el déficit de jerarquía que tal reemplazo significó. El teniente coronel Rico -al que algunos de nuestros amigos siguieron (“a falta de pan, buenas son tortas”)- también capituló finalmente frente al peronismo, aunque esta vez fue ante el sector duhaldista, aliado inicial del menemismo. 
   Como dice  “El Dieciocho Brumario”, la historia se da dos veces: la primera como tragedia, la segunda como comedia. O lo que es igual, en nuestro escenario argentino: la primera con Jorge Abelardo Ramos y la segunda con Rico... 
   El caso de la capitulación in artículo mortis de Jorge Abelardo Ramos, necesitará no solamente de los auxilios de la sociología y la política, sino de los de la psicología misma para una explicación desapasionada y seria, que nosotros no intentaremos ahora, aunque otros hayan esbozado la suya. Verbigracia: Spilimbergo, la de su “pèrdida de confianza en las masas”, Gustavo Cangiano, la del “abandono del marxismo”, y Alberto Guerberof la del convencimiento de que todo habìa cambiado, que habia que empezar de nuevo y èl –JAR- “ya no tenìa edad ni  fuerzas para hacerlo”.


   Pero digamos en honor de Jorge Abelardo Jorge Abelardo Ramos que su sistema de ideas era tan sólido -por su verdad intrínseca y por la pasiòn con que había sido impartido- que resistió a la capitulación de su propio constructor. Los más importantes dirigentes y publicistas de la Izquierda Nacional no lo siguieron en el lamentable camino que había tomado. Abandonaron al hombre para poder permanecer fieles a los ideales que ese hombre les había enseñado como dignos de ser seguidos y vividos. No lo siguieron tampoco centenares de cuadros y militantes sencillos de las bases, que, en medio de su desconcierto, trataron de encontrar formas de  proseguir la lucha. Yo mismo, con el cariño y el respeto que le tenía, me negué a acompañarlo en esa aventura. Pero el daño que causó su capitulación fue muy grande. En provincias donde el FIP había tenido un gran desarrollo, como en Córdoba, la Izquierda Nacional dejó de tener presencia política como tal. La desvastación fue total: el ala “spilimberguista” se dividió por la mitad y una de estas se retiró de la actividad, mientras que la otra apoyó al delasotismo neoliberal; los “abelardistas” o se entregaron a Menem o se sumaron al movimiento de Rico. Pasarían algunos años para que pudiéramos restaurar mínimamente en la provincia la presencia de la Izquierda Nacional, sumándonos al esfuerzo que encabezaba en Buenos Aires el inclaudicable Alberto Guerberof y el “Movimiento Antiimperialista 2 de Abril” (luego “Movimiento Causa Popular”). En esa misma ciudad, con sus matices diferenciales -a veces muy profundos- el grupo “Socialismo Latinoamericano” de Osvaldo Calello y Gustavo Cangiano, “Patria y Pueblo” (hoy encabezado por Nestor Gorojovsky) y la corriente inspirada por Norberto Galasso, trataron de mantener las posiciones genuinas de nuestro sistema de ideas. En conclusión: es falsa la creencia de que “la Izquierda Nacional se pasó al menemismo”. Solo una minoría integrada por los elementos menos valiosos lo hizo.

  Siguieron a Ramos hombres de segunda línea, gente sin consistencia y sin fe, o demasiado confiados en la astucia política de Jorge Abelardo Ramos, el gran flautista de Hamelin que los conducía al abismo y los constituía de hecho como el “ala nacional” del bando imperialista, si es que semejante aberraciòn puede existir… (Hoy, los pocos de ellos que actuaron de buena fe,  “han vuelto arrepentidos a la casita de los viejos” como dice el tango, y es una obligación recibirlos entre nosotros  sin rencores ni reproches, ya que su retorno es una autocrítica de hecho, más valiosa que un masoquismo verbalizado). 

   Por su lamentable capitulación, podemos decir que el  querido “Colorado” cerró sus alas ya antes de morir. “Pero la antorcha lucífera no se apaga nunca, cambia de manos. Cada generación abre las alas donde las ha cerrado la anterior”, ha dicho con verdad José Ingenieros. Aquel primer Jorge Abelardo Ramos que con las alas de su pensamiento poderoso y su actividad infatigable volaba soberano por sobre el aleteo gallináceo de la izquierda adocenada y antinacional, es el Jorge Abelardo Ramos que debemos atesorar en nuestro recuerdo y en nuestro acervo político. Sobre el otro, el último Abelardo, debemos en cambio tender provisoriamente un manto de piadoso  olvido, mientras buscamos una explicación plausible a su deserción, puesto que, bien vistas las cosas, la categoría de Ferla es meramente descriptiva pero no explicativa. Su legado teórico y político es tan grande que merece que lo recordemos, lo estudiemos  y lo apliquemos obviando la conducta de su triste final. No para  repetirlo como quien susurra un ritual completo en si mismo y siempre igual, sino como una doctrina abierta, apta para hacer suyos los nuevos fenómenos de la sociedad argentina y latinoamericana  y las demandas sociales y políticas que de ellos surgen.

 

                                                                      Córdoba, 03 de enero de 2013.

 

 

(La presente es la versión ligeramente modificada de la nota  que fuera publicada por el CEPEN de Córdoba el 2 de octubre de 2004  al cumplirse el décimo aniversario de la muerte de Jorge Abelardo Ramos y enseguida reproducida en la versión digital de la revista “Patria y Pueblo”  y luego en  la del “Socialismo Latinoamericano”.)