
1. REVOLUCIÓN.
En los últimos años la reedición de los dos más importantes libros de Jorge Abelardo Ramos, sumada a la gran publicidad que le ha dado la recomendación pública del Comandante Chávez para que se lo lea, además de las polémicas que a su respecto se han entablado entre algunas figuras que han sido o siguen siendo de la Izquierda Nacional -Norberto Galasso, Gustavo Cangiano, Carlos del Campo, Enzo Alberto Regali, Eduardo Sanchez, Luis Alberto Rodriguez, y otros, más las intervenciones anteriores de Carlos Falcone, Ernesto Laclau, Julio Fernandez Baraibar y Enrique Lacolla- han puesto nuevamente en el tapete la figura y las ideas del creador del Frente de Izquierda Popular (FIP). Algunos de los textos elaborados son críticos y otros verdaderas hagiografías, si consideramos sólo los provenientes de esta vertiente, pero no son los únicos: Jorge Altamira, gurú del Partido Obrero, un Milcíades Peña de ultratumba, Osvaldo Coggiola y ensayistas de igual laya se han ensañado contra Ramos sin ningùn sentido histórico, odiándolo por sus aciertos como intelectual nacional y por haberlos expuestos tal cual son: cipayos disfrazados de revolucionarios, funcionales al establishment.
Los datos biográficos esenciales de Jorge
Abelardo Ramos son por todos conocidos: nacido en un barrio de Buenos Aires,
hijo y nieto de anarquistas, dirigente juvenil de este signo en el secundario,
descubrió más tarde el trotskismo y militó con sus fieles contra la Segunda Guerra
Mundial y el régimen conservador, el stalinismo y el socialismo juanbejustista.
En 1946 apoyó al peronismo y tres años después publicó “América Latina, un
país”, su libro iniciático con el cual incluyó por primera vez el ideario
unitarista de los Libertadores en la perspectiva del marxismo criollo. Fundó
revistas -“Octubre”, “Política”, “Izquierda Nacional”...- editoriales y
partidos. Participò del Partido Socialista de la Revolución Nacional,
y creò el Partido Socialista de la Izquierda Nacional
y finalmente el Frente de Izquierda Popular (FIP), trasmutado en los años
posteriores en Movimiento Popular de Liberación (MPL). Escribió libros
trascendentales y -sobre todo- renovó el pensamiento político uniendo en una
síntesis original los elementos que venían divorciados: lo nacional con lo
socialista y utilizando como una herramienta de interpretación rigurosa de la
realidad la metodología del marxismo y el concepto leninista de distinción
entre países oprimidos y países opresores, obstinada e inflexiblemente, siempre
“en la huella, /siguiendo una estrella”, como dice Horacio Guarany en
“Guitarras de Medianoche”.
Sin adentrarnos entonces en su
biografía, ya muy completa y erudita en
el libro que le dedicó Enzo Alberto Regali, más allá de las interpretaciones
siempre discutibles del autor, quisiéramos
aportas algunas reflexiones sobre ciertas facetas de su personalidad como
hombre político, que no persona privada.
Dos de ellas son la de orador y la de impulsor generoso. Alguien que sabía lo que decía -creo que Groussac, pero no lo aseguro- escribió que “el orador vive de la improvisación; el escritor muere de ella”. Vale decir: casi ningún gran escritor, que elabora morosamente la expresión de su pensamiento, es buen tribuno y ningún gran orador será tal si se expresa en la tribuna como un literato, ya que la rapidez de palabra y el hilvanamiento armonioso de sus frases debe ser espontaneo y asertivo a la vez. Esa es la regla que nos revelan los hechos. Así Alem, extraordinario orador de barricada, y Lisandro de la Torre, no menos grande en el Parlamento, eran bastante modestos en su expresión escrita, correctos cuando màs. Y grandes escritores como el propio Groussac, Joaquín V. González, Arturo Frondizi o Fermìn Chàvez, no se destacaban por sus dotes oratorias, aunque no eran malos como expositores. Leopoldo Lugones leía los discursos que previamente había redactado, igual que Belisario Roldan. Jorge Abelardo Ramos rompió esa regla: eran tan grande con la pluma como con el verbo improvisado. Hablaba con una voz fuerte y clara, manejaba magistralmente los tiempos, los silencios, los énfasis. Las metáforas brillantes, las ironías apabullantes y las síntesis acabadas brotaban de su boca en un torrente armonioso que entusiasmaba y educaba. Interpelaba simultáneamente al corazón y a la inteligencia de sus oyentes. Recuerdo todavía una mesa de debate histórico que organizamos allá por mediados de los Sesenta en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo, en la cual participaron Alfredo Terzaga, Fermín Chávez y el “Colorado”. Él centralizó todo el interés y casi todas las preguntas de un público muy variado que llenaba el auditorio. Al responder la última, transformó la contestación en un discurso político de alto voltaje. Se paró ante la mesa, con sus dos manos sobre ella y dio rienda suelta a su oratoria, ante el fervor creciente de la gente. Cuando terminó, todos -estudiantes, curiosos, docentes en busca de puntaje- lo aplaudieron fervorosamente de pie, ganados por su fuego y la sinceridad de sus palabras tanto como por el acierto de sus anàlisis. En Bolivia, en Uruguay, en Chile y en las provincias argentinas que recorrió, siempre su verbo atrajo jóvenes entusiasmados a las filas del socialismo nacional.
Que era un
escritor magistral, como lo revelan sus libros y sus innumerables notas y
artículos, es cosa aceptada. Pero no sólo escribió magistralmente. También hizo
escribir y despertó vocaciones. Siempre con extrema delicadeza, sugería temas a
los más jóvenes, les señalaba los desarrollos posibles y la bibliografía y -una
vez escrita la obra, si ella era de valor- la editaba generosamente a través de
alguna de las tantas editoriales que organizò. No sentía esos celos propios de
los intelectuales pequeñoburgueses que se disputan la figuración, ni temía
competencia alguna de ningún compañero talentoso. No sentía odios personales;
sólo tenía enemistades políticas. Por ello, cuando alguien que lo había
combatido se acercaba a las filas de la Izquierda Nacional,
lo recibía con los brazos abiertos, sin rencores, y hasta le daba el
protagonismo que merecía en sus revistas o editoriales. Tal sucedió, por
mencionar algunos, con los hermanos/rivales del grupo “Frente Obrero”,
concretamente con Ernesto Ceballos o el mismo Aurelio Narvaja. O con los hijos
pródigos que al cabo de los años volvían a las filas que habían abandonado: González
Trejo, Blas Alberti y algún otro.
Tuvo, naturalmente, sus lados grises
-cierta propensión inconsciente hacia el autoritarismo quizá natural en todo
liderazgo, cierta displicencia en cuestiones econòmicas- pero en el balance
personal global sus cualidades de revolucionario e intelectual pesaban mucho
más. Por ello disfrutó de la amistad de otros grandes intelectuales como
nuestro Alfredo Terzaga, prácticamente el único en Córdoba que lo tuteaba;
Jorge Enea Spilimbergo o el eminente chileno Pedro Godoy Perrìn, el teòlogo
uruguayo Methol Ferré y el escritor, periodista y senador boliviano Andrés
Solís Rada, todos sus discìpulos en mayor o menor medida. Sin contar a Arturo
Jauretche, al escritor boliviano Augusto Cèspedes o al ex-Presidente de Bolivia
Dr. Hernàn Siles Suazo o el publicista oriental
Carlos Real de Azùa.
Donde él estaba presente, no podía pasar desapercibido, fuera una mesa de café, un congreso, o una tribuna compartida. Su personalidad se imponía a todos. Ernesto Sábato -con quien fundara en 1941, en Punta Alta, el Partido Obrero de la Revolución Socialista- lo hizo personaje (el “pelirrojo Méndez”) de una de sus novelas; el notable narrador Jorge Asis lo incluye con nombre propio en uno de sus cuentos, y don Arturo Peña Lillo, el mítico editor del pensamiento nacional, decía de él en sus “Memorias de Papel” que si no se hubiese dedicado a la política habría “sido el novelista más brillante de Latinoamérica”, superior a García Márquez o Vargas Llosa. Manuel Gálvez se refirió elogiosamente a sus libros. Los verdaderos irigoyenistas, como el sabattinista cordobés Mario Roberto, constituyente de 1957 y diputado por el radicalismo, lo admiraban. Perón -uno de los militares más instruidos de su generación- le daba trato de “estimado amigo” en sus cartas y la dirigencia histórica del peronismo lo respetó siempre.
Jorge Abelardo Ramos no odiaba a nadie por sus ideas, como dijimos -únicamente a los vendepatrias- pero ¡él sí que fue odiado! Lo odiaban los plumíferos de la oligarquía, que manejaban todos los accesos al prestigio intelectual; los políticos venales, los mixtificadores de la vida cívica, el grueso de la pequeñoburguesía universitaria y porteña, y la izquierda antinacional y cipaya. “Primera Plana” encontró espacio entre sus páginas para “ningunearlo” unas veces y exponerlo policialmente otras; Codovilla y Ghioldi destacaron a su cáfila de escribidores para difamar a él y a nuestra corriente de ideas en un número especial de “Cuadernos de Cultura”. Milcíades Peña -autor de una interpretación errónea y absurda de la historia argentina- lo injuriaba, enfermizamente, cada vez que podía, sin motivo alguno.
- DESERCIÓN.
Y sin embargo, este hombre admirable por tantos aspectos, nos defraudó al final de su vida. Él había predicado durante cuarenta años que los socialistas debían acompañar fraternalmente a las masas populares, integrarse como ala izquierda al movimiento nacional aunque éste estuviese momentáneamente dirigido por la burguesía, porque cuando esta clase abandonara sus banderas antiimperialistas, sólo la Izquierda Nacional las recogería para profundizarlas y encaminarse al socialismo. Adaptación flexible y aparentemente realista de la teoría trotskista de la Revolución Permanente. Así lo hizo hasta 1989, pero cuando -en este momento histórico- el menemismo traicionó las consignas de Perón y la Revolución Nacional, cuando hubo llegado el momento de levantar las banderas que Menem pisoteaba, Jorge Abelardo Ramos, en lugar de asumir la tarea que había predicado incansablemente, ¡salió apoyando a Menem y aceptando representarlo como embajador en Méjico! No sólo no levantó las banderas resignadas, sino que entregó las nuestras: dispuso la afiliación al peronismo menemista. No había querido aceptar una alianza con el justicialismo en 1973, cuando éste vivía un reverdecimiento revolucionario, pero sí aceptó ser funcionario de un régimen peronista neoliberal, entreguista y depredador. Su caso recuerda patéticamente al del teórico ruso Jorge Plejanov, que toda su vida predicó la revolución socialista en su patria, y cuando ésta al fin se produjo en 1917, la desconoció y la enfrentó acerbamente.
Esta
defección -que nos causó en su momento tanta amargura e indignación y cuyos
motivos no juzgamos ya tan severamente- se encuadra en la categoría histórica que Salvador Ferla, el escritor peronista autor
del conocido libro “Mártires y Verdugos”, denominó “del Líder Desertor”.
Desertor de su destino. Se refiere a aquellos dirigentes políticos a los cuales
la Historia
-vale decir el conjunto articulado de los acontecimientos precedentes- ha
preparado para desempeñar un determinado rol, y que llegado el momento para
asumirlo, desisten de él, se niegan a desempeñarlo, reniegan de su destino.
Ferla lo ejemplificaba con Santiago de Liniers: con un enorme prestigio militar
y político derivado de su protagonismo en las Invasiones Inglesas, combatido
por los españoles y apoyado por todas las milicias criollas, estaba destinado
por los hechos para cumplir el papel de Jefe de la Revolución de Mayo.
Como tal lo esperaban los patriotas. Pero producido el 25 de Mayo, Liniers se
niega a los requerimientos de los revolucionarios y prefiere transformarse en
adalid de la contrarrevolución monárquica.
El esquema es aplicable a Jorge
Abelardo Ramos: cuando llega el momento de la traición menemista a la Revolución Nacional,
él era el mejor preparado -por sus intachables antecedentes de patriota y
revolucionario, por el respeto que le prodigaba el peronismo histórico y el
conjunto del movimiento nacional, por su jerarquía intelectual y por su audacia
política- para asumir el rol si no de Jefe único, al menos de uno de los más
importantes jefes de la
Revolución Nacional. Si él hubiese tomado esa posición, se
habría convertido en el centro aglutinador de una gran parte del movimiento
nacional, desconcertado y desorganizado por la entrega de Menem al
imperialismo. Pero no supo o no quiso hacerlo. Desoyó a la sociedad que andaba
buscando un eje de reagrupamiento nacional. Pero la necesidad no desaparecía
con su capitulación, y tanto es así, que a falta de un Jorge Abelardo Ramos, el
movimiento nacional se tuvo que conformar con un Aldo Rico, con el déficit de
jerarquía que tal reemplazo significó. El teniente coronel Rico -al que algunos
de nuestros amigos siguieron (“a falta de pan, buenas son tortas”)- también
capituló finalmente frente al peronismo, aunque esta vez fue ante el sector
duhaldista, aliado inicial del menemismo.
Como dice “El Dieciocho Brumario”, la historia se da
dos veces: la primera como tragedia, la segunda como comedia. O lo que es
igual, en nuestro escenario argentino: la primera con Jorge Abelardo Ramos y la
segunda con Rico...
El caso de la capitulación in artículo mortis de Jorge Abelardo
Ramos, necesitará no solamente de los auxilios de la sociología y la política,
sino de los de la psicología misma para una explicación desapasionada y seria,
que nosotros no intentaremos ahora, aunque otros hayan esbozado la suya.
Verbigracia: Spilimbergo, la de su “pèrdida de confianza en las masas”, Gustavo
Cangiano, la del “abandono del marxismo”, y Alberto Guerberof la del
convencimiento de que todo habìa cambiado, que habia que empezar de nuevo y èl
–JAR- “ya no tenìa edad ni fuerzas para
hacerlo”.
Pero digamos en honor de Jorge
Abelardo Jorge Abelardo Ramos que su sistema de ideas era tan sólido -por su
verdad intrínseca y por la pasiòn con que había sido impartido- que resistió a
la capitulación de su propio constructor. Los más importantes dirigentes y
publicistas de la
Izquierda Nacional no lo siguieron en el lamentable camino
que había tomado. Abandonaron al hombre para poder permanecer fieles a los
ideales que ese hombre les había enseñado como dignos de ser seguidos y
vividos. No lo siguieron tampoco centenares de cuadros y militantes sencillos
de las bases, que, en medio de su desconcierto, trataron de encontrar formas
de proseguir la lucha. Yo mismo, con el
cariño y el respeto que le tenía, me negué a acompañarlo en esa
aventura. Pero el daño que causó su capitulación fue muy grande. En
provincias donde el FIP había tenido un gran desarrollo, como en Córdoba, la Izquierda Nacional
dejó de tener presencia política como tal. La desvastación fue total: el ala
“spilimberguista” se dividió por la mitad y una de estas se retiró de la
actividad, mientras que la otra apoyó al delasotismo neoliberal; los
“abelardistas” o se entregaron a Menem o se sumaron al movimiento de Rico.
Pasarían algunos años para que pudiéramos restaurar mínimamente en la provincia
la presencia de la
Izquierda Nacional, sumándonos al esfuerzo que encabezaba en
Buenos Aires el inclaudicable Alberto Guerberof y el “Movimiento
Antiimperialista 2 de Abril” (luego “Movimiento Causa Popular”). En esa misma
ciudad, con sus matices diferenciales -a veces muy profundos- el grupo
“Socialismo Latinoamericano” de Osvaldo Calello y Gustavo Cangiano, “Patria y
Pueblo” (hoy encabezado por Nestor Gorojovsky) y la corriente inspirada por
Norberto Galasso, trataron de mantener las posiciones genuinas de nuestro
sistema de ideas. En conclusión: es falsa la creencia de que “la Izquierda Nacional
se pasó al menemismo”. Solo una minoría integrada por los elementos menos
valiosos lo hizo.
Siguieron a
Ramos hombres de segunda línea, gente sin consistencia y sin fe, o demasiado
confiados en la astucia política de Jorge Abelardo Ramos, el gran flautista de
Hamelin que los conducía al abismo y los constituía de hecho como el “ala
nacional” del bando imperialista, si es que semejante aberraciòn puede existir…
(Hoy, los pocos de ellos que actuaron de buena fe, “han vuelto arrepentidos a la casita de los
viejos” como dice el tango, y es una obligación recibirlos entre nosotros sin rencores ni reproches, ya que su retorno
es una autocrítica de hecho, más valiosa que un masoquismo verbalizado).
Por su lamentable capitulación,
podemos decir que el querido “Colorado”
cerró sus alas ya antes de morir. “Pero la antorcha lucífera no se apaga nunca,
cambia de manos. Cada generación abre las alas donde las ha cerrado la
anterior”, ha dicho con verdad José Ingenieros. Aquel primer Jorge Abelardo
Ramos que con las alas de su pensamiento poderoso y su actividad infatigable
volaba soberano por sobre el aleteo gallináceo de la izquierda adocenada y
antinacional, es el Jorge Abelardo Ramos que debemos atesorar en nuestro
recuerdo y en nuestro acervo político. Sobre el otro, el último Abelardo,
debemos en cambio tender provisoriamente un manto de piadoso olvido, mientras buscamos una explicación
plausible a su deserción, puesto que, bien vistas las cosas, la categoría de
Ferla es meramente descriptiva pero
no explicativa. Su legado teórico y
político es tan grande que merece que lo recordemos, lo estudiemos y lo apliquemos obviando la conducta de su
triste final. No para repetirlo como
quien susurra un ritual completo en si mismo y siempre igual, sino como una
doctrina abierta, apta para hacer suyos los nuevos fenómenos de la sociedad
argentina y latinoamericana y las demandas sociales y políticas que de
ellos surgen.
Córdoba, 03 de enero de 2013.
(La presente es la versión ligeramente modificada de la nota que fuera publicada por el CEPEN de Córdoba el 2 de octubre de 2004 al cumplirse el décimo aniversario de la muerte de Jorge Abelardo Ramos y enseguida reproducida en la versión digital de la revista “Patria y Pueblo” y luego en la del “Socialismo Latinoamericano”.)