CÓRDOBA O LA JANO MEDITERRÁNEA

Por:
Roberto A. Ferrero

Publicado el 01/10/2014

Sarmiento, con la ligereza y sinrazón que caracterizaban sus juicios, dedicó en su “Facundo” un par de páginas malévolas  a Córdoba, donde la presentaba como una ciudad típicamente medioeval: la Catedral, los calabozos de la Compañía de Jesús, en cada cuadra “un soberbio convento, un monasterio o una casa de beatas o de ejercicios”, cada familia “con un clérigo, un fraile, una monja o un corista”, un espíritu “monacal y escolástico” que la preside. La ciudad -resume- “es un claustro encerrado entre barrancas; el paseo es un claustro con verjas de fierro…” y así siguiendo. Más de medio siglo más tarde, José Ingenieros, en plena etapa positivista, en su “La Evolución de las Ideas Argentinas” explicará cómo del Norte bajó la corriente colonizadora peruana, integrada por hombres codiciosos, aptos para las ”prácticas oprobiosas” que dieron lugar -de Salta a Córdoba- a una sociedad jerárquica, intolerante e imbuída de una cultura esencialmente teológica. Por el Atlántico, en cambio, entró otra civilización, que “por tener su centro en el Río de la Plata se la dijo argentina”, formada por labradores y pastores a quienes la llanura impartían “enseñanza objetiva de de independencia e igualdad”. De donde resultaba que si Buenos Aires era argentina, Córdoba -y lo decía peyorativamente- era una ciudad “peruana”.

   En ambos casos, la pintura no era totalmente inexacta, pero sí parcial: ignoraba que junto a esta faceta de Córdoba coexistía en el seno de la propia urbe otra tradición relativamente opuesta, expresión de un liberalismo y una modernidad que, viniendo de las orillas del Plata, había conseguido afincarse también en la ciudad mediterránea. Y no hablaremos de mala fe, pero tanto Sarmiento como Ingenieros lo sabían. ¿Y si no, de dónde sale, en el texto del sanjuanino, entre diatribas a la ciudad monacal, aquella repentina referencia al “ilustrado y liberal Deán Funes”? Si el “liberal” canónigo cordobés pudo actuar y ser respetado en su medio, era porque en él existía una base social y cultural que lo hacía posible.

   Por eso, quienes afinaron los instrumentos hermenéuticos de una comprensión   más cabal y abarcativa de la totalidad, hablaron de “la bifacialidad de Córdoba”, como Raúl Orgaz; de “Clericalismo y Liberalismo”, como Alfredo Terzaga; de “Tradición y Modernidad”, como Santiago Montserrat; o de Córdoba “ciudad de frontera”, como en José Aricó, todos conceptos que hacen referencia inmediata a la naturaleza específica de esta Jano mediterránea que es nuestra ciudad.

   Frente al lugar común sostenido por el criterio estrecho de quienes acusan a Córdoba por ser clerical y retrógrada y de quienes la defienden por serlo, éstos y otros autores han señalado la existencia paralela de una añeja corrientes de ideas, primero regalista, luego liberal y finalmente democrática. Su filiación puede rastrearse cuando menos hasta la época borbónica, cuando la áspera disputa entre el Estado y el Papado respecto a las esferas de potestad de cada uno, y comprende aspectos tales como la Tesis defendida en 1793 por Jerónimo de Salguero y Cabrera de que “los reyes no admiten a nadie como superior sobre ellos en el régimen de las cosas civiles”; el Plan de Reforma de los estudios universitarios del Deán Funes poco antes de 1810, poseedor de la colección completa de los Enciclopedistas; la supresión del juramento confesional para el Gobernador en la época de Bustos; el apoyo de éste al fraile apóstata y “volteriano” Ramón Félix Beaudot, director del periódico La Verdad sin Rodeos; la Tesis anticlerical de 1840 del joven Tomás Garzón; las grandes reformas laicas y liberales de los gobiernos de Antonio del Viso (1877-1880) y Miguel Juárez Célman (1880-1883), la herética Tesis de Ramón J. Cárcano sobre Hijos Adulterinos, Incestuosos y Sacrílegos; la pública admisión de su credo liberal por parte del gobernador Figueroa Alcorta en 1895 y, por fin, la Reforma Universitaria de 1918.

   Dos corrientes, entonces, pero no tan enemigas y no siempre trabadas en dura brega, ya que, para desconsuelo de los ensayistas maniqueos, ellas se han cruzado y se han fecundado una a otra, porque como bien ha escrito Montserrat, “ninguna tradición es tan fuerte y cerrada que no aspire a enriquecerse incorporando a su caudal nuevos bienes y valores”. Confirmando este aserto, apreciamos cómo el Obispo de Córdoba, Fray Mamerto Esquiú, aceptó pacíficamente muchas de las disposiciones de Juárez Célman en los Ochenta y amonestó por su belicosidad al padre Falorni;  a la inversa, aquellos escépticos “a la Pirrón”, que describiera Lucio V. Mansilla, como Elías Bedoya o Justiniano Posse, eran no obstante muy respetuosos de la Iglesia. Gobernantes que en su vida privada eran católicos practicantes, como Bustos o José Vicente Reinafé, no vacilaron en enfrentarse con dignatarios recalcitrantes y ultramontanos de la Santa Madre: el primero hizo valer frente a ella la potestad del Estado para eximir a los pobres del pago de aranceles eclesiásticos, y el segundo destituyó y expulsó de la provincia, por resolución de la Legislatura, al Obispo Benito Lazcano. Prototípicamente, el Deán Funes “era liberal y tradicionalista al mismo  tiempo”, dice Terzaga. Los cambios se producían a veces bajo las sotanas mismas y la Universidad era la síntesis -siempre difícil- de las corrientes en pugna.

   Por lo dicho, no ha de creerse que cada corriente de ideas era homogénea y desprovista de movimiento interno, siempre igual a sí misma. Por el contrario, aparte de la referida mutua imbricación entre ellas, tanto la tradición como la modernidad admitían en sí contradicciones que nos ponen en presencia de un segundo umbral de bifacialidad: aquél que, por ejemplo, alienta en el seno de la corriente más tradicionalista y jerárquica la adhesión al movimiento popular del artiguismo y luego del federalismo doctrinario de Bustos, Derqui y los “doctores cordobeses” tan antipáticos a Buenos Aires. O aquel otro, a la inversa, que acompañando a las ideas progresivas de la secularización institucional, imbuía al liberalismo cada vez más de un europeísmo enajenante que lo alejó de sus raíces provincianas y lo hizo tributario de la cultura de la Ciudad-puerto. Porque ha de saberse que el Kulturkampf victorioso que secularizó las instituciones de la Argentina en los Ochenta fue llevado a cabo por los liberales nacionales del Interior y no por los porteños, que eran liberales sólo en el aspecto económico, el más dañino para un país en construcción. 

   ¿Qué queda hoy, en una ciudad que es una urbe multitudinaria, con medio millón de vehículos en sus amplias avenidas, sus “nudos viales”, sus canales de televisión, sus centenares de fábricas automatizadas, qué queda -preguntamos- de aquella bifacialidad cordobesa? Podría decirse que ésta es la única facie que existe y que la tradicional ha desaparecido. Sin embargo, no es del todo así: todavía sobrevive, actualizada, la hidra transversal del “Partido Cordobés” que aún controla, en alianza con la Iglesia y las empresas monopólicas extranjeras, porciones importantes del poder judicial, de la Justicia Federal local, de las profesiones clásicas, de la educación e incluso de algunas facultades de nuestras Universidad, oficialmente “reformista”. Sólo que ya no es tan visible como antaño.

   De todas maneras, una nueva bifacialidad ha comenzado a conformarse: es aquella que diferencia a esta cara de Jano que son los sectores modernos propios de una sociedad industrial urbana y compleja, de la otra que, subterránea y calladamente, en los barrios y en el trabajo esforzado, se estructura con los miles y miles de inmigrantes de Perú, de Bolivia, de Chile y de Paraguay, especialmente. Estos sectores están haciendo otra vez visible a la antigua Córdoba peruana, tan despreciada por el primer Ingenieros, como para que no olvidemos que somos parte de Latinoamérica, la Patria Grande de Manuel Ugarte y del Comandante Chávez.

 

                                                                                            Córdoba, 1 de Agosto de 2014