ARTIGAS Y EL PROTECCIONISMO CULTURAL

Por:
Roberto A. Ferrero

Publicado el 01/05/2015

Hay ocasiones en que, en determinadas épocas y en ciertas sociedades, el analfabetismo de los pueblos ha servido como barrera protectora de la conciencia nacional, ante los avances de ideologías hegemónicas extranjerizantes y perniciosas. Y decimos el analfabetismo y no la incultura, porque muchas veces el no saber leer y escribir no es necesariamente sinónimo de ignorancia, así como el saber hacerlo no es garantía de cultura, ya que ésta no se construye solamente con la letra impresa, sino que, tratándose de la cultura popular, se constituye también, -y quizá en su mayor parte en los comienzos de nuestra nacionalidad- con la tradición oral, la experiencia, la educación familiar, la reflexión independiente y los retazos de la ideología dominante. De allí lo fundado de aquella conocida anécdota de un famoso viajero que, recorriendo el interior de España, dirá con admiración a su cicerone, refiriéndose a los campesinos: “¡Qué cultos son estos analfabetos españoles!”

   Este analfabetismo era el que preservaba a las masas populares, en los primeros años de nuestra independencia, del influjo europeizante y desnacionalizador del liberalismo decimonónico que infectaba al grueso de las clases dirigentes, especialmente las de Buenos Aires, en cuyas manos estaba la dirección económica y política del país. Esas masas, en nuestras guerras civiles, eran espontáneamente federales y seguidoras de los caudillos del interior y del Litoral, cuya expresión suprema era José  Gervasio Artigas. Para erosionar su enorme prestigio, en 1818 el Director Supremo argentino, General Juan Martin de Pueyrredón (que si bien apoyó siempre decididamente la gesta libertadora de San Martin, en asuntos de política interna se guiaba por los cánones de su ideario librecambista, unitario y afrancesado)- encargó a Pedro Feliciano Saiz de Cavia la redacción de un folleto contra el “Protector de los Pueblos Libres”, como se llamaba al Jefe de los Orientales. El opúsculo se titulaba agresivamente “El Protector Nominal de los Pueblos Libres, clasificado por El Amigo del Orden”. Naturalmente, al ser difundido y conocido por los integrantes de la plana mayor del caudillo oriental, el folleto fue puesto en conocimiento de éste, pero Artigas contestó con tranquilidad: “No importa. Mi gente no sabe leer”.

  Pero esta barrera protectora del pensamiento nacional fue cayendo a medida que se difundía y afirmaba la educación pública y se generalizaba el aprendizaje de las primeras letras y demás materias de una currícula primitiva pero eficaz, porque el arte de saber leer y escribir no venía solo: estaba impregnado en todos sus contenidos por aquella misma ideología que se había detenido a las puertas del analfabetismo popular. Ahora, a través del libro, de la prensa diaria y de las revistas, fue haciendo presa de las mentes de millones de argentinos desprevenidos y deslumbrados, especialmente en las clases medias, en ese mediopelo que presumía de “culto” cuando no era más que “informado” y atiborrado de datos e impresiones superficiales e inútiles. O sólo útiles para introyectar en cada pequeñoburgués un gendarme mental extranjero, que hacía innecesario el desembarco de los marines de carne y hueso que habían experimentado otras naciones del desgraciado Tercer Mundo. Era lo que Eduard Spranger denominaba “la colonización pedagógica”.

   Esta colonización -tan bien analizada en estos lares por don Arturo Jauretche antes que nadie- sentó sus reales entre nosotros con la falsa historia liberal-mitrista, la tosca sociología inspirada en  Gustavo Le Bon, la filosofía de un positivismo tardío ya en decadencia en Europa y una literatura que solo tenía de argentina el uso del idioma. Esta sólida implantación de una cultura de servidumbre, como decía Saúl Taborda, hizo terriblemente difícil la reconstrucción del pensamiento nacional, porque ya no bastaba rechazar ad portas de la inteligencia esa injerencia de las ideologías extranjeras más dañinas. Ellas ya estaban dentro de las mentes de nuestros compatriotas y por lo tanto, era ahora necesaria una operación en dos etapas, como también explicó Jauretche: primero, “desaprender” todas las doctrinas opuestas al interés nacional que se nos insuflaban desde la niñez hasta más allá de la Universidad, y seguidamente -ya liberados de las anteojeras de unas categorías del entendimiento que funcionaban como verdaderos pre-juicios- analizar con ojos nuevos la realidad de nuestra propia Patria, utilizando con criterio científico las categorías de aquellas mismas doctrinas importadas en la medida en que fueran útiles a ese análisis por una adaptación crítica, desechando la adopción incondicional que hasta entonces se había venido practicando, y creando otras nuevas extraídas de la observación de nuestra realidad latinoamericana. Porque -como dijo Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolívar-  “en Hispanoamérica o inventamos o erramos”. Es necesario, en suma, la creación y desarrollo de una Epistemología de la Periferia, como quería Fermín Chávez, basada en criterios distintos de los de Europa o Estados Unidos, burdamente disfrazados de “universales” cuando no son sino una variante del localismo hegemónico europeizante. 

   Y hoy esta tarea político-pedagógica, tan necesaria para revertir el apotegma de Spranger, es más ardua que nunca, porque actualmente el control extranjero de las mentes va mucho más allá de la “galaxia Gutemberg” que con la letra escrita reinaba casi soberana hasta  la mitad del siglo pasado. Desde entonces, los nuevos medios audiovisuales proporcionados por la tecnología moderna -radio, cine, televisión, internet, etc.- han penetrado tanto expresa como subliminalmente la ideología de argentinos y latinoamericanos para moldearlos y someterlos. Ya no es necesario saber leer para recibir la basura “cultural” que nos envilece y nos debilita: ahora basta con tener ojos y oídos para interiorizar el mensaje del Gran Hermano.

 

                                                    Córdoba, 20 de Abril de 2015