LA TIERRA, OTRA VEZ

Por:
Alfredo Rada Vélez

Publicado el 01/05/2015

La redistribución de la tierra fue uno de los factores desencadenantes del proceso de transformaciones abierto en Bolivia el año 2000. Recordemos que durante la primera mitad de la década de los noventa se realizaron movilizaciones campesinas e indígenas, en las que cada vez con mayor fuerza se demandaba una nueva y radical reforma agraria, visto el fracaso de la efectuada en 1953 que devino en la consolidación del latifundio en el oriente y la aparición del minifundio en el occidente del país.

En octubre de 1996, durante el gobierno neoliberal de Sánchez de Lozada, se aprobó una ley agraria conocida como la Ley INRA, en la que estaban plasmados intereses de lo más diversos: el Estado tenía la superintendencia agraria para regular el mercado de tierras y el proceso de saneamiento para catastrar las propiedades rurales; los campesinos obtenían la dotación gratuita y colectiva de tierras; los pueblos indígenas el reconocimiento de sus demandas territoriales y los empresarios agropecuarios la seguridad jurídica sobre sus grandes predios.

Pero en los siguientes años la acumulación de conflictos por tierras sobrepasó holgadamente al ritmo de aplicación de la Ley INRA, especialmente en el proceso de saneamiento y reversión de predios que no cumplían función económica social. Es que tal aplicación se hacía bajo el signo de intereses clasistas vinculados a la gran propiedad rural, dominantes en los gobiernos neoliberales, lo que impedía avanzar hacia el objetivo de la reforma agraria: modificar en sentido redistributivo la estructura de la tenencia de la tierra en Bolivia.

Fue a principios del año 2000 que en el chaco tarijeño surgió un “movimiento de campesinos sin tierra”, que organizó el asentamiento de numerosas familias en terrenos no trabajados por los terratenientes del lugar. La violenta respuesta ocurrió el 9 de noviembre de 2001, cuando sicarios contratados por los patrones asesinaron a siete campesinos en la localidad de Pananti, a 33 kilómetros de Yacuiba. Después de la masacre de Pananti, la lucha pasó a un plano político superior, en el que las demandas ya no eran solamente por tierra y territorio, sino también por la recuperación de los recursos naturales y la convocatoria a la Asamblea Constituyente. En ese contexto nació el “Pacto de Unidad” entre las organizaciones indígenas, campesinas y originarias el año 2004 en la ciudad de Santa Cruz.

Luego de la derrota de los neoliberales, instalado el gobierno de Evo Morales, el más importante avance en materia agraria fue la aprobación el 28 de noviembre de 2006 de la “Ley de Reconducción Comunitaria de la Reforma Agraria”. No era casual su denominativo, ya que esta ley se orientaba a fortalecer los sistemas de tenencia colectivos y comunitarios de tierras, sin que ello signifique ignorar o anular la tenencia individual. En esa época se hablaba de una vía comunitaria de desarrollo rural, cuyo componente mayor se debatía en la Asamblea Constituyente, con el planteamiento de un nuevo Modelo Económico Social Comunitario, cuyos pilares esenciales eran la nacionalización de los recursos naturales y el fortalecimiento del sector social comunitario de la economía.

No era suficiente revertir latifundios, redistribuir la tierra y titular territorios indígenas, si es que tales medidas administrativas no se complementaban con políticas de apoyo a la producción de las comunidades campesinas y los pueblos indígenas, dotándoles de maquinaria, equipos y semillas, garantizando su acceso a los servicios básicos, invirtiendo en infraestructura caminera, en sistemas de riego, en obras de almacenamiento alimentario, en preservación medioambiental y en gestión de riesgos. En varios de estos rubros –por ejemplo riego y caminos- se han dado notables avances, pero aún estamos lejos de un desarrollo rural integral y sustentable.

Sin embargo a partir del 2010 comenzó a prevalecer en materia rural el conservador enfoque de “economía plural” –que fue una concesión hecha a la derecha en la Constituyente para viabilizar la aprobación del nuevo texto constitucional. Aplicado a los temas agrarios, este enfoque tuvo su primera consecuencia en la conversión del INRA en una entidad meramente catastralista encargada de velar por la “seguridad jurídica”, quitándole cada vez más su capacidad de fiscalización agraria para identificar predios ociosos a los fines de su reversión y redistribución. Este debilitamiento institucional, sumado a la decisión gubernamental de llegar a acuerdos con los empresarios agropecuarios, ha desembocado en la denominada “pausa” en la verificación de la función económica social de las grandes propiedades por los próximos 5 años.

Por la débil institucionalidad agraria también debemos ser prudentes con el manejo de las estadísticas del saneamiento. Mucho se habla de la democratización de la estructura de tenencia de tierras por las extensiones tituladas en favor de comunidades campesinas y pueblos indígenas; pero no se agrega a renglón seguido que una significativa cantidad de esas tierras, que hace años fueron tituladas individual y colectivamente, ahora ya no son detentadas por los mismos titulares debido a las transferencias efectuadas durante los últimos diez años. En Bolivia se están volviendo a generar procesos de reconcentración de la propiedad agraria por la vía del mercado y el tráfico de tierras, con un agravante: la extranjerización de la tierra. Con este concepto nos referimos a la compra de predios por adinerados brasileños, colombianos, argentinos, europeos y asiáticos. El Censo Agropecuario que se realizó hace un año podría darnos reveladores datos sobre estos aspectos, pero es fundamental afirmar que en estas nuevas condiciones de reconcentración y extranjerización –denunciadas en la reciente Cumbre Agropecuaria realizada en Santa Cruz en abril por las organizaciones campesinas- poner pausa a la reforma agraria es altamente riesgoso.

Y aquí llegamos al tema de la expansión de la frontera agrícola. El planteamiento de incrementar las áreas de cultivo en un millón de hectáreas al año a expensas de las áreas boscosas, responde a una lógica extractivista que convierte a la naturaleza en el factor de ajuste ante la caída de la productividad agraria, cuando lo que debería hacerse es justamente incrementar la productividad y el rendimiento de los cultivos. En las circunstancias actuales, serán los monocultivos cada vez más extensivos y depredadores, destinados a los mercados externos, que acaparen la mejor parte de esas nuevas tierra. Así se va a consolidar el modelo puramente capitalista de los agronegocios, cuya producción al no estar destinada al consumo de la población boliviana no genera soberanía alimentaria. Esto va a perforar el modelo económico social comunitario, bajo el argumento pragmático manejado por una parte del Gobierno, de que se debe incrementar las exportaciones para hacer frente a la caída de los precios internacionales de las materias primas. Una pregunta a propósito de este incremento de las ventas de bienes primarios alimenticios, que redundará en mayor acumulación de capital y riqueza en manos de la burguesía agraria: ¿cuánto dejan al país en impuestos esas exportaciones?