LA DISGREGACIÓN HISTÓRICA DEL ESPACIO RIOPLATENSE

Por:
Roberto A. Ferrero

Publicado el 01/06/2015

El período que va desde el final de la Guerra de la Independencia hasta el cruel enfrentamiento de Chile contra Perú y Bolivia en 1879 ha sido llamado por el historiador argentino Halperín Donghi “la Larga Espera”. Espera, efectivamente, de que madurara el orden de la dependencia semicolonial para nuestros países, para el pacto neo-colonial que  nos ligó de modo subordinado a la potencia económica del imperialismo británico, principalmente, y luego -a partir del Siglo XX- a Estados Unidos en competencia con el primero.

Es un medio siglolargo que constituye un interregno de relativa independencia económica y política para América Latina. El opresor antiguo ha sido expulsado y el nuevo aún no ha conseguido implantarse del todo. Naturalmente, la penetración ya se insinuaba en esta etapa: Inglaterra controlaba el grueso de nuestro comercio ultramarino, había realizado algunos préstamos, y comenzaba a invertir en ferrocarriles y en la minería chilena al final del período, mientras que algunos capitalistas yanquis, como Vanderbilt, se establecían en América Central, pero en lo esencial las clases dominantes criollas conservaban la propiedad y el control de sus recursos naturales e instrumentos de producción: tierras, ganados, cultivos y minas, además del comercio interior y algunas de las manufacturas embrionarias.

Lo característico del período, en relación a las potencias en vías de transformarse en naciones imperialistas, es la persistencia de métodos y objetivos aún colonialistas: bombardeos, ataques navales, a veces con desembarcos, para asegurarse algún punto de apoyo en las rutas marítimas o para cobrar deudas de dudosa validez; tentativas de reconquistar algunas colonias independizadas -especialmente por parte de España- o conformar nuevos Estados subordinados. Era la época de la “diplomacia de las cañoneras”, la extorsión financiera y el espionaje balcanizador de los colonialistas.  Aun no se habían implantado los mecanismos de dominación más invisibles propios del moderno imperialismo, surgido en Europa al final de la “Larga Espera”.         

En el orden interior de América Latina, mientras el enemigo exterior comienza a desenvolver su estrategia de agresiones y ocupaciones, se abre un proceso de disgregación, que al cabo de pocos años daría lugar a la formación de más unidades políticas distintas que la totalidad de Virreinatos y Capitanías Generales que habían existido en la época previa a la Independencia, que eran cinco: Nueva España (incluida Centroamérica), Rio de la Plata, Perú, Nueva Granada y Capitanía general de Chile.

Si las tendencias centrípetas unificantes se fundaban en un factor superestructural cual eran los ejércitos libertadores (las Fuerzas bolivarianas en el Norte; el Ejército de los Andes y el flamante ejército oriental de 3.000 hombres de Lavalleja en el Cono Sur), las fuerzas centrífugas -asentadas en una naturaleza indomeñable, en la infraestructura económico-social del continente, en las excrecencias sobrevivientes de los extinguidos Virreinatos y en la ausencia de una poderosa fuerza social y política burguesa centralizadora- terminarían por prevalecer, fogoneadas por Inglaterra. Efectivamente: ya exiliados los grandes Libertadores (Artigas en 1820, San Martín en 1822 y O´Higgins en 1823) y asesinados Antonio José de Sucre en 1825 y Monteagudo en 1826, se acentúan después del Congreso de Panamá los impulsos de fragmentación que ya se habían puesto en evidencia durante su desarrollo. “En lugar de expresar la anfictionía de la América Hispana -escribe con razón Gustavo Lagos- (el Congreso) mostró ya el avance de la desintegración”(1).

La disgregación de las grandes unidades geopolíticas heredadas de España -que el Libertador Simón Bolívar trataba de preservar como escalón necesario para la unidad total de Latinoamérica- comenzó por la balcanización temprana del Virreinato del Río de la Plata con la separación de hecho protagonizada por el Paraguay después de la invasión del ejército porteño conducido por Manuel Belgrano en 1811. La expedición militar, con una masa de soldados reclutados y disciplinados cruelmente por el General-doctor (2), se proponía liberar al pueblo guaraní de sus mandatarios españoles -con el Gobernador Bernardo de Velazco a la cabeza-, pero también someterlo a la órbita de Buenos Aires, resistida por toda la provincia. Derrotado el creador de la bandera argentina en enero y marzo de 1811, se alejó tras firmar un armisticio con sus vencedores, pero en sus conversaciones privadas con altos jefes militares criollo -Fulgencio y Antonio Yegros, Vicente I. Iturbe, Agustín Molas y otros-  dejó influenciada a la tendencia filoporteñista que se proponía derrocar a Velazco y sumarse a la Revolución. Los historiadores argentinos han presentado estos sucesos de tal modo que Buenos Aires aparece, pese a  sus grandes derrotas, como la que “sembró en el Paraguay” la idea de la libertad guaraní. Es más exacta la opinión del gran historiador revisionista de aquel país, Dr. Blas Garay, cuando asegura con más equilibrado juicio, que esa semilla “fue a unirse a la que ya estaba germinando en el Paraguay”(3), que no era inmune a los nuevos vientos, naturalmente. Ya antes de la invasión porteña funcionarios, sacerdotes del bajo clero, hacendados  y oficiales criollos conspiraban para independizarse: “Desde el primer momento-escribe Chávez- , la revolución tuvo ardientes partidarios en Asunción, en Villa real de la Concepción y en otras poblaciones” (4).

El hecho es que las autoridades españolas fueron depuestas en la Revolución del 14-15 de Mayo de 1811, formándose una Junta de Gobierno que resultó independiente no solo de España sino también de las pretensiones hegemónicas de Buenos Aires. Estrangulado enseguida su comercio fluvial por el monopolio del Puerto Único, se recluirán los hermanos paraguayos en el fondo de nuestros grandes ríos para construir en soledad una sociedad muy particular, sin terratenientes, sin oligarcas y con un Estado intervencionista creado y orientado por el Dr. Gaspar Rodríguez de Francia. Con la dictadura jacobina de este antiguo estudiante de Córdoba, se imponía así la tendencia de “los criollos paraguayos que veían con alborozo la nueva de la Revolución pero presentían sin embargo que podían caer  bajo un despotismo aún mucho más duro que el de España” (5): el de los porteños. Los pocos elementos liberales, purgados por Francia, se refugiarán en Buenos Aires.     Esa independencia no sería reconocida en derecho por sus vecinos, pero no por eso dejó de ser menos efectiva. Bolívar, para el cual evitar la disgregación de la herencia territorial hispánica era, como dijimos, su suprema lex, vio siempre con malos ojos esta separación y, después de Ayacucho, dijo en Potosí (Bolivia), que “Deseaba libertar a ese país (Paraguay) para restituirlo a las Provincias Unidas, cuyo Gobierno podía invitarle para sacar a ese pueblo de las garras de un alzado”(6). Era evidente que el Libertador, hombre del Septentrión, no comprendía cabalmente cual era la situación geopolítica en el Plata.

Tres lustros más tarde, la disgregación prosiguió con la separación de las provincias altoperuanas. Allí, en el Alto Perú -en la actual Bolivia- existían desde antes fuertes tendencias separatistas alimentadas por la aristocracia criolla semi-feudal del altiplano, endencias éstas que reconocían varias fuentes: la brevedad de la unión con el resto de las provincias argentinas (32 años, a contar de la creación del Virreinato hasta Mayo de 1810); la enorme distancia que las separaba del puerto de Buenos Aires y la cercanía relativa de los puertos sobre el Pacífico y el temor a las corrientes radicalizadas y plebeyas del Litoral federal y artiguista, capaces de alterar el orden servil en que esa aristocracia se sustentaba: ¡no fuera que apareciese otro Castelli, ahora de potro y poncho, decretando de nuevo el fin del pongaje y la libertad de los indios! Para evitar estos males, las elites dirigentes rodearon al Mariscal Antonio José de Sucre cuando este entró al Alto Perú en enero de 1825 y lo convencieron de que debía convocar a un Congreso general para conocer la “voluntad popular” de las cuatro provincias. Sucre así lo hizo, aunque se llevó dos reprimendas de Bolívar, que sostenía un nacionalismo latinoamericanista fundado en la doctrina de que no se debía “violar la base del Derecho Público que tenemos reconocida en América”, que es la convicción de “que los gobiernos republicanos se fundan entre los límites de los antiguos Virreinatos, capitanías generales o presidencias”. Debía tenderse a mantener intactas estas grandes unidades, que eran las que debían luego ligarse en una federación continental.

Pero como el Perú no reivindicó el reintegro de esa región (18 de mayo de 1825) y el Congreso argentino rivadaviano había declarado el 9 del mismo mes que “aunque las cuatro provincias del Alto Perú han pertenecido siempre a la Argentina, es la Voluntad del Congreso General Constituyente que ellas queden en plena libertad para disponer de su suerte” (7), Sucre sintió que estaba haciendo lo correcto. Bolívar, por su parte, asombrado de la renuncia porteña, calificó de “inaudito” el “desprendimiento” (8). No sabía que para la oligarquía argentina las provincias  eran nada más que una molestia: con sus fértiles praderas y su Puerto único, Buenos Aires no necesitaba ni al Alto Perú, ni al Litoral ni al Interior para disfrutar las delicias del libre comercio con Inglaterra. Lo importante no eran los cuicos -como Tomás de Anchorena (diputado bonaerense al Congreso de Tucumán de 1816 y gran terrateniente) llamaba despectivamente a los hermanos bolivianos-, sino el “Tratado de Amistad, Navegación y Comercio” que se acababa de firmarse con Inglaterra en febrero de aquel año 1825.

Ya en conocimiento del “inaudito desprendimiento” de argentinos y peruanos, los representantes “populares” de los grandes mineros, terratenientes y dueños de esclavos del Alto Perú se reunieron en Chuquisaca el 10 de julio. Eran en su mayoría abogados graduados en la Universidad de esa misma ciudad. “Sólo dos ostentaban el mérito de haber participado en las luchas de la independencia: los diputados José Miguel Lanza y José Ballivián” (9). Los demás eran gente como el locuaz y vacuo Mariano Serrano, que fungía de Presidente de la asamblea; el presbítero José María Mendizábal, “que estuvo con los realistas hasta la víspera de la entrada de Sucre en La Paz”(10) o como el Dr. Casimiro Olañeta, que siendo sobrino del Comandante Pedro Olañeta, el último realista que resistió aún después de Ayacucho, tuvo su misma alineación política hasta que, viendo perdida la causa del Rey, lo traicionó y se hizo adulón del Mariscal Sucre. Estos individuos, después de asistir a una gran misa en la Catedral “para dar gracias y pedir la asistencia divina”, según narra Jorge Siles Salinas (11), en la sesión del 6 de agosto de 1825 resolvieron “erigirse en un Estado soberano e independiente de todas las naciones, tanto del viejo como del nuevo mundo”(12).

Así, bajo la triple inspiración de Sucre, Rivadavia y el Supremo Hacedor, se creó una nueva “nación”, que a poco andar se llamaría República de Bolivia, en honor a quien no quiso que se creara. Surge ella -sintetiza Solíz Rada- “debido, principalmente, a la fuerza centrípeta que impulsaba la oligarquía portuaria de Buenos Aires, a los fuertes resabios españolizantes de la aristocracia limeña, así como a la audacia de los doctores chuquisaqueños, propietarios de minas y latifundistas, quienes vislumbraron la posibilidad de una vida holgada sobre las espaldas de los pongos” (13).

La tercera segregación es la del Uruguay: la República Oriental del Uruguay, de confuso parto, se considera una nueva “nación” a partir del 18 de julio de 1830, que no es la fecha de su “independencia”, sino de la jura de su Constitución, impuesta por la Inglaterra de Canning y Lord Ponsomby.

Como sabemos, en 1825, el Coronel Juan José de Lavalleja, al frente de la heroica expedición de los “Treinta y tres Orientales” de extracción artiguista había liberado al Uruguay del dominio brasilero impuesto de 1817 y la había reincorporado a la República Argentina por voluntad del Congreso de La Florida  (25 de agosto de 1825). A su vez, el Congreso argentino dominado por los rivadavianos había aceptado de mala gana la voluntad del pueblo oriental. Apenas conocida esta aceptación en la Corte imperial, el Brasil se dispuso a la pelea contra los argentinos: declarará la guerra a las Provincias Unidas y las fuerzas armadas de ambos países se dispondrán a la lucha, que se arrastrará durante dos largos años. Con grandes sacrificios, los argentinos logran poner en pie un ejército que partirá a las órdenes del Gral. Martín Rodríguez, reemplazado a poco andar por Carlos María de Alvear, el gran rival de San Martin y ex Director Supremo de una década atrás. Improvisan también una fuerza naval, dirigida por el Almirante irlandés Guillermo Brown, muy inferior a la carioca en número de naves y potencia de fuego. En tierra, los argentinos logran derrotar a los imperiales en cinco batallas -entre ellas la decisiva de Ituzaingó-, pero aquéllos bloquean permanentemente el puerto de Buenos Aires y mantienen encerrado a Brown en el río de la Plata. Por razones tanto coyunturales -la interrupción del comercio británico- como estratégicas, la Inglaterra decide intervenir para dar al conflicto una solución que contemple antes que nada sus intereses como potencia comercial y marítima. Esa solución no es otra que la separación de la Banda Oriental y su constitución en Estado aparte de uno y otro beligerante. Para gestionar esta salida, George Canning, secretario de Relaciones Exteriores, envía a Buenos Aires al Vizconde Lord Ponsomby, a quien indica sus deberes: “La ciudad y territorio de Montevideo debería independizarse definitivamente de cada país, en situación algo simular a la de las ciudades Hanseáticas en Europa”(14). Las palabras justificatorias de los ingleses no conseguían engañar a los observadores más perspicaces de la escena rioplatense. El embajador norteamericano en Buenos Aires, John Murray Forbes, por ejemplo, decía a su gobierno en junio de 1826: “Lo que yo había predicho se cumple: se trata nada menos que de la erección de un gobierno independiente y neutral en la Banda Oriental bajo la garantía de Gran Bretaña […] es decir: se trata de crear una colonia británica disfrazada” (15).

 La razón positiva de esta política de la astuta Albión era la necesidad de contar con un país “independiente” que fuera lo suficientemente débil como para ser una colonia de hecho de Inglaterra y que, ribereño del Plata y del Uruguy, hiciese de éstos ríos internacionales, abiertos por tanto a sus naves mercantes; la razón negativa, que Ponsomby confesó al Canciller argentino Roxas y Patrón, era que “La Europa (eufemismo por “Inglaterra”. RAF) no consentirá jamás que sólo dos Estados, el Brasil y la Argentina, sean dueños exclusivos de las costas orientales de la América del Sur, desde más allá del Ecuador hasta el Cabo de Hornos”(16). Pero el gobierno del Emperador don Pedro I, por razones de geopolítica y coincidiendo con los hacendados gaúchos del Río Grande do Sul -limítrofe con la Banda Oriental- que necesitaban climas templados y pastos tiernos para su ganado, no quería soltar la presa, su preciosa “Provincia Cisplatina”.

Bernardino Rivadavia no tenía, en cambio, problema alguno en consentirlo. Elegido Presidente de la República el 7 de febrero de 1826 mediante el golpe de estado civil  dado por un Congreso manejado por los unitarios, contrariando la voluntad de todas las provincias, alzadas contra el centralismo de la gran Ciudad-puerto, este personero de los intereses mercantiles anglo-porteños deseaba deshacerse rápidamente de la guerra, de los brasileros y del Uruguay para abocarse a reprimir la rebelión federal del Interior y el Litoral. Así que envió a Río de Janeiro a Manuel J. García, verdadero agente inglés, para que hiciese la paz a cualquier precio, incluida la renuncia a la patria de Artigas. García cumplió, pero la indignación que cundió por todo el país al conocerse cómo se entregó en la mesa de negociaciones lo ganado en los campos de batalla, causó una crisis de tal magnitud que Rivadavia se vio obligado a desautorizar a su diplomático y presentar enseguida su renuncia (27 de junio de 1827). Disolvióse otra vez el poder nacional y un federal, el coronel Manuel Dorrego, fue elegido Gobernador de Buenos Aires y Encargado provisional de las Relaciones Exteriores. La guerra prosiguió, con gran disgusto de Gran Bretaña, que empeñó entonces todos sus esfuerzos para torcerle el brazo al porfiado Emperador y al patriotismo de Dorrego: el nuevo Canciller inglés Edward Dudley, reemplazante del recientemente fallecido Canning, “informó a los dos beligerantes que debía hacerse la paz o se utilizaría la marina británica para evitar que los puertos argentinos continuaran  bloqueados”(17). Esta amenaza, combinada con la negativa del “Banco Nacional” (controlado por el comercio inglés de Buenos Aires) a entregar fondos a Dorrego para proseguir la guerra, terminó por doblegar la resistencia de ambos gobiernos. El 27 de agosto de 1828 se firmó el Tratado de paz, que establecía al Uruguay como Estado independiente. Entonces los uruguayos, independizados contra su voluntad, eligieron un Congreso, designaron como primer presidente de la República al general liberal-centralista José Rondeau (que también había sido el último Director Supremo argentino en 1820) y se dieron una Constitución, que fue solemnemente jurada el 18 de Julio de 1830, mientras las provincias hermanas hervían en una nueva guerra civil entre centralistas (unitarios) y federales.

Rivadavia, por su parte, se exiliaba en Brasil. Su destierro voluntario nada menos que bajo el ala de sus supuestos “enemigos”, no era un símbolo de la “hidalguía” carioca, sino del cipayismo del exiliado.

¡Apenas dos años había durado el reintegro de la hermana perdida al seno de las provincias argentinas que la habían ayudado en su esfuerzo y acogido entre ellas!

Con razón y con realismo latinoamericano diría don Felipe Arana, Ministro de Relaciones Exteriores argentino,  a principios de 1845, al hablar con el enviado paraguayo Esteban Cordal que reclamaba el reconocimiento de la independencia paraguaya: Se le negaba, expresó, porque “los extranjeros ya habían conseguido segregar de la República Argentina los Estados Oriental y de Bolivia; que su objeto era reducir todo a pequeños Estados con el objeto de obtener la influencia; y que era preciso formar una nación grande que se hiciese respetar por todos…”(18).

Lástima que el jefe de Arana,  el dictador Brigadier don Juan Manuel de Rosas, no se esforzara mucho en formar esa “nación grande” en los antiguos límites del ex-Virreinato del Río de la Plata, según lo acusaban mentirosamente sus enemigos emigrados unitarios de la época. Lo curioso es que los historiadores rosistas consideran una ofensa que se adjudique a Rosas tales propósitos, que de haberlos tenido de verdad lo hubieran honrado como un constructor latinoamericano, semejante al Mariscal Andrés de Santa Cruz en Bolivia, más allá de los medios que se emplearen, diplomáticos o militares.                                  

 

                                                            Córdoba, 5 de junio de 2015

 

 

 

 

 

                                 N O T A S

 

1) Gustavo Lagos: “La evolución del pensamiento y la acción integracionista en América Latina”,

en :Felipe Herrera: “América Latina Integrada”, Editorial Losada, Buenos Aires 1967, pág.14.

 

2)V. José Luis Busaniche: “Historia Argentina”, Ed. Solar/Hachette, Buenos Aires 1976, pág.310. Este historiador revisionista destruye el mito de la espontaneidad de las masas criollas para acudir a alistarse en los ejércitos rioplatenses dirigidos por oficiales provenientes de las clases dominantes porteñas. En realidad -salvo en los casos de Artigas y de Güemes, caudillos de la Banda Oriental del Uruguay y del Norte argentino- las milicias de la Independencia fueron reclutadas y rígidamente encuadradas y disciplinadas por jefes militares que las condujeron ignorando olímpicamente sus intereses de clase oprimida y según los más rígidos cánones de la época.

 

3)Blas Garay: “Compendio elemental de Historia del Paraguay”, Asunción, s/f, pág. 120.

4)Julio Cesar Chávez: “La Revolución del 14 y 15 de Mayo”, Biblioteca Histórica Paraguaya de Cultura Popular, Buenos Aires 1957, pág. 10.

5)Idem., ídem.

6)Cit. por Vicente Sierra: “Historia de la Argentina”, fragmento del libro del mismo título, en: AA.VV., “Bolívar”, Ed. por “Comisión Argentina de Homenaje al Libertador Simón Bolívar”, Buenos Aires 1985, pág.255

7)Jorge Abelardo Ramos: “Historia de la Nación Latinoamericana”, A.Peña Lillo Editir, Buenos Aires 1968, pág.231.

8)Idem., pág. 232.

9)Jorge Siles Salinas: “La Independencia de Bolivia”, Editorial Mapfre, Madrid 1992, pág. 346.

10)Idem., pág.340.

11)Idem., pág.344.

12)Idem., pág. 346.

13)Andrés Solíz Rada: “La Luz en el Túnel”, Publicaciones del Sur, Tomo I, pág.103, Buenos Aires 2013.

14)J.A. Ramos: op. cit., pág.272

15)León Pomer: “Conflictos en la Cuenca del Plata”, Editorial Riesa, Buenos Aires 1984, pág.47.

16)J.A.Ramos: op. cit., pág. 271.

17)J.Fred Rippy: “La rivalidad entre Estados Unidos y Gran Bretaña por América Latina (1808-1830)”, EUDEBA, Buenos Aires 1967, pag. 93.

18)León Pomer: op. cit, pág.66.