
Según Evangelii gaudium, la exhortación apostólica del papa
Francisco, en la cultura predominante el primer lugar está ocupado por lo
exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Y
explica que una de las causas de esta situación es la relación que hemos
establecido con el dinero, ya que aceptamos sin problema su prevalencia sobre
la persona y la sociedad. Pues bien, reconocido esto, podemos afirmar que una
de sus principales consecuencias es el despilfarro irresponsable en distintas
áreas de la vida. Hay despilfarro de alimentos, de agua, de energía. Despilfarro
en los gastos militares, en la asignación de los fondos públicos, en la
dinámica del motor capitalista que apuesta por una producción y consumo sin
límite. Despilfarro en el mundo del deporte y la tecnología, y en el estilo de
vida de los sectores y países ricos. Veamos algunos datos.
La Organización de las Naciones Unidas para la
Alimentación y la Agricultura calcula que el volumen mundial de despilfarro de
alimentos ronda los 1,600 millones de toneladas y que solo un bajo porcentaje
de los alimentos desperdiciados es compostado; una gran parte termina en los
vertederos y representa un porcentaje elevado de los residuos sólidos urbanos.
Asimismo, reporta que el volumen total de agua que se utiliza cada año para
producir los alimentos que se pierden o desperdician equivale al caudal anual
del río Volga en Rusia, o tres veces el volumen del lago de Ginebra. En la
producción de esos alimentos se usan 1,400 millones de hectáreas, equivalentes
al 28% de la superficie agrícola del mundo. El monto en metálico del
despilfarro de alimentos (excluyendo el pescado y el marisco) alcanza los 750
millones de dólares anuales.
Con respecto al despilfarro en gastos militares,
los datos son escandalosos. Según el Instituto Internacional de Investigación
para la Paz de Estocolmo, en 2014 los gastos militares en el mundo sumaron
1,747 billones de dólares. Los cinco mayores inversores en defensa fueron
Estados Unidos, con 581,000 millones de dólares; China, 129,000 millones;
Arabia Saudí, 81,000 millones; Rusia, 70,000 millones; y Reino Unido, 62,000
millones de dólares. En promedio, se estima que en el mundo se gastan unos dos
mil millones de dólares por minuto en armas. Un dato obsceno si consideramos la
precariedad en la que viven millones de seres humanos y la necesidad de paz
mundial que demandan los pueblos.
Por otra parte, la académica española Adela
Cortina denomina a la época actual como la “era del consumismo”. Y explica que
sociedad consumista no es lo mismo que una sociedad en la que todo el mundo
consume, porque es lógico y evidente que toda la gente debe consumir para
sobrevivir. Una sociedad consumista es aquella en la que se consumen bienes
fundamentalmente superfluos. Si esto es así, la mentalidad consumista conduce
al derroche inútil y pernicioso de recursos. De ahí la necesidad de propiciar
estilos de vida orientados a reducir el nivel de consumo. El modelo
despilfarrador se basa en la producción constante de nuevas necesidades, por
ello la reducción del consumo de bienes superfluos es imprescindible para caminar
hacia una sociedad sostenible en la que se pueda vivir mejor con menos
tenencias. Es decir, la sencillez como alternativa para el futuro. O dicho en
palabras de Mahatma Gandhi, “necesitamos vivir simplemente para que otros
puedan simplemente vivir”.
Otro despilfarro ofensivo es la del ámbito del
fútbol entre los equipos con presupuestos millonarios. Según World Soccer
World, en 2014, el salario anual de los 10 jugadores mejor pagados ascendió a
más de 300 millones de dólares. Con ese dinero se podría financiar, por
ejemplo, dos presupuestos del pago de pensiones en El Salvador (actualmente, el
monto anual es de 128 millones de dólares). También el derroche de fondos
públicos en obras de infraestructura o programas de inversión social mal
planificados y administrados que terminan siendo fuente de corrupción. Derroche
ofensivo es, además, el mostrado por las personas más ricas del mundo, que
gastan parte de sus fortunas en extravagancias.
Ahora bien, la pregunta ineludible es ¿cómo
contrarrestar la cultura del derroche y propiciar procesos de una nueva cultura
de solidaridad y austeridad? Esto es, cómo cambiar la competitividad
individualista por la cooperación competente y cordial; la acumulación
excluyente de la riqueza por el acceso equitativo a los bienes que garanticen
la satisfacción de las necesidades fundamentales; el consumismo sin límites por
el uso racional de los recursos. En definitiva, cómo pasar del afán egocéntrico
al espíritu de concordia. Citamos dos textos que en su momento fueron críticos
y propositivos en este sentido, y que siguen siendo de actualidad en lo que
respecta a valores que propicien un nuevo estilo de vida.
El primero es de Robert Kennedy, hermano del
expresidente John F. Kennedy, quien en un conocido discurso en la universidad
de Kansas, en 1968, planteó la diferencia entre el producto interno bruto y la
felicidad interior bruta:
Durante demasiado tiempo parecía que habíamos
cambiado la excelencia personal y los valores de la comunidad por la mera
acumulación de cosas materiales. Nuestro producto nacional bruto (…) cuenta la
contaminación del aire y la publicidad de los cigarrillos, y las ambulancias
que borran la carnicería de nuestras carreteras. Cuenta las cerraduras
especiales para nuestras puertas y las cárceles para las personas que las
rompen. (… ) Cuenta el napalm y cuenta las ojivas nucleares y los coches
blindados de la Policía para luchar contra los disturbios en nuestras ciudades
(…) A pesar de ello, el producto nacional bruto no permite medir la salud de
nuestros hijos, la calidad de su educación o la alegría de su juego. No incluye
la belleza de nuestra poesía o la fortaleza de nuestros matrimonios (…) Tampoco
mide ni nuestra inteligencia ni nuestro valor, ni nuestra sabiduría ni nuestro
aprendizaje, ni nuestra compasión ni nuestra devoción a nuestro país; en
definitiva, mide todo, salvo lo que hace que la vida valga la pena.
El segundo texto es de Ignacio Ellacuría, quien
al proponer un cambio radical de civilización que vaya a la raíz de los
problemas y en dirección contraria al orden dominante, habla de una
civilización “donde la pobreza ya no sería la privación de lo necesario y
fundamental debido a la acción histórica de grupos, clases sociales o naciones,
sino un estado universal de cosas en que estén garantizadas la satisfacción de
las necesidades fundamentales, la libertad de opciones personales y un ámbito
de creatividad personal y comunitaria que permita la aparición de nuevas formas
de vida y cultura, nuevas relaciones con la naturaleza, con los demás hombres,
consigo mismo y con Dios. [Una civilización] que realmente da espacio al
espíritu, que ya no se verá ahogado por el ansia de tener más que el otro, por
el ansia concupiscente de tener toda suerte de superfluidades, cuando a la
mayor parte de la humanidad le falta lo necesario. Podrá entonces florecer el
espíritu, la inmensa riqueza espiritual y humana de los pobres y los pueblos
del Tercer Mundo, hoy ahogada por la miseria y por la imposición de modelos
culturales más desarrollados en algunos aspectos, pero no por eso más humanos”.
- Carlos Ayala Ramírez es director de radio
YSUCA, El Salvador