Se han puesto de moda, nuevamente, las consignas favorables al “desarrollo” como la mejor opción estratégica de política económica. Ello supone obviamente otorgarle a la inversión dos objetivos principales: superar los cuellos de botella en materia de infraestructura y de-senvolver una nueva base industrial. Emitido ese propósito, que discursivamente nadie parece cuestionar, surgen algunas incógnitas. Entre ellas cabe preguntarse si contamos con los recursos y actores económicos privados dispuestos a asumir el desafío que supone convertir a la industria, donde la responsabilidad principal le cabe al sector privado, en locomotora del desarrollo futuro.
Actualmente la relación entre la inversión y el PIB es de apenas 19 puntos, de los cuales 5 los aporta el Estado. Por ende, los privados invierten, a gatas, lo necesario para mantener actualizado a su capital físico o algo más. Si este coeficiente permanece inamovible, el sueño del desarrollo se desvanece.
Son abundantes las evidencias del bloqueo existente para la expansión manufacturera en buena medida generadas por esa reticencia de actores dominantes a tomar el riesgo que supone la inversión real. Esta realidad, en alto grado se vincula con las tentaciones existentes en el mercado del dinero, más una innata vocación por la fuga al exterior y los efectos desestimulantes que, en muchas ramas fabriles, ejerce el proceso de dislocación predominante en el ciclo internacional del producto.
Lo cierto es que, cuantativamente, el excedente que genera la economía nacional, aún en las condiciones de bajo crecimiento vigentes, bastaría para financiar gran parte de un proceso de industrialización acelerado. En los sectores tradicionales del poder económico este propósito se encuentra virtualmente ausente y, es más, en algunos ámbitos llega a ser duramente cuestionado. Tal actitud tiene su historia.
Se trata de una consigna permanente en la ideología neoconservadora local, para la cual siempre sustituir importaciones fue equivalente a alentar “industrias artificiales”. Ese prejuicio ideológico, que en realidad beneficia a intereses específicos, se tornó todavía más enconadamente irritado frente a los hechos de la actualidad, donde el Estado no permanece indiferente a la hora de jugar un rol activo para sostener los ritmos de actividad económica y el empleo laboral.
Aunque parezca contradictorio, generalmente esa actitud de oposición frontal al modelo desarrollista, hoy es compartida ideológicamente por amplios tramos del empresariado tradicional. Por ejemplo, en la última reunión del Coloquio de IDEA, el flamante titular de la UIA, Adrián Kaufmann Brea, enunció como las prioridades que debería respetar cumplir el futuro gobierno:
1. El ajuste en el valor del dólar oficial y el aumento de las reservas.
2. Alcanzar una acuerdo urgente con los fondos buitre en el marco de la sentencia Griesa.
3. El ataque frontal al déficit fiscal.
No dijo una palabra sobre las inversiones que precisa la industria, los puestos de trabajo que se generarán o los mercados a conquistar. Sin duda la dirigencia fabril de vieja cepa, comparte el supuesto que “mejorando el clima de negocios llegarán los capitales” y estos, sabiamente, decidirán cual será su asignación más favorables al interés nacional.
El mundo real es más complejo y contradictorio que los supuestos teóricos “del mercado”. En estos temas, es de mala práctica distraerse con ilusiones autocomplacientes, queriendo ignorar que avanzar, en serio, hacia el desarrollo supone afectar intereses y privilegios esclerotizados. Dicho en otros términos, a la hora de pensar una moderna estrategia de industrialización, ello supone partir de un descarnado diagnóstico acerca de conducta previsible del capital, y las posibilidades reales que existen de modificarla.
Es preciso, por lo tanto, extremar los recaudos y estar dispuestos a doblar la apuesta a favor de una inteligente intervención estatal. No se trata de conjeturas, la misma en nuestro caso se encuentra particularmente justificada luego de los resultados positivos verificados en los últimos doce años por el gobierno, que con su activismo pudo primero maximizar los resultados en la fase expansiva del ciclo mundial y luego eludir los efectos adversos de la crisis internacional.
Ahora, para quienes sostenemos este proyecto, hace falta un plan de desarrollo, que permita optimizar la aplicación de los recursos públicos (valdría la pena, por ejemplo, repasar la experiencia noruega de economía mixta). Si opciones de este tipo pueden aplicarse, no es solamente debido a razones estratégicas de fondo –que sin duda existen–, sino también ante la evidencia que, salvo excepciones, generalmente las mayores empresas manufactureras privadas ya sean locales o de capital extranjero, solo a cuenta gotas transforman sus excedentes en inversión neta dirigida a ampliar y modernizar su capacidad instalada fabril, y menos todavía con el objeto de cubrir los amplios vacíos en las cadenas de valor. Esta por verse si, un cambio de políticas macro alterará estas conductas,
El envión industrializador necesita un Estado muy activo que lo desenvuelva, codo a codo con una nueva burguesía nacional, dispuesta a tomar riegos, poniendo sus rentas en nuevas inversiones que solo maduran a mediano plazo. Sobran las evidencias acerca del compromiso estatal en la Argentina con el desarrollo manufacturero. Por el contrario, desde nuestro punto de vista hay serias dudas que se cuente con una fracción empresaria dominante, “tradicional” dispuesta a ser de la partida, destinando la parte sustancial del total de su renta a invertir en proyectos muy intensivos en capital, solos o asociándose con otros empresarios, locales o del exterior.
Sería necio, y fatal para el gobernante que se comprometa con un modelo desarrollista, ignorar las falencias de nuestra gran burguesía industrial junto a los intereses contradictorios internos al conjunto del capitalismo local y el peso de las tentaciones especulativas y de fuga al exterior, siempre vigentes. Tales realidades supone una limitante muy fuerte para avanzar hacia una política de industrialización como la que precisa la Argentina en la presenta fase de su ciclo macroeconómico.
Este obstáculo tan severo, donde lo que está en juego es la mecánica de reproducción del capital, creemos que muchas veces resulta ignorados por quienes, aún llamándose críticos de la ortodoxia, elucubran sobre el “destino deseado” para el futuro de la industria nacional, pero sin meterse en las profundidades de las contradicciones que exhibe la realidad. Algunos analistas apelan a la solución más sencilla; como no meterse con la conducta del capital, ignorándola y/o proponiendo que del riesgo se haga cargo el sector público.
Existen, cabe subrayarlo, antecedentes sobre desarrollos propositivos más elaborados. En los años setenta y avanzando en una tesis de John Kenneth Galbraith, el ingeniero Jorge Sabato (por entonces exitoso gerente de materiales en la Conea) propuso un modelo para gerenciar el plan de desarrollo industrial sustitutivo de importaciones con un mayor grado de autonomía local. En su propuesta se combinaban, como los lados de un triangulo los centros locales de investigación científico tecnológica, el Estado industrialista y la actividad privada como agentes operativos del crecimiento manufacturero.
Lamentablemente, del triángulo de Sabato no se deduce cuál es el lugar asignado en su esquema al poder económico muy concentrado y generalmente vinculado a la inversión externa, que además cada vez tiene mas “fondos de cobertura” entre sus accionistas. El caso de la penetración de los fondos buitre en las licencias farmacéuticas es paradigmático pero pueden encontrarse ejemplos similares en casi todas las ramas del sector industrial.
En otros aportes sobre la viabilidad del desarrollo se opta, con un voluntarismo extremo, directamente por ignorar estas cuestiones espinosas que venimos mencionando, lo que libera a sus autores “heterodoxos” de proponer los medios para corregirlas. Parece que bastaría con enunciar los objetivos del desarrollo industrial un buen listado de proyectos delicadamente encuadernado para que se concreten sin tropiezos. Y así se llega a ciertas propuesta tan autocomplacientes como “idealistas” que ponen el énfasis en aspectos parciales.
Es el caso, hoy en boga, de centralizar la inversión pública en el desarrollo científico tecnológico. Esta idea es correcta pero desde el punto global de la industria nacional en su conjunto no consigue obviar lo que pasa con las situaciones oligopólicas que rigen en los menos glamorosos tramos, más complejos de las cadenas de valor, donde predomina las situaciones oligopólicas o directamente se trata de monopolios. Sus propietarios juegan en las “ligas mayores” del capitalismo argentino, por ende también influyen en el terreno político institucional. Generalmente lo hacen disfrutando de actuar el mercados imperfectos que los convierten en los grandes formadores de precios internos, y en la mayoría de los casos actúan como integrantes del ciclo internacional de su rama industrial. Este detalle que en consecuencia los coloca entre los principales importadores de bienes manufacturados y como parte de toda su operatoria que sigue dolarizada, generalmente exhiben poca voluntad de tomar riegos mayores. Todo eso ocurre pese a que en la mayora de los casos hoy sus negocios marchan mejor en la Argentina que en el escenario internacional.
Les cabe aquella famosa reflexión de Michal Kalecki: “El camino más racional consistiría en aumentar la inversión, algo que aceleraría el desarrollo de la economía; o en contribuir a través del gasto público (o de la reducción de impuestos) al incremento de los consumos. Sin embargo, bajo el capitalismo, esto no sucede necesariamente” (Ensayos sobre las economías en vías de desarrollo, editorial Crítica, 1980).
Pese a las descriptas restricciones que parecen insuperables e invitan a la parálisis gubernamental y terminar asumiendo la llegada del “economista providencial” que ejecute la receta del neoliberalismo poco después de haber dejado a los buenos propósitos de la heterodoxia durmiendo en las bibliotecas, existen dos importantes grados de libertad con que cuenta el Estado si decide planificar el desarrollo y empezar a romper con la inercia propia del capitalismo tardío.
Una pasa por maximizar los efectos de la inversión en infraestructura energética, vial, de transporte y comunicaciones, cuyo enorme peso recae sobre el Estado. Ese ejercicio permitiría, no solo dotar de externalidades positivas a la esfera productiva sino también la adopción de políticas industriales en base a la demanda que la obra pública siempre implica.
La otra consiste en una apuesta fuerte a favor de planificar el desarrollo de los parque industriales, generando economías externas, evitando los abusos de la especulación inmobiliaria en esos espacios (empezando por desdolarizarla) y generado economías de aglomeración. A esta altura debe promocionarse la mayor especialización de cada uno en actividades específicas –algo que los identifique de modo inmediato, sin discriminar a los ya instalados–, lo que determinará por parte del Estado la orientación de su infraestructura, la calificación de la mano de obra y los beneficios de socializar la experiencias en el ciclo productivo.
Hay un par de test relevantes acerca del éxito para el plan industrial consiste en determinar si ha germinado en la aparición de un nuevo empresariado y cuál ha sido su efecto hacia una distribución más progresiva del ingreso nacional. Los parques industriales deben convertirse en el semillero de una nueva clase empresaria, a partir de la base existente, dispuesta a ocupar espacio que deja una burguesía industrial que no fue.
Para ello esa nueva clase empresarial deberá estar dispuesta a poner sus recursos corriendo riesgos que el Estado nacional tratará de minimizar, pero que son inevitables. El Estado, entre otras misiones, deberá asumir la pesada tarea del cotidiano toma y daca con el poder económico, y negociar inversiones externas de riesgo, tanto en infraestructura como en industrias básicas, maximizando la ponderación de componentes, equipos y partes nacionales en esos emprendimientos.
En la actualidad, el sector público estatal ya invierte en infraestructura básica y en el desarrollo científico tecnológico una parte sustancial y sin antecedentes de su Presupuesto. Esta apuesta será exitosa si a mediano término ya contamos con una joven burguesía nacional que opere en alianza estratégica con el Estado y los trabajadores. Una alianza de clase comprometida con los valores y el desafío de alcanzar una etapa larga de desarrollo económico con equidad social, y esto no se logra ignorando los conflictos.
* Presidente de la Fundación de Investigaciones para el Desarrollo Económico (FIDE).