
Cuando el president George W. Bush asumió el cargo, el grueso de los descontentos con unas elecciones robadas se consolaron con esta idea: dado nuestro sistema de controles y equilibrios políticos, ¿cuánto dañó puede hacer? Ahora lo sabemos: mucho más de lo que podían imaginar los peores pesimistas. Desde la guerra de Irak hasta el colapso de los mercados crediticios, las pérdidas financieras apenas resultan concebibles. Y detrás esas pérdidas aún hay que contar las oportunidades perdidas, todavía mayores.
Tomados de consuno los dineros despilfarrados en la guerra, los dineros despilfarrados en un esquema inmobiliario piramidal que empobreció a los más y enriqueció a unos pocos y los dineros que se esfumaron con la recesión, el hiato entre lo que podríamos haber producido y lo que realmente produjimos fácilmente rebasará el billón y medio de dólares. Piensen lo que habría podido hacerse con esa suma para proporcionar asistencia sanitaria a quienes carecen de seguro médico, para mejorar nuestro sistema educativo, para desarrollar tecnologías verdes… La lista es infinita.
Y el verdadero coste
de las oportunidades perdidas es todavía mayor. Piensen en la
guerra. Están, para empezar, los fondos directamente asignados a
ella por el gobierno (unos 12 mil millones de dólares mensuales, y
eso aceptando las estimaciones confundentes de la administración
Bush). Pero es que son mucho mayores todavía, como ha documentado en
su libro La guerra de los tres billones de dólares Linda Bilmes, de
la Kennedy School, los costes indirectos: las remuneraciones que han
dejado de ganar los heridos o los muertos o la actividad económica
desplazada (de, pongamos por caso, gastar en hospitales
norteamericanos a gastar en empresas nepalesas de seguridad). Esos
factores sociales y macroeconómicos podrían llegar a montar más de
2 billones de dólares en el cómputo total de los costes de la
guerra.
Pero hay un haz de
luz en esos negros nubarrones. Si logramos zafarnos de la pesadumbre,
si conseguimos pensar más cuidadosa y menos ideológicamente sobre
la manera de robustecer nuestra economía y hacer de la nuestra una
sociedad mejor, tal vez podamos adelantar algo en el planteamiento y
solución de los enconados problemas que venimos arrastrando.
El déficit de
valores.- Uno de los puntos fuertes de Norteamérica es su
diversidad, y siempre ha habido una diversidad de puntos de vista
incluso respecto de nuestros principios fundamentales (la presunción
de inocencia, el mandato de habeas corpus, el imperio de la ley).
Pero –o eso creíamos, al menos— quienes discrepaban de esos
principios constituían una pequeña franja marginal, fácilmente
ignorable. Ahora hemos aprendido que esa franja no es tan minúscula
y que, entre sus miembros, se cuentan el actual presidente y los
dirigentes de su partido. Y esa división en los valores no podía
haber llegado en peor momento. Percatarse de que podríamos tener
menos en común de lo que pensábamos puede dificultar la resolución
de problemas que tenemos que encarar juntos.
El déficit
climático.- Con ayuda de cómplices como ExxonMobil, Bush trató de
persuadir a los norteamericanos de que el calentamiento global era
una ficción. No lo es, y hasta la administración ha terminado por
admitirlo. Pero no hicimos nada durante ocho años, y los EEUU
contaminan más que nunca; un retraso que pagaremos carísimo.
El
déficit de igualdad.- En el pasado, aun si los que estaban abajo
recibían pocos, si alguno, de los beneficios de la expansión
económica, la vida se percibía como un sorteo equitativa. Las
historias de quienes se hacían a sí mismos eran parte de las señas
de identidad norteamericanas. Pero la vieja promesa de Horatio Alger
suena hoy falsa. La movilidad ascendente se ha hecho cada vez más
difícil. Las crecientes divisiones de ingreso y de riqueza han sido
reforzadas por una legislación fiscal que premia a los afortunados
en la azarienta lotería de la globalización. Destruida aquella
percepción, será todavía más difícil encontrar una causa común.
El déficit de
responsabilidad.- Los reyezuelos del mundo financiero estadounidense
justificaban sus astronómicas remuneraciones apelando a su
pretendido ingenio para generar grandes beneficios, supuestamente
derramados sobre el país entero. Ahora, los reyes andan desnudos. No
supieron gestionar el riesgo; antes bien, sus acciones exacerbaron el
riesgo. El capital no fue correctamente asignado; se malgastaron
centenares de miles de millones, un nivel de ineficiencia mucho mayor
que el que la gente se ha acostumbrado a atribuir al Estado. Sin
embargo, los reyezuelos se largaron con centenares de millones de
dólares de los contribuyentes, de los trabajadores, y el conjunto de
la economía tuvo que pagar la cuenta.
El déficit
comercial.- En el curso de la pasada década, el país ha venido
tomando préstamos a gran escala en el extranjero: sólo en 2007,
unos 739 mil millones de dólares. No es difícil descubrir por qué:
con un gobierno incurriendo en enormes deudas y unos hogares
norteamericanos sin apenas capacidad de ahorro, no había otro sitio
donde pedir. Los EEUU han estado viviendo de dinero y de tiempo
prestados, y ha llegado la hora del vencimiento. Acostumbrábamos a
dar lecciones de buena política económica a los demás. Ahora los
demás se parten de risa a nuestras espaldas, y de cuando en cuando,
hasta nos dan lecciones. Hemos tenido que ir a mendigar a los
fondos soberanos de riqueza (la riqueza excedente que otros gobiernos
han acumulado y que pueden invertir fuera de sus fronteras).
Retrocedemos ante la idea de que nuestro gobierno se haga con un
banco, pero parecemos aceptar de grado la idea de que los gobiernos
extranjeros puedan convertirse en accionistas de referencia de
algunos de nuestros bancos más emblemáticos, instituciones
cruciales para nuestra economía. (Tan cruciales, en efecto, que
hemos dado un cheque en blanco a nuestro Tesoro para
rescatarlas.)
El déficit fiscal.- Gracias, en parte, a un
gasto militar desapoderado, en sólo ocho años nuestra deuda
nacional se ha incrementado en dos tercios, pasando de 5,7 billones a
más de 9,5 billones de dólares. Pero, por espectaculares que
resulten, esos números subestiman por mucho las verdaderas
dimensiones del problema. Aún tienen que presentarse a cobro muchas
facturas de la Guerra de Irak, incluidas las que incorporan los
costes de asistencia a los veteranos heridos, y esas facturas podrían
representar unos 600 mil millones de dólares. El déficit federal de
este año probablemente añadirá otro medio billón a la deuda
nacional. Y todo eso, sin contar con los dineros desembolsados por la
Seguridad Social y por Medicare para asistir a los baby boomers.
El
déficit de inversión.- Las cuentas del Estado son distintas de las
cuentas del sector privado. Una empresa que tome dinero prestado para
realizar una buena inversión verá su balance contable mejorado, y
sus ejecutivos serán aplaudidos. Pero en el sector público no hay
balance contable, y por lo mismo, demasiada gente se centra
miopemente en el déficit. En realidad, las inversiones públicas
sabias proporcionan retornos mucho más elevados que la tasa de
interés que el Estado paga por su deuda; a largo plazo, las
inversiones ayudan a reducir los déficits. Recortar esas inversiones
es proceder al modo del ahorrador de salvado y desperdiciador de
harina, como pudo verse con los diques de Nueva Orleáns y con los
puentes de Mineápolis.
***
Más allá
de la simple incompetencia, hay dos posible hipótesis para explicar
por qué los republicanos prestaron tan poca atención a la creciente
debacle presupuestaria. La primera es, sencillamente, que confiaron
en la teoría económica del lado de la oferta, en la creencia de
que, de uno u otro modo, la economía crecería tanto con unos
impuestos bajos, que los déficits serían efímeros. Esa idea se ha
revelado como lo que es, una ilusión fantasiosa.
La segunda hipótesis
es que, permitiendo un déficit cada vez más hinchado, Bush y sus
aliados esperaban forzar una reducción del tamaño del Estado. Lo
cierto es que la situación fiscal ha llegado a cobrar unas
proporciones tan alarmantes, que muchos demócratas responsables
están comenzando ahora a hacerles el juego a los republicanos
empecinados en “asfixiar a la bestia pública”, y llaman a un
drástico recorte del gasto público. Pero, preocupados como están
los demócratas por parecer demasiado tibios en materia de seguridad
–y por lo mismo, resueltos a considerar sacrosanto el presupuesto
militar—, resulta harto difícil recortar gastos sin cercenar las
inversiones más importantes para resolver la crisis.
La tarea más
perentoria del nuevo presidente será restaurar el vigor de la
economía. Dado el volumen de nuestra deuda nacional, es
particularmente importante cumplir esa tarea de manera que se
maximicen los resultados de cada dólar gastado, al tiempo que se
ataca al menos uno de los déficits capitales. Los recortes fiscales
funcionan –si funcionan— incrementando el consumo, pero el
problema de Norteamérica es que padece un atracón de consumo;
prolongar el atracón no hará sino posponer la solución de los
problemas más profundos. A medida que los ingresos se desploman, los
estados y los municipios tendrán que hacer frente a restricciones
presupuestarias, y a menos que se haga algo, se verán obligados a
recortar el gasto, lo que no hará sino ahondar en el declive. A
nivel federal, necesitamos gastar más, no menos. Hay que
reconfigurar la economía para adaptarse a las nuevas realidades
(incluido el calentamiento global). Necesitaremos más trenes de alta
velocidad y plantas energéticas más eficientes. Esos gastos
estimulan la economía, al tiempo que sientan las bases para un
crecimiento sostenible a largo plazo.
Sólo hay dos formas
de financiar esas inversiones: aumentar los impuestos o recortar
otros gastos. Los norteamericanos de ingresos altos pueden
perfectamente permitirse pagar más impuestos, y muchos países
europeos han triunfado, no a pesar de tener una fiscalidad elevada,
sino precisamente por tenerla: es lo que les ha permitido invertir y
competir en un mundo globalizado.
Huelga decir que
habrá resistencia al aumento de impuestos, de manera que el foco de
atención se moverá hacia los recortes. Pero nuestros gastos
sociales son ya tan esqueléticos, que hay poco que ahorrar. En
realidad, descollamos entre las naciones industrializadas avanzadas
por lo inadecuado de nuestras protecciones sociales. Los problemas,
por ejemplo, del sistema de asistencia sanitaria en los EEUU saltan a
la vista: resolverlos no es sólo cuestión de mayor justicia social,
sino también de mayor eficiencia económica. (Unos trabajadores más
sanos son unos trabajadores más productivos.) Y eso deja sólo un
área económica importante disponible para recortar gastos: la
defensa. Nuestros gastos representan la mitad de los gastos militares
mundiales, con un 42% de los dólares del contribuyente que se
destinan, directa o indirectamente, a defensa. Incluso los gastos
militares no bélicos se han disparado. Con tanto dinero gastado en
armamento inútil contra enemigos que no existen hay mucho margen
para incrementar la seguridad, al tiempo que se recortan los gastos
en defensa.
La buena nueva en todo este horizonte de malas
noticias económicas es que nos estamos viendo obligados a morigerar
nuestro consumo material. Si lo hacemos de forma adecuada, eso
ayudará a mitigar el calentamiento global, y acaso contribuirá
también a despertar la consciencia de que un mayor nivel de vida
también es más ocio, no sólo más bienes materiales.
Las leyes de la
naturaleza y las leyes económicas son implacables, y no perdonan.
Podemos abusar de nuestro medio ambiente, pero sólo por un tiempo.
Podemos gastar por encima de nuestros medios, pero sólo por un
tiempo. Podemos gorronear a cuenta de nuestras inversiones pasadas,
pero sólo por un tiempo. Ni siquiera el país más rico del mundo
puede ignorar las leyes de la naturaleza y las leyes económicas, si
no es en daño propio.
Joseph Stiglitz es
profesor en la Universidad de Columbia, ganador del Premio Nobel de
Economía en 2001 y coautor de The Three Trillion dollar
War.
Traducción para www.sinpermiso.info:
Ricardo Timón