LA FRONTERA DE AFRICA

Por:
Joan Canela i Barrull

Publicado el 01/04/2009

Cruzando el río Limpopo, entre Sudáfrica y Zimbabwe se encuentra la frontera más transitada del continente

La carretera Nacional 1 es la espina dorsal de Sudáfrica. Desde la punta sur, en Ciudad del Cabo, atraviesa todo el país hasta su rincón más septentrional: Beitbridge, el paso conocido como el “Puente de África” que, cruzando el río Limpopo, une Sudáfrica y Zimbabwe y de la que se dice que es la frontera más transitada del continente. A medida que se acerca Musina, la ciudad más próxima a la frontera por el lado sudafricano, el dicho parece volverse realidad, pues centenares de camiones, camionetas y coches de todo tipo atestan la carretera. A solo un kilómetro de la frontera -y ante las miradas de todo el mundo- los grandes camiones se descargan en vehículos más pequeños. “Es que así pagan menos tasas” cuenta Shihrami Shirinda -un abogado laboralista que amablemente nos hará de guía durante el recorrido por está peculiar frontera- sin que parezca alarmarse por esta evidente evasión fiscal.

 

Ya frente a las barrera aduanera el caos parece total: precarios puestos de venta, altas pirámides de bidones que serán llenados de gasolina y una larga cola de camiones llena todo el espacio posible excepto un pequeño pasillo por donde se avanza lentamente. Un enjambre humano inabastable se mueve y espera al mismo tiempo, nadie parece tener prisa para cruzar a un Zimbabwe del que solo parecen llegar malas noticias. Cualquier vehículo sirve para cargarlo hasta los topes de la mercancía más inimaginable, desde harina hasta zapatillas deportivas, que después se pueda revender en el desabastecido país vecino. Las colas se repiten frente la gasolinera: hay que llenar el depósito ante la incerteza de poderlo hacer más adelante.

 

Cólera
 
(H) Otra de las consecuencias de la crisis de Zimbabwe visibles más allá de sus fronteras son los estragos del cólera. El hospital de Musina ha sido cerrado y reservado para los afectados por la epidemia que cruzan desde Zimbabwe en busca de atención médica. En la puerta un cartel da consejos para no contraer la enfermedad. Uno de ellos es consumir sólo frutas y verduras crudas “seguras”. Al lado, varios puestos callejeros venden mangos, naranjas y plátanos, aunque en realidad, ¿qué significa “seguro”? En un gesto que lo alaba, el gobierno sudafricano deja entrar, incluso sin pasaporte, a todas las personas enfermas de cólera. En unas carpas instaladas en el jardín se acomodan los pacientes que no caben dentro del hospital. A pesar de la incomodidad, sobre todo por el calor, tienen espacio y cuidados suficientes. Aun así el cólera genera una fuerte deshidratación y todos los pacientes están extremadamente delgados, con lo que la imagen –sobre todo de los niños- es sobrecogedora.

Tendaï Sadraudhi es una peluquera de 30 años muy debilitada por la enfermedad, pero aún así se anima a contar como en Zimbabwe no tienen ningún tipo de ayuda y como en el hospital de Beitbridge “mueren veinte personas al día”. Reconoce que el gobierno de su país hace campañas de prevención, pero el problema es el agua. “Si no tenemos agua limpia ¿de que sirven los consejos?” se pregunta.

Uno de los mayores temores de las autoridades sanitarias sudafricanas es que el cólera se expanda dentro de su país. “El agua urbana en Sudáfrica esta perfectamente tratada –asegura el director del hospital, Metshi Vhambe- el problema es que muchos emigrantes que viajan hacia el sur a pie beben donde pueden, y eso incluye ríos que pueden estar contaminados”.

No podemos evitar recordar los grupos de tres o cuatro jóvenes que nos hemos cruzado al venir. Andaban bajo un sol de infierno cada uno con su botella de agua. ¿Dónde la llenarán?

Al salir del hospital, a solo unos centenares de metros, un moderno edificio sobresale del resto de la ciudad. Son las flamantes oficinas de De Beers, la principal empresa diamantífera del mundo creada por el visionario Cecil Rhodes -le llegó a poner su nombre a dos países, los actuales Zimbawe y Zambia- y la banca Rotschild hace más de un siglo. No es raro, al fin y al cabo Musina es una ciudad minera, pero el cartel que a su lado que indica como ir al “Musina Golf Resort” es algo más que chocante.

Show Ground
Pero lo más fuerte está por llegar. Si queremos conocer más enfermos de cólera nos dicen que hay un campamento de Médicos Sin Fronteras a un par de kilómetros del hospital. Seguimos por la carretera y nos desviamos después de la gasolinera indicada. Pero lo que aparece ante nuestros ojos no es un campamento ni nada que se les parezca. Más bien recuerda alguna película de un apocalíptico futuro posnuclear. Centenares de personas nos miran mientras pasamos a su lado entre montones de basura y resto de hogueras humeantes. El Show Ground resulta ser un campo de fútbol donde se hacinan refugiados y emigrantes –a menudo la línea que separa ambas definiciones es difusa- de todo África a la espera de conseguir los papeles que les permitan residir en Sudáfrica. En un parque lateral dos autobuses del Ministerio del Interior les hacen los trámites in situ. Alguien ha instalado tres o cuatro lavabos químicos y una toma de agua. Médicos Sin Fronteras ofrece un servicio de salud y reparte comida. Pero no hay nada más. Solo unos pocos –los más veteranos suponemos- han construido alguna tienda con plásticos. El resto simplemente vive –come, duerme, hace sus necesidades y, sobre todo, se aburre- a la intemperie. ¿Por cuanto tiempo? Parece que el plazo que el gobierno sudafricano se da para responder a una petición de asilo es de tres meses. Después de esta espera tampoco hay ninguna garantía que sean admitidos. Unos etíopes que vinieron haciendo casi la mitad del camino a pie –más de 2.000 kilómetros- explican que ya llevan unas dos semanas, pero que son optimistas y confían en conseguir los papeles que les permitirán permanecer en el pequeño El Dorado africano.
¿Cuántos son? El funcionario que está al mando de los autobuses alega que “no está autorizado para responder” y que para saberlo hay que llamar a Pretoria. Pero una de las guardias que custodia el campo no está al corriente de las limitaciones burocráticas: “Unos 700” cuenta con una sonrisa antes de preguntar si le podemos hacer una foto.
A pesar del hacinamiento, la falta de higiene y seguridad no hay noticias de epidemias, violaciones o actos de violencia. Sus caras muestran más cansancio y resignación que rabia por lo injusta de su situación. Ni tan siquiera se les ocurre apelar a la “solidaridad africana” que los sudafricanos esgrimían para refugiarse en sus países pocos años antes. Simplemente quieren poder trabajar y ganar un salario que nunca será poco.

La Tierra
Toda la región que rodea Musina está llena de modernas granjas propiedad de blancos. Estas es una herencia del apartheid, pues la Ley de Tierras Nativas de 1913 estableció que el 87% de las tierras del país debían pertenecer a la minoría blanca, mientras que la mayoría negra se debía concentrar el 13% restante, generalmente las zonas más áridas e improductivas.

A pesar que la reforma agraria fue una de las banderas de lucha del movimiento de liberación, este fue uno de los puntos en los que se tuvo que ceder durante la transición a la democracia en los 90. La nueva constitución sacralizó la propiedad privada y legalizó el robo de 80 años antes. La reforma agraria tiene que hacerse a base de comprar propiedades a precio de mercado y nunca hay recursos suficientes. “No solo no se está haciendo ninguna reforma agraria –cuenta Tshililo Manenzhe, investigador sobre la estructura de la propiedad de tierras en la Universidad de Ciudad del Cabo- sino que hay una verdadera contrareforma, pues muchas personas que habitan en las granjas, trabajen en ellas o no, están siendo expulsados ante el miedo de los propietarios que se les reconozca algún derecho”. Este proceso ya ha comportado un millón de desalojados desde 1994, año en que Mandela asumió la presidencia. Esta gente va a parar a los mismos suburbios pobres a los que fueron sus abuelos en 1913, “es como si el apartheid continuara funcionando” se lamenta Manenzhe.

En Musina la situación, además, es un poco más grave: Desde hace unos años la agricultura dejó paso al turismo como principal activo de la tierra y muchas granjas se están reconvirtiendo en en reservas privadas, tanto de caza como de animales protegidos. Esto ha significado, no solo la pérdida de muchos puestos de trabajo, sino también de zonas donde asentarse, pues si bien la gente puede convivir con vacas, no lo puede hacer con leones o leopardos.

Zimbabwenses
Pamela Bereunga Foto: (H) Justo en el borde de la frontera Jan Vierdegaan tiene su granja. Es un afrikaner afable que está encantado que demos una vuelta por sus tierras. Se le nota orgulloso de lo que él y si familia han levantado en medio de África, pero no nos atrevemos a preguntarle que piensa de la Ley de Tierras Nativas y de si es necesaria algún tipo de compensación. Estos temas aquí son muy delicados. La estancia es sobre todo una extensión de de huerta donde se cultivan mangos, melones y tomates entre otras frutas y verduras. Equipada con modernos tractores, invernaderos con sistemas de riego automatizados y una contabilidad informatizada es perfectamente homologable a cualquier campesino europeo. A solo unos pocos kilómetros, al otro lado de la frontera aun se ara a mano y se depende de la lluvia para cosechar alguno. Shirinda, que ha ayudado a legalizar la situación de la mayoría de los trabajadores que han emigrado desde Zimbawe nos advierte que esta es una granja modelo: “la única donde realmente se disfruta de una condiciones laborales adecuadas”.

No encontraremos el mismo panorama en la segunda finca. Entramos por la zona donde viven los peones y donde hay edificadas dos hileras de casas. De lejos no parecen tener mala pinta, pero cuando nos acercamos nos damos cuenta que en realidad se trata de simples habitaciones de dos por tres metros sin ninguna ventana ni salida de humos ni baño. Una bombilla y, si hay suerte, una radio son los únicos aparatos tecnológicos. Delante de cada puerta hay habilitada una choza donde se instala la cocina a leña. El agua hay que ir a buscarla a una fuente colectiva. En cada cuarto vive una familia.
A Pamela Bereunga le descuentan 200 rands (unos 17 euros) del sueldo en concepto de alquiler, luz, agua y leña, es un 25% de lo que cobra. En voz baja, Shirinda nos cuenta que cuando vivían sudafricanos no se pagaba alquiler por estas habitaciones, pero ahora que todos los trabajadores son zimbabwenses han cambiado las normas. “Siempre se puede rascar un poquito más...” añade.

Un pueblo partido por una frontera
Justo al lado mismo del puesto de control fronterizo empieza una carretera perfectamente asfaltada que bordea la valla fronteriza, una inmensa cicatriz metálica de tres filas de alambrada que sigue el curso de un Limpopo apenas visible desde este lado. Lo que si se divisa, entre los árboles, es el larguísimo puente de Beitbridge en la parte zimbabwense.

“Durante el apartheid la frontera estaba militarizada -cuenta Shirinda, un avogado que tras estudiar en Ciudad del Cabo volvió a Makhado, su ciudad natal, a apenas 80 kilómetros de Musina- y los soldados disparaban a cualquiera que cruzara la cerca. No distinguían entre cualquier inmigrante o un luchador de la libertad”. Luchador de la libertad es que como aquí se refieren comúnmente a los guerrilleros del Umkhonto we Sizwe, el brazo armado del Congreso Nacional Africano, que desde sus bases en Zimbabwe trataban de penetrar en territorio sudafricano para combatir el régimen racista.

Hoy estas historias de batallas se han acabado y la vigilancia se ha relajado. El alambre que estaba electrificado ha sido desconectado –una decisión muy lógica en un país, como Sudáfrica, que sufre periódicos cortes de luz por falta de producción- y los militares ya no disparan contra los inmigrantes, sino que, cuando no hacen la vista gorda, los llevan a los puestos de inmigración. Pero aun así el actual gobierno del ANC está restaurando la alambrada. Los “hermanos africanos” que en otra época les dejaban poner sus bases en sus países a pesar de sufrir los ataques de Pretoria, hoy no son demasiado bienvenidos a la nueva Sudáfrica.

Resiguiendo la cerca se observan constantemente los agujeros hechos por los inmigrantes irregulares. Son los llamados fence-jumpers, los salta-vallas. Una práctica tan común que hay gente que lo hace cada día: vive en Zimbabwe y trabaja en Sudáfrica. Aunque lo más peligroso, avisa Shirinda, no es cruzar la alambrada, sino cruzar el río a nado. “Hay muchos cocodrilos”, explica.

 

Los venda
A pesar de la cerca, a pesar del ejército, a pesar de las leyes restrictivas, las relaciones a un lado y otro de la frontera nunca se cortaron. A un lado y otro los habitantes forman parte de un mismo pueblo, el venda, nación de agricultores y ganaderos nacido de la fusión de sothos y shonas, pueblos con los que mantienen numerosas coincidencias culturales e idiomáticas.

 

Instalados a las riveras del Limpopo desde el siglo XIV se encontraron de pronto divididos por las fronteras marcadas por el imperio colonial inglés, que cedió el sur de su territorio a la autónoma Unión Sudafricana y se reservó el norte en su colonia llamada entonces Rhodesia del Sur, hoy Zimbabwe. Durante el apartheid tuvieron su propio bantustán -como se denominaban los territorios que el régimen reservó para “no blancos”- con capital en Thohoyandou, a unos 150 kilómetros de Musina.
Aunque por pasaporte unos sean zimbabwenses y los otros sudafricanos, los venda mantienen su propio sentimiento de unidad y las relaciones transfronterizas, incluso los matrimonios, son frecuentes. “Aunque durante el apartheid había que esperar años para conseguir un pasaporte que te permitiera llegar a tu boda” cuenta Shirinda entre risas.
¿Pero si todos son venda, como se reconocen los inmigrantes? “Básicamente por el acento, pero más que por el venda, por la forma en que hablamos inglés, al norte y el sur lo hacemos de forma muy diferente”.

Zimbabwe: La gran crisis

Ya hace unos años que todas las noticias que provienen de Zimbabwe son malas. Dejando de lado la atracción de África para llos desastres, lo de Zimbawe es un verdadero record: una inflación que este año ha superado los 2.000.000%, unas elecciones boicoteadas por la oposición, riesgo de guerra civil, hambre, desabastecimiento de todo tipo,cólera, motines de soldados y, más recientemente, las desapariciones de activistas sociales. La lista parece no tener fin. Y lo que es peor, ante cada nueva mala noticia cualquier periodista africano apostilla: “en el que fue el mejor país del continente en la materia”. Y es que Zimbabwe ya contó con unos sistemas educativos, sanitarios y de seguridad social únicos en toda África, además de ser su granero. ¿Y cómo ha podido ser este desastre? La respuesta no parece clara. Para unos Robert Mugabe, quien dirige el país desde la independencia, es el responsable de todo, aunque a menudo se olvidan que él fue también el responsable de ponerlo en la cima. A menudo se cita la reforma agraria de los 90 como el inicio de la decadencia. Entonces se expropió las grandes granjas en manos de blancos para repartirlas entre campesinos negros sin tierra; la producción agropecuaria, motor de la economía, se colapsó y el resto vino en cadena. Pero los partidarios de Mugabe acusan el bloqueo de los países occidentales -con Gran Bretaña, la ex-metrópoli a la cabeza- iniciado en protesta por esta reforma agraria del hundimiento de su economía.


Mientras el país continua dividido y cuesta abajo.