EL PRECIO DE LA SALUD Y LA VIDA

Por:
Said Villavicencio

Publicado el 01/07/2009

Al irlandés más inmortal de la literatura universal, Oscar Wilde, le pertenece una de los pensamientos más precisos sobre lo que es –en síntesis– el homo economicus, cuando afirmó que el cínico es “un hombre que sabe el precio de todo y el valor de nada”.

 

Al irlandés más inmortal de la literatura universal, Oscar Wilde, le pertenece uno de los pensamientos más precisos y preciosos para definir al cínico, cuando dijo de él “es un hombre que sabe el precio de todo y el valor de nada”. Con estas sus palabras también definió –de manera concreta– lo que es el homo economicus en la realidad. Así, esta categoría abstracta: piedra angular de los devaneos teóricos de cuanto feligrés de la “economía pura” exista en el mundo, también habita en la psiquis de los/as economistas nativos/as más connotados/as. Éstos/as, presumen en sus “producciones intelectuales” de “hacer ciencia”, cuando lo que hacen es apología del sistema, las más de las veces recubierta de ropaje angelical.

 

El homo economicus y sus vasallos/as intelectuales que idolatran al reino del mercado –los economistas tradicionales o positivistas, funcionalistas…– tienen un rasgo esencial: no atienden a la sociedad real, donde palpita un universo más complejo y dinámico que el simple encuentro de las conductas individuales, pues en ella se combinan las acciones de las clases sociales, de las naciones, de los Estados, también de las empresas, proyectos comunales y, por supuesto, de las fuerzas políticas e ideológicas… ¿La causa? porque este enjambre de elementos constituyen la muralla insalvable para sus elucubraciones y elaboraciones teóricas que –en general– están empapadas de impresiones subjetivas, ¡y, cuándo no, de especulaciones!, rasgos peculiares de la “economía pura”.

 

Empero, y valorando con espíritu magnánimo, “la construcción de una economía semejante podría ser quizás un divertido juego de salón, pero no se relaciona de ninguna manera con la realidad”, como de manera acertada afirma el economista egipcio, Samir Amin (Los fantasmas del capitalismo. p. 153), aunque lo cierto es que sobran quienes hacen de ésta una religión que –como era de esperar– contagia a otros campos del saber humano y los infecta, como es el caso de la comunicación, cuyo producto asexuado, es la “comunicación sin centro”, que carece de sustento filosófico al haber sido desligada de sus contextos reales y extraviarse en un escenario de especulaciones y desvaríos mentales que revelan su esoterismo y posición anticientífica, también muy difundidos y sobrevalorados en los centros de educación superior de Bolivia.

 

El cuadro de la realidad anterior, “imaginado” en el ámbito de la salud y de la vida, sobre todo en esta coyuntura, en la cual asume un rol de primer orden la influenza causada por el virus AH1N1, haría plantear la siguiente interrogante ¿cabría “imaginar una ciencia médica que modelara el funcionamiento del cuerpo humano sólo con base en las células, tomadas como los únicos elementos fundamentales, e ignorara deliberadamente el corazón…” y el cerebro que son los órganos vitales de la vida? La respuesta es obvia y preñada de dicha para todos los pacientes, pues “los médicos aún no han elaborado una ‘medicina pura’ a la manera de la ‘economía pura’”, razona este autor de origen africano, sin ocultar su carga sardónica, muy necesaria para estos casos.

 

Sin embargo, y pese a esta realidad, florecen y se multiplican de manera fecunda los economistas positivistas, cultores de un extremismo insano que hace que vean a la economía como a “una ciencia experimental próxima la Física y, lo que es peor, algunos actúan como si las leyes económicas fueran primas hermanas de la Ley de la gravedad”, complementa –de forma muy acertada y también cargado de cáustico humor– el hispano Roberto Velasco (Los economistas en su laberinto. p. 32).

 

Estas reflexiones son necesarias para entender lo que en lo profundo de la primera pandemia del siglo XXI palpita: un juego de intereses empresariales que manipula uno de los sentimientos más delicados de manejar en el ser humano: el miedo y, por su intermedio, conseguir el fin supremo: la ganancia que hoy se multiplica para dos monstruos transnacionales, las corporaciones farmacéuticas Roche, de Suiza, y GlaxoSmithKline, de Gran Bretaña, propietarias privadas de las patentes de los dos antivirales utilizados para tratar, con efectividad, esta influenza: conocidos de manera comercial, como Tamiflu y Relenza de forma respectiva.

 

El galeno peruano, Carlos Alberto Morales Paitán, de manera clara, oportuna y con la autoridad que su profesión le confiere, al analizar esta nueva enfermedad, su tratamiento informativo, el rol de las instituciones internacionales de salud y las razones esenciales que determinan que no se muestren, hablen ni escriban las verdades que calla la prensa, radio y televisión sobre esta influenza y otras enfermedades (por ser incómodas para los/as poderosos/as y explotadores/as), recuerda que en todo el planeta –cada año– mueren 14 millones de seres humanos por enfermedades fáciles de tratar y curar. Así, la malaria mata a dos millones de personas que carecen de mosquiteros, la diarrea a otros dos millones (niños y niñas) que no tienen un simple suero oral y el Sarampión, la neumonía, junto con otras enfermedades fáciles de curar con vacunas baratas, ciegan la vida de otros 10 millones de hombres y mujeres.

 

Estas víctimas de la pobreza (característica del capitalismo que por, por un lado, concentra la riqueza en pocas manos y, por el otro, multiplica la miseria entre las grandes mayorías), al parecer por obra y gracia del espíritu santo, son invisibles para los/as periodistas que trabajan en los medios masivos de información. Ellas –las víctimas– sólo son datos estadísticos que huyen de la oscuridad gracias a curiosos/as y comprometidos/as, como este médico, quien califica a todo este fenómeno como “Pandemia del lucro”, dado que uno de los grandes beneficiados económicos, con las secuelas de las gripes H5N1 (gripe aviar) y ahora AH1N1 (gripe porcina), es el capitalista estadounidense, Donal Rumsfeld, brazo “derecho” del hasta hace poco Presidente de los Estados Unidos, George Walker Bush, además de su secretario de Defensa e ideólogo de la invasión a Irak, pero también principal accionista de la empresa Gilead Sciences, propietaria de la patente del Tamiflu.

 

Este personaje del mercado junto con sus semejantes, ni duda cabe, tienen mucho que ver en los hilos “invisibles” del poder ecuménico para que la Organización Mundial de la Salud y su regional en nuestro continente (ahora llamado con más propiedad Abya Yala), la Organización Panamericana de la Salud, hasta ahora no declare problema de salud pública mundial y con ello supere las barreras de los “derechos” empresariales, pues sólo atinó a decir, a través de sus voceros oficiales, que ésta es una pandemia mundial, pero guarda un silencio sepulcral sobre lo esencial: romper el duopolio que hoy tiene cautivo al planeta frente a esta flamante influenza y, con ello, abrir la posibilidad de fabricar medicamentos genéricos para distribuirlos sin costo alguno a todo el mundo y, sobre todo, a los países más pobres.

 

Sin duda alguna, esperar lo anterior es en extremo iluso e ingenuo, porque estamos en el capitalismo, el reino de los homo economicus, donde su lenguaje se reduce a precios y cantidades: trátese de pan, armas, leche, veneno, medicinas… gracias a que apuestan al soporte jurídico mundial que preserva sus privilegios. Este parapeto lo explotan los empresarios de toda laya siempre, y en todos los países, bajo el rótulo de la defensa de los “derechos” empresariales, de la “seguridad jurídica”… que, en el fondo y en realidad, empuña su lenguaje encubierto como ahora las dos palabras mágicas del presente: “las patentes”. Esto confirma una verdad de Perogrullo: la salud y la vida, sí, tienen precio para los capitalistas y quienes no pueden pagarlas están condenados/as a ser un número más en las estadísticas de los cementerios, pues en estos seres –los homo economicus– su órgano vital palpita en sus bolsillos, lo que les condena –por su origen de clase– a no discriminar el precio del valor: verdadero virus de la sociedad capitalista que se alimenta, siempre, de los/as más pobres del mundo.