
Según los datos que se suelen
manejar, de las 100 economías más potentes del mundo, 51 son corporaciones
transnacionales (principales: http://www.forbes.com/lists/2010/18/global-2000-10_The-Global-2000_Rank.html
). Estas estructuras han ido ampliando su espectro de negocios de modo que si
inicialmente se centraban en el ámbito comercial, luego fueron dedicándose a la
extracción de recursos naturales, la fabricación y, en la última etapa, una
parte de las transnacionales se ha centrado en el sector servicios y también en
los servicios financieros.
La relevancia de las transnacionales (puede verse el documental http://www.noalaventa.com/contenidos/)
tiene una naturaleza económica, sin duda, pero cada vez más nos hacemos
conscientes de cómo su actuación incide crecientemente en las condiciones de
vida de las poblaciones: alimentos, recursos energéticos, medio ambiente,
mercado laboral, acuerdos comerciales, intervenciones militares, transportes,
investigación y desarrollo tecnológico, diseño de políticas económicas y
sociales, servicios (agua, sanidad, comunicaciones, educación)… son cuestiones
en las que las transnacionales han adquirido una enorme capacidad de actuación
y de manipulación. Por ello, algunos autores hace algún tiempo que comenzaron a
utilizar el término ‘Leviatán’ para referirse a las transnacionales y ya no al
estado (por ejemplo Alfred D. Chandler, Jr., & Bruce Mazlish (eds.), Leviathans:
Multinational Corporations and the New Global History, Cambridge University
Press, New York, 2005).
En realidad, las corporaciones transnacionales han desarrollado un complejo
maridaje con los estados, de modo que si se analiza el comportamiento de los
gobiernos y las decisiones que toman necesariamente hay que dar cuenta de la
influencia que están teniendo las transnacionales. No se trata pues de
estructuras incomunicadas, sino de realidades conectadas. Algunas personas ya
expresan gráficamente que los estados reinan conjuntamente con las
transnacionales y a continuación plantean quiénes controlan y cómo se controla
la intervención de las estructuras estatales. Pese a ello, todavía está por
construirse un discurso político, jurídico y cultural practicable que nos ayude
a comprender y a actuar en este contexto.
A nivel político, sigue siendo necesario replantear la legitimidad democrática
de las transnacionales y su engranaje con las estructuras
político-gubernamentales. Es preciso exigir el control de la actuación de las
corporaciones y dotarnos de instrumentos que permitan que la población tenga
conocimiento de lo que hacen las grandes compañías. Algunas webs:
http://www.corpwatch.org/
http://www.corporatepolicy.org/
http://www.corp-research.org/
y en ámbitos concretos como por ejemplo la denuncia de la privatización de la
guerra
http://www.waronwant.org/campaigns/corporations-and-conflict/private-armies.
También http://www.centredelas.org/
A nivel jurídico es preciso crear organismos que puedan exigir
responsabilidades a las compañías transnacionales, que fuercen su transparencia
y puedan juzgar aquellas actuaciones que vulneran los derechos estatales y el
derecho internacional. En la exigencia de responsabilidades por explotación,
contaminación, daño medioambiental, apoyo a grupos subversivos, enriquecimiento
indebido… es preciso focalizar también la actuación de los gobiernos. Hay que
combatir la idea según la cual las transnacionales están completamente al
margen de la ley, fuera del derecho internacional, ya que esta idea contribuye
a generar mayor inmunidad para la transnacionales y a extender entre la gente
la idea de ‘no hay nada que hacer’. Dos relatores de la ONU, el finlandés Martin
Scheinin, relator especial para derechos humanos, y el austriaco Manfred Nowak,
relator para la tortura, han redactado sendas propuestas para crear una Corte
Mundial que juzgue a las corporaciones transnacionales. El cumplimiento de sus
obligaciones no puede quedar en manos de la propia voluntariedad de las
compañías, no se puede confiar en su autorregulación. Los llamados estándares
obligacionales han de quedar fijados, supervisados y exigidos como condición
necesaria en la actuación de estas compañías. Esto no quita que se puedan
establecer niveles de actuación complementarios en los que la voluntariedad de
las compañías pueda desarrollarse.
A nivel cultural, es preciso abordar la percepción social de las grandes
corporaciones. Éstas intentan presentarse como las defensoras del bien común,
como instrumentos solidarios que generan riqueza en el mundo, y no aparecer
como causantes de crisis e injusticias. A esta imagen se añade otra que ya ha
calado socialmente a pesar de la crisis de 2008: fuera de las transnacionales
no hay salvación. La aceptación cultural de este discurso hace muy difícil
plantear la lucha de intereses entre las transnacionales y la población, ya que
al final la victoria de estas compañías está en conseguir la identificación de
las personas con sus propuestas, productos y actuaciones. Se trata, en términos
político-culturales, de una nueva versión de la servidumbre voluntaria de la
que con tanto acierto habló La
Boétie hace más de 450 años.
Las transnacionales, ya sean grandes o pequeñas, comenzaron a legitimarse
socialmente publicitando su imagen como corporaciones socialmente responsables
(RSC). Por ejemplo, cuando la compañía Shell trató de hundir la plataforma
Brent Spar en el mar del Norte (años 90) se encontró con una fuerte
contestación social que dificultó enormemente sus operaciones. A partir de este
momento, Shell comenzó a utilizar la expresión “responsabilidad corporativa” en
sus informes anuales (http://www.shell.es/home/content/esp/environment_society/spain_social_investments/)
Como Shell, tantas otras compañías e instituciones públicas, incluso
universidades, utilizan ya el referente de la ‘RSC’ para publicitarse
(consultar en http://www.observatoriorsc.org/).
La RSC se está utilizando mayoritariamente como una máscara que evidencia un
discurso hipócrita. Esta hipocresía se basa en que las declaraciones de
intenciones e incluso actuaciones altruistas de las grandes compañías tratan de
maquillar estrategias de actuación, prácticas y conductas que son inaceptables,
responsables del padecimiento directo y/o indirecto que se impone a una parte
de la población. Esta hipocresía consiste en publicitar actuaciones
extraordinarias cuando las obligaciones ordinarias todavía no han sido
cumplidas. Ante la creciente disolución de la responsabilidad, ante la
creciente aceptación de ese entre todos la mataron y ella sola se murió hay que
centrar política, jurídica y culturalmente la cuestión acerca de quiénes y qué
estructuras son responsables de los males impuestos que aquejan a las poblaciones.
Por ello, el debate sobre la responsabilidad social corporativa ha de atender
dos frentes: denunciar la hipocresía que encierra en muchos casos y, al mismo
tiempo, abordar una cuestión que es esencial: exigir la responsabilización de
las transnacionales y su sometimiento a un control político, jurídico y
cultural. En este marco, no exento de contradicciones, nos jugamos parte del
futuro en común.