LA CARTA DE JAMAICA DE BOLÍVAR Y LA UNIDAD DE AMÉRICA

Por:
William Ospina

Publicado el 01/03/2012

 

   Cuando el 6 de septiembre de 1815, Simón Bolívar dirigió desde Jamaica su famosa "Carta de un americano meridional a un caballero de esta isla", empezaba explicándole que era tal la amplitud y complejidad del continente, que nadie podía dar razón plena de su situación en aquel momento: "Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con que Vd. me favorece y el impedimento de satisfacerla, tanto por la falta de documentos y libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo. En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que Vd. me ha honrado. El mismo barón de Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por su posición física, por las vicisitudes de la guerra y por los cálculos de la política".

Le cuenta que hay cerca de un millón de habitantes en las provincias del Río de la Plata, que ya se mueven con armas hacia el alto Perú e inquietan a los partidarios del rey en Lima. Que en Chile hay ochocientos mil ansiando la independencia. Que en el Perú hay millón y medio, y dos millones y medio en las regiones de la Nueva Granada, Quito, Panamá y Santa Marta. Venezuela, por su parte, tenía un millón, pero ha perdido una cuarta parte en la guerra de Independencia. "En Nueva España [México] había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, 7.800.000 almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella época, la insurrección que ha agitado a casi todas las provincias ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo, que parece exacto; pues más de un millón de hombres ha perecido, como lo podrá Vd. ver en la exposición de Mr. Walton, que describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio". Después de hacer este recuento general de la situación de los países, no deja de advertir con clarividencia que hay regiones donde durará todavía mucho tiempo la dominación española: "Las islas de Puerto Rico y Cuba que, entre ambas, pueden formar una población de 700 a 800.000 almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desean su bienestar?"

En total 16 millones de personas en dos mil leguas de longitud y novecientas de latitud, enfrentadas a un imperio que "aunque fue, en algún tiempo, el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo". Después Bolívar, que conoce demasiado bien la situación de España, convertida en una mera intermediaria entre el enorme continente americano y las nuevas potencias europeas, comenta la situación de la península: "¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar la América, sin marina, sin tesoro y casi sin soldados!, pues los que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo, sin manufacturas, sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política?". Y se queja de que Europa no asuma con mayor compromiso la causa de la independencia americana: "La Europa misma, por miras de sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana; no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige; sino porque éste es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio".

Además del cuadro geográfico y humano que traza, Bolívar muestra muy bien en estas páginas su talento como político, su conocimiento de la Europa de su tiempo, su habilidad como estratega. Sin embargo, a esas alturas ni siquiera para él era evidente lo que sobrevendría, ni cuál sería el orden que estaban en condiciones de construir: "Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se pudo prever cuando el género humano se hallaba en su infancia, rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir: tal nación será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, ésta es la imagen de nuestra situación".

Estas reflexiones sobre la realidad inmediata de la guerra y de la política, están basadas en consideraciones más generales. A Bolívar, como sin duda a buena parte de los líderes de la Independencia americana, en mayor o menor medida, le era urgente comprender la composición humana del continente, saber lo que podía hacerse, en términos políticos y filosóficos, con esa arcilla ardiente lista para ser moldeada. "Nosotros somos un pequeño género humano -dice-; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el Imperio Romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones; con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado; no obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo a aventurar algunas conjeturas, que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional y no por un raciocinio probable".

Como a Humboldt, una de las cosas que más preocupaban a Bolívar era la tremenda desigualdad que se heredaba de la Colonia. En casi todos los países los pueblos indígenas habían sido despojados de su rica tradición, de su conciencia de estar en el centro de un mundo, de su dignidad, y apresuradamente convertidos en adoradores de un orden mental en el que jamás serían vistos en condiciones de igualdad. Por su tremenda arrogancia, la corona, los negociantes y la Iglesia estaban dispuestos a tener súbditos, a tener siervos y a tener fieles, pero no a permitir que se diera aquí un proceso de dignificación de seres humanos, y menos aún de exaltación de seres libres, capaces de criterio y de juicio. Durante siglos la Iglesia Católica seguiría prohibiendo en América la lectura libre, que había sido el instrumento de la Ilustración para construir una conciencia ciudadana y un individuo responsable capaz de sostener el andamiaje de las repúblicas. Bolívar se interrogaba continuamente sobre cómo fundar un orden político en el que los siervos y los esclavos accedieran a la libertad, los criollos discriminados accedieran a la igualdad, y unos y otros accedieran a la fraternidad, principios que tan elocuentemente pregonaban en Francia los cañones de la Revolución. Pero si era difícil en París hacer que los franceses accedieran a la libertad, la igualdad y la fraternidad; en París, donde todos formaban parte de una nación homogénea con más de cuatro siglos de existencia unificada, cohesionados por una larga tradición, ¿qué esperar de pueblos formados por indios, criollos y negros, por mestizos, mulatos y zambos? ¿Qué esperar de esos criollos más dispuestos a conquistar notoriedad y poder que a convivir con la mulatería y con la indiada? ¿Qué esperar de esos remanentes de las viejas culturas nativas? ¿Qué hacer con esas religiones sincréticas? ¿Qué hacer con los ricos patriotas que estaban dispuestos a luchar por la independencia pero no a darles la libertad a sus muchos esclavos? ¿Qué hacer con esos mineros y hacendados que vivían de enviar sus metales y sus productos a España? ¿Qué hacer con esos comerciantes que vivían del intercambio con las metrópolis? ¿Qué hacer con los que habían aprendido los mil matices de la trampa en la burocracia, con la ya floreciente tradición del legalismo sinuoso, ese imperio de leguleyos que apretaban y volvían a apretar las tuercas de la ley para medrar de sus vacíos y parasitar de sus ambigüedades? Bolívar sabía que la dominación española no había permitido la formación de una elite capaz de gobernar, de dirigir, de formar estados modernos, y sabía que no era cuestión de esperar a que se diera esa madurez, porque mientras persistiera la dominación colonial ningún criollo podría formarse en la práctica de la administración ni desplegar en ella su talento. Así, sigue diciendo: "Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados, ni financistas y casi ni aun comerciantes; todo es contravención directa de nuestras instituciones". De modo que se ve obligado a pintar sin adornos un cuadro patético de la situación de los herederos de la administración colonial: "Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos, y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un estado organizado con regularidad".

Por otra parte, la costumbre de no ver en los adversarios a seres humanos, típica de los conquistadores y en aquellos tiempos también de los ejércitos reales (Bolívar recuerda que los mexicanos luchaban en vano por hacerles respetar el derecho de gentes: "Propuso la junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos, pues que no debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quintasen para sacrificarlas" ), se perpetuó por extraña herencia en los criollos que llegaron a hacerse dueños de los Estados. Se sabe que muchos indígenas se resistieron a la idea de la independencia porque temían, con razón, que los mestizos que se harían cargo de los estados podían llegar a ser más excluyentes y más despectivos con indios, negros y mulatos, que los propios españoles. También en su tiempo muchos esclavos rechazaron la idea incomprensible de que fuera abolida la esclavitud, ya que sin una amplia y larga labor pedagógica y social de cambio de valores, de construcción de una ética de la igualdad, y de ofrecimiento efectivo de oportunidades educativas, políticas, legales y económicas, la libertad de los esclavos se limitaba, como ha dicho Estanislao Zuleta, a dejarlos libres de comida y de techo.

El camino que veía Bolívar era el camino de la generosidad, y después de sus generosas propuestas fue el camino que menos se siguió. Veía a su América, al menos a la hija de España, como una sola nación, pero no encontraba el sistema político en el que pudiera caber esa vastedad y diversidad geográfica de la que aquí hemos hablado, esa complejidad étnica, esa turbulencia social. Creía en la necesidad de un lento y paternal trabajo pedagógico que les enseñara a las razas, a las clases sociales, a las regiones y a las tradiciones, a convivir, potenciando lo mejor de todas ellas y estableciendo ese diálogo creador en el marco de una legislación rica en garantías, que les permitiera superar en poco tiempo el trauma de un siglo de salvajes conquistas y dos siglos de arrogancia colonial: "Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo, y menos deseo una monarquía universal en América, porque este proyecto, sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían y nuestra regeneración sería infructuosa. Los estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra".

Así como había desde siempre una América caribeña, una América andina y una América amazónica, una América de los desiertos del norte y una América de las pampas del sur, se había ido definiendo también una América blanca, una América india y una América negra. O mejor aún, una euroamérica predominantemente blanca, como la de Argentina o Chile; una indoamérica indígena y mestiza, en México, Guatemala, Ecuador, Perú, o Bolivia, una afroamérica predominantemente negra y mulata, en Cuba, Haití, República Dominicana, Jamaica, o Brasil. Ello no significaba que todos no fueran mestizos en mayor o menor grado, pero de esa composición original derivaban muchos elementos que caracterizaron a los países. Cada una de estas Américas tendría elementos singulares qué aportar al mosaico de la civilización, y era muy difícil que la solución de esos conflictos se diera por el hallazgo casi mágico de un sistema político adecuado a sus necesidades. Además todos los sistemas políticos son fruto de la tradición y de la experiencia, y la América mestiza era un experimento nuevo en la historia del mundo. La conquista de su independencia formal sería apenas el primer paso de una larga búsqueda que exigía el experimento de la convivencia social en el marco de legislaciones nuevas, el fortalecimiento económico gobernado por el ideal de la autonomía y la independencia cultural. Bien dijo Simón Rodríguez que sólo hallaríamos soluciones cuando no nos pensáramos diferentes de un país a otro y cuando no creyéramos en más fronteras que las naturales del continente. Dos siglos después aún no se han cumplido plenamente esas condiciones para la existencia de la América Mestiza como una nación solidaria con firmes compromisos y con responsabilidades compartidas frente al destino del mundo, pero a pesar del caos aparente, es mucho lo que hemos avanzado.

El mestizaje, que era nuestra gran dificultad, es también nuestra gran oportunidad en el escenario de la cultura contemporánea, ya que esa tendencia a los mestizajes y los mulatajes es una de las principales características de la modernidad. El mundo no tiende ya hacia ninguna forma de pureza racial, o cultural, sino hacia todo tipo de fusiones. Ello explica el valor de las culturas mestizas como rostro pleno de la época. Sus desafíos son los más imperiosos, ya que frente al peligro persistente de los fascismos, que pretenden reivindicar la superioridad de las razas puras, de las lenguas puras, de las religiones únicas o de las culturas homogéneas, y que absurdamente pretenden imponérselas al mundo entero, la única alternativa es encontrar el valor de las fusiones y mostrar la civilización mestiza como el verdadero rostro del futuro. Así, nuestros países, sobre los cuales el poder hegemónico de ciertas culturas obró tantas atrocidades y tantas violencias, se han visto obligados antes que cualquier otro a ser los laboratorios de esa nueva edad planetaria.

A eso apuntaba, desde una época en que ni la etnología ni la antropología habían dado a las culturas su vindicación y su justificación, el ideario de ese gran hombre de acción y gran soñador de futuros que fue el Libertador Bolívar. Hay en sus ideas más una suerte de oscura intuición que un preciso desarrollo conceptual. En el párrafo final de su carta lo veremos confiar más en la posibilidad de una unión americana que de una unión europea, ya que Europa le parecía más fraccionada en términos políticos que nuestra América. En nuestro tiempo hemos visto que Europa, más radicalmente separada en términos culturales y sociales, ha empezado a unirse en una gran comunidad política. Hermanados por la tradición y por la lengua, tal vez no esté muy lejos el día en que se cumpla el todavía improbable sueño de una unidad de naciones de nuestra América, como se bosqueja en aquellas palabras de la Carta de Jamaica: "Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios, a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St. Pierre, que concibió el laudable delirio de reunir un congreso europeo para decidir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones". (*)