
La inseguridad geopolítica
Las revoluciones árabes están modificando
el orden regional.
Dos acontecimientos marcaron, al final de la
segunda guerra mundial, el destino del mundo árabe en el avispero geopolítico
internacional del siglo XX. El primero tiene que ver, naturalmente, con el petróleo.
El 14 de febrero de 1945, el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y
el rey Abdelaziz ibn Saud, fundador del actual Estado de Arabia Saudí, firmaron
el llamado pacto del Quincey, por el nombre del
crucero militar donde se celebraron las
conversaciones que llevaron a un acuerdo energético, aún vigente, en virtud del
cual se garantizaba a EEUU el acceso privilegiado al combustible fósil del
Golfo Pérsico. A cambio, la potencia estadounidense permitió a Arabia Saudí
utilizar esta formidable fuente de riqueza para difundir en toda la región, no el
bienestar social y el desarrollo económico sino la versión más reaccionaria,
violenta y puritana del islam sunní. El wahabismo, doctrina fundada por Mohamed
Abdel Wahab a mediados del siglo XVIII y que hasta entonces sólo había merecido
el desprecio y la condena del mundo musulmán, se convirtió poco a poco, tras el
pacto del Quincey, en una especie de “nueva ortodoxia” o al menos de visión
integrada, respetable y atractiva del islam. El petróleo, que no ha dejado más
que miseria y guerras en la zona, abortó además
la renovación ilustrada y progresista del pensamiento musulmán (vinculada al movimiento
Nahda de las primeras décadas del siglo) para imponer o alimentar las formas de
organización e interpretación más retrógradas y antidemocráticas [1] .
El segundo acontecimiento es la fundación en
Palestina del Estado de Israel. En 1948, en efecto, mientras el colonialismo
retrocedía en todo el mundo como resultado del empuje de los pueblos y de la refundación
de las Naciones Unidas al servicio de un nuevo orden internacional, las
potencias vencedoras de la segunda guerra mundial
apoyaron un anacrónico proyecto colonial en
Palestina cuyas consecuencias se prolongan hasta nuestros días. Tras seis
guerras, miles de muertos y millones de desplazados, la ocupación sionista de Palestina
se ha convertido en el mayor catalizador de solidaridad panárabe y de
inestabilidad mundial.
Toda la política occidental en la zona ha girado
en torno a la defensa de estos dos pilares: el petróleo del Golfo y el Estado
colonialista de Israel. Frente al wahabismo petrolero y al sionismo israelí, en
los años 50 y 60 surgieron en el mundo árabe proyectos soberanistas que impugnaban
al mismo tiempo las divisiones geográficas heredadas de los acuerdos
Sykes-Picot. De ambición panarabista, forjados en torno al
naserismo egipcio y al baazismo sirio-iraquí,
estos movimientos se sostuvieron al amparo de la guerra fría, minados por sus
propias divisiones, las derrotas frente a Israel y el autoritarismo creciente de
sus gobiernos. La derrota de la Unión Soviética en 1989 y el empuje del
neoliberalismo acabaron por enterrar sus potencialidades
socialistas dejando intacto su aparato
dictatorial [2]. Para entonces, el apoyo de la CIA a los muyahidin afganos contra la URRS y la revolución
anti-estadounidense en Irán, casi contemporáneos, habían renovado el impulso
islamista de manera contradictoria, cambiando las fuerzas, pero no la relación
entre ellas, en el tablero geopolítico
regional. Mientras occidente jugaba al aprendiz
de brujo sosteniendo los regímenes más reaccionarios en defensa de sus
intereses, el anti-imperialismo se desplazaba irremediablemente desde la
izquierda panarabista a la derecha panislamista. La infame invasión de Iraq por
EEUU completó paradójicamente este cuadro, entregando un país
destruido y dividido al enemigo iraní.
Atrapados en su propia importancia abstracta
como piezas de ajedrez, los pueblos árabes fueron sometidos a las necesidades
de un paradójico equilibrio siempre acompañado de matanzas, guerras, invasiones
y pobreza, plagas encerradas en el cepo de feroces dictaduras congeladas en el
tiempo. Si en algo coincidían por igual occidentales, islamistas y
nacionalistas era en el desprecio por la democracia y el Estado de Derecho,
incompatibles con la “lucha anti-terrorista” y con la “lucha
anti-imperialista”. La tortura, la represión, el
amordazamiento de la libertad de expresión, junto a la corrupción y el abuso de
poder, eran funciones indispensables del mantenimiento del statu quo. Esa era
la situación que describía el famoso informe encargado en abril de 2005 por el
PNUD a un grupo de intelectuales árabes: “De acuerdo con los estándares del
siglo XXI, los países árabes no han resuelto las
aspiraciones de desarrollo del pueblo árabe, la
seguridad y la liberación, a pesar de las diversidades entre un país y otro a
este respecto. De hecho, hay un consenso casi completo en torno a la existencia
de graves carencias en el mundo árabe, y la convicción de que éstas se sitúan
específicamente en la esfera política”. El informe
hablaba de un “agujero negro” y de la inminencia
de “una explosión social” y con firme delicadeza responsabilizaba a Israel y
EEUU de “obstaculizar el camino hacia la democracia” [3] .
En estas condiciones, si hay un lugar del mundo
donde el solo reclamo de democracia resulta en sí mismo subversivo, es el mundo
árabe. Por eso las revueltas y revoluciones contagiadas desde Túnez al norte de
Africa y Oriente Próximo han puesto en dificultad a todos los actores en la
zona, amenazando este “equilibrio” agónico de décadas y
revelando -y despertando- nuevas relaciones de
fuerzas, más fluidas y volátiles, que de alguna manera hacen ya inviable el
orden surgido de la segunda guerra mundial y de la posterior derrota de la
URRS. Frente a esta reivindicación de democracia y dignidad, tan desestabilizadoras,
la tentación es la de aplicar esquemas de análisis
e intervención propias de la guerra fría; frente
a esta reivindicación de democracia y dignidad -a destiempo y en el lugar
equivocado- el riesgo evocado por todos los actores es la catástrofe global. En
este sentido, Siria se ha convertido en el lugar metonímico de una doble batalla,
regional y mundial, que amenaza con corromper el impulso
ecuménico original de la “primavera árabe” en
favor de un conflicto civil sectario de incalculables consecuencias. Todas las
fuerzas exteriores, tanto las que apoyan como las que condenan el régimen de Assad,
están contribuyendo en esta dirección. La víctima, una vez más, serán los
pueblos árabes y su legítimo deseo de libertad, democracia y
justicia social.
La inseguridad informativa
Las revoluciones árabes han modificado también
el orden epistemológico.
En 1971, la filósofa Hannah Arendt comentaba así
las manipulaciones del gobierno de EEUU para prolongar su intervención en
Vietnam después de que salieran a la luz los llamados Documentos del Pentágono:
"En la pugna entre las declaraciones públicas, siempre superoptimistas, y
los informes ciertos de los servicios de información, persistentemente fríos y
ominosos, las declaraciones públicas estaban abocadas a ganar
simplemente porque eran públicas" [4] .
¿Por qué creemos ciertas palabras? El poder del lenguaje no reside solamente en
nuestra inconsciente confianza social en su pureza y objetividad sino en el hecho
asimismo de que esta confianza aumenta y se refuerza cuanto más público es el
uso que hacemos de él. Una lucha de siglos, cuyo colofón
fue la Revolución Francesa,
trató precisamente de construir y liberar un “espacio público” en el que los
discursos -y las leyes- contuviesen sólo la autoridad de su propia publicidad.
Hay algo bonito y fundamental en nuestra confianza en los medios de
comunicación, ahora muy degradada; porque el poder de convicción de los grandes
medios reside menos en su buena o mala factura que en su existencia misma; en
el hecho de que sus discursos se emiten en un
espacio abierto y ante mucha gente. Por eso mismo, este enorme poder
legitimador del espacio público debe ser protegido de la irrupción en él de los
intereses privados. Un gobierno o una oligarquía dueños absolutos del espacio público
constituyen una dictadura también en el sentido de que lo
primero que dictan es la
"credibilidad"; son inevitablemente autoritarios porque auto-generan su
propia legitimidad. El aumento de lo que Ignacio Ramonet llama “inseguridad
informativa” tiene que ver sobre todo con la erosión estructural de los marcos
de credibilidad pública, minados por la concentración de los medios en las
manos de unas pocas empresas cuyos intereses privados están ligados a los
intereses neurálgicos de la economía global.
Frente a esta autolegitimidad del espacio
público, los medios llamados alternativos han tenido siempre menos
posibilidades de ser creídos porque los desautoriza, al contrario, su propia
marginalidad. Es lo que he llamado alguna vez la maldición de Apolo: a
Casandra, la hija de Príamo, que siempre anunciaba la verdad, le había escupido
el dios
en la boca y por eso nadie podía creerla. La ley
psicológica, imprescindible y terrible de la objetividad lingüística determina
que las mentiras públicas sean convincentes mientras que las verdades privadas
son increíbles. En los últimos 15 años, la “privatización” de los grandes
medios comerciales, con la consiguiente degradación del
espacio público, anunciaba un grave peligro,
pero abría también la posibilidad de un recambio informativo. Al ascenso y
fortalecimiento de dos grandes proyectos con una alta concentración de
“publicidad” -Al-Jazeera y TeleSur- se unía la creciente credibilidad de
algunos medios alternativos en la red que, sobre todo tras el 11-S y la
invasión de Iraq, desmontaban las manipulaciones
de los medios convencionales y proporcionaban análisis certeros y
comprometidos. Pues bien, las revoluciones árabes, al activar inesperados
litigios geoestratégicos, han aumentado sin querer nuestra inseguridad informativa.
Al-Jazeera, independiente hasta hace un año de su
financiador qatarí, ha aceptado convertirse en
instrumento dócil de los intereses de Hamad Ben Khalifa en la región, como
denuncian los propios directivos y periodistas del canal que han dimitido en
los últimos meses en protesta por las manipulaciones y exageraciones propagandísticas,
claramente intervencionistas, en el tratamiento de
las revueltas de Siria y Libia [5]. En la
dirección contraria, Telesurha visto cuestionada también su independencia y
profe sionalidad alalinearse mansamente con la posición de los gobiernos de l
ALBA yreproducir acríticamente las versiones también manipuladoras ypropagandísticas de las dictaduras de Gadafi
y Bachar Al-Assad. En
cuanto a los medios alternativos en la red, han sucumbido
muchas veces a la tentación mecánica de forjar sus versiones contra la
degradación indudable del espacio mediático público y, a falta de fuentes rigurosas,
de construir datos desde la más abstracta ideología. En algún sentido, se ha
invertido la relación antropológico-lingüística
entre público y privado, lo que es siempre
indicio -como ocurre bajo las dictaduras- de una crisis profunda de
credibilidad. Según este nuevo criterio volteado, consagrado en ciertos
sectores de la izquierda, habría ahora que identificar mentira y “publicidad”
mientras que la verdad sólo podría encontrarse
explorando los bordes, las grietas, los silencios, los circuitos marginales o
sectarios, criterio que, lejos de mejorar nuestro conocimiento de la realidad, nos
expone a toda una serie de intoxicaciones complotistas, replicadas a velocidad
sideral por las nuevas tecnologías, cuya autoridad
aceptamos tanto más cuanto menos puede ser
probada. Frente al marco público tradicional con su falsa transparencia
autolegitimadora, internet se ha convertido en un contrapoder supersticioso: el
oráculo de Delfos emitido desde la entraña del ofidio, un poco enigmático, sí, pero
por eso mismo incontrastable e incontestable.
Desde la izquierda, la solución no puede ser la
de consultar la superstición sino la de reconstruir el espacio público contra
los abusos y manipulaciones que lo han erosionado. Siria, una vez más, da la medida
de todos los peligros. En un reciente artículo, Haythem Al-Manna, activista de
los DDHH y dirigente de la Coordinadora
Nacional por el Cambio Democrático -la oposición de
izquierdas a la dictadura siria- denunciaba el peligro de que la revolución recurriese
a los mismos mecanismos fraudulentos que denuncia justamente en el régimen de
Al-Assad. Mientras que la dictadura utiliza sus periódicos y televisiones para
“asesinar moralmente” a figuras de la oposición, la propia oposición
criminaliza a aquellos opositores que critican la
posición oficial del CNS; mientras la dictadura
falsifica imágenes o documentos para legitimar su barbarie, también la
oposición ha acabado falsificando piezas de acusación contra el ejército sirio;
mientras la dictadura difunde “confesiones” falsas o forzadas de presuntos “terroristas”,
la oposición hace lo mismo con presuntas mujeres
violadas o rehenes torturados; mientras la
dictadura, en fin, utiliza la propaganda en lugar de la información, la
oposición se degrada y mina su legitimidad respondiendo con las mismas armas.
¿Hay que elegir entre la propaganda del régimen y la de la oposición? El
artículo de Manna se llama La verdad, la más honorable creación revolucionaria
[6] y define muy bien lo que a mi juicio debe ser una información
alternativa, una información -juguemos con las
palabras- nativa de otro sitio, nacida en otra parte: no la que dice lo
contrario de lo que dicen Sana o Dunia, o de lo que afirman El País y The New
York Times, sino la que se funda en otros valores. Si no nos apoyamos en este
principio, no sólo daremos la razón al adversario sino que
tendremos que renunciar a la diferencia misma:
pues tan “alternativo” será el ABC o La Razón para un habitante bombardeado de Homs como
el noticiero de la dictadura para un anti-imperialista de Madrid. Un mentiroso
nunca tendrá el menor escrúpulo en utilizar también la verdad; un
revolucionario jamás considerará un instrumento de
liberación la mentira. Esa es nuestra
desventaja. Tenemos que aprender a usarla a nuestro favor.
Es inquietante que los gobiernos más
progresistas del mundo, los de la América Latina en la que nos apoyamos como
asidero de la emancipación global, hayan reaccionado de un modo tan
“conservador” frente a la justísima reclamación de democracia y justicia social
de los árabes. Pero más inquietante aún es que los medios que habíamos empezado
a construir como condición de toda emancipación acaben en harapos apenas
recién nacidos, derribados por la geoestrategia
jesuítica, la inseguridad epistemológica y la decadencia inducida del espacio público.
[1] Hamadi Redissi, Le pacte de Nadjd, Editions
du Seuil 2004
[2] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=146372
[3] http://www.google.com/url?sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=9&ved=0CGsQFjAI&url=http%3A%2F%2Fwww.afkar-ideas.com%2Fwp-content%2Fuploads%2Ffiles%2F3-6-23.pdf&ei=s2eET4ipFuil0QX8n6i6Bw&usg=AFQjCNGUqIOaqwHqXRSq518WlldcgDSX3Q&sig2=MdTV4Pl2X_oYkv2nReFPWQ
[4] Hannah Arendt, Crisis de la república,
Taurus 1973
[5] http://english.al-akhbar.com/content/al-jazeera%E2%80%99s-identity-crisis
y http://english.al-akhbar.com/content/qatar-al-jazeera-and-age-virtual-power
[6] http://traduccionsiria.blogspot.com/2012/04/la-verdad-es-la-mas-honorable-creacion.html
Fuente original: Le Monde Diplomatique